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Es fácil ser un crítico de la oración, especialmente de las oraciones de otros. Las palabras de Robert Murray McCheyne se citan a menudo porque siguen siendo dolorosamente ciertas: “¿Deseas humillar a un hombre? Pregúntale acerca de su vida de oración”.

La oración es “hablar con Dios”. A veces, tal vez con demasiada frecuencia, la “conversación” es completamente acerca de nosotros. Todos hemos tenido esas conversaciones tediosas que han sido totalmente unilaterales con personas que muestran poco o ningún interés en nosotros. Todo es acerca de ellos, sus intereses, deseos, necesidades y quejas. La oración puede tornarse en algo similar: hablamos sin parar de nuestros males, estamos completamente envueltos en nosotros mismos, y no mostramos interés por el diálogo que conlleva “escuchar” lo que Dios tiene que decir. Dios es paciente y —en su gracia— Él responde. Pero no debería ser este nuestro proceder. Cuando Jesús nos enseñó a orar, Él nos mostró que la oración comienza (y continúa) con Dios: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre” (Mat. 6:9). Revisa la estructura del Padre Nuestro y verás que al menos la mitad de nuestra oración debe ser dirigida a la alabanza y la adoración a Dios.

Persona

Muchos factores influyeron a Tertuliano cuando acuñó el término “personae” para representar la Trinidad de Dios. Pero él utilizó este término principalmente porque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se “hablan” entre sí. Ellos se relacionan personalmente, el uno con el otro y con nosotros. En otras palabras, Dios se comunica consigo mismo y con Su pueblo. Por lo tanto, es lógico que la oración debe consistir en comunión personal, hablar con Dios y hacerlo con curiosidad respecto a Su naturaleza y Sus deseos, con el anhelo de aprender sobre las cosas que le agradan y le desagradan.

La primera petición del Padre Nuestro, entre otras cosas, nos recuerda que debemos tener un enfoque claro sobre quién es Dios y cómo es Dios. Los teólogos han reflexionado sobre cómo llegamos a conocer a Dios y qué es lo que sabemos de Él. A menudo la conclusión ha sido que sabemos muy poco acerca de la respuesta a la pregunta “¿Qué es Dios?”. Lo que sí sabemos (porque Dios nos lo ha revelado) es la respuesta a la pregunta “¿Cómo es Dios?”. Dios nos muestra cómo es al revelarnos Su nombre.

Nuestras mentes, ya sea consciente o subliminalmente, son (para usar la frase de Juan Calvino) “fábricas de ídolos”. Constantemente sucumbiendo a las fórmulas de “Me gusta pensar en Dios como…”, todas ellas seriamente erróneas, concebidas por una parcialidad atea que es persistente en nuestros sistemas mentales, morales y espirituales. Para evitar la idolatría en la oración, debemos empezar por recordarnos a nosotros mismos Su nombre, ya sea el nombre del pacto “YO SOY EL QUE SOY” o Yahweh (es decir, auto-existente, auto-sostenible, con auto-determinación, presente en todo lugar, y siempre en control); o, como el Padre Nuestro encierra maravillosamente, “Padre” (indicativo de la novedad del nuevo pacto y del acceso y el estado a los que la obra de nuestro Redentor nos ha introducido); o, “Padre, Hijo y Espíritu Santo” (como el mismo Jesús nos dio a conocer en la Gran Comisión de Mateo 28:19). Cuando Jesús comisionó a sus discípulos a bautizar en el “nombre” (singular) de “el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”, reveló la verdad impenetrable de que hay más de uno en el único Dios.

La oración centrada en Dios hace una pausa para reflexionar sobre la naturaleza de Dios, cómo es Él; Sus atributos. Este también es el enfoque de una ocasión en la que Dios revela Su nombre a Moisés. El contexto (Ex. 34) es el desagradable asunto del becerro de oro (otra vez la fábrica de ídolos del hombre). Habiendo aclarado este lío, Moisés ascendió nuevamente a Sinaí solo para que el nombre de Dios fuera proclamado delante de él una vez más (Yahweh, Ex. 34: 5), pero ahora ampliado con una explicación de Su naturaleza: “Entonces pasó el Señor por delante de él y proclamó: El Señor, el Señor, Dios compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en misericordia y fidelidad; el que guarda misericordia a millares, el que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado, y que no tendrá por inocente al culpable; el que castiga la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación”. La gracia, la misericordia y la santidad son atributos que Dios se asigna a sí mismo (la santidad siendo su perfección moral que responde en retribución al desorden y la ingratitud). La oración centrada en Dios requiere un conocimiento adecuado de Dios en su gloria Trinitaria.

Alabanza

“¡Aleluya! Porque bueno es cantar alabanzas a nuestro Dios, porque agradable y apropiada es la alabanza” (Sal.147:1)

Dios es digno de alabanza. Internalizar esto no es tan fácil como podríamos pensar. La oración centrada en nosotros mismos (que es una forma de idolatría) no tiene en cuenta que nuestro propósito aquí en la tierra es alabar a nuestro Creador y Redentor. Escucha al salmista cuando exalta una y otra vez que Dios es digno de loor. El Salterio solía ser la dieta básica de los cristianos. Se cantaban salmos a la hora de cenar y en los servicios de la iglesia el domingo. Subliminalmente, la alabanza centrada en Dios del libro de los Salmos se convirtió en el lenguaje de la oración. Desde que la práctica de cantar salmos disminuyó, la riqueza de la alabanza que exalta a Dios, tal y como se presenta en el Salterio, disminuyó también.

J.I. Packer nos recuerda la necesidad de distinguir entre la alabanza y agradecimiento para asegurar que hacemos las dos cosas:

Las oraciones de agradecimiento se centran en cierta medida en nosotros. Agradecemos a Dios por dádivas recibidas a nivel personal y por dádivas generales que han sido otorgadas a todos. La alabanza, por otro lado, se centra directamente en Dios. Le alabamos por quién es Él. Es la diferencia entre un cónyuge que le dice al otro: “Tú eres la persona más comprensiva que conozco, por eso te amo tanto” y “Gracias por el bocadillo; lo necesitaba”.

Presencia

Alabar a Dios no es algo natural para nosotros. Debemos ser determinados al respecto. Es por eso que Jesús advirtió a sus discípulos en el prefacio del Padre Nuestro en contra de un desempeño religioso que está más interesado por lo externo del espectáculo y la ceremonia que por lo interno de la autenticidad y la adoración verdadera. “Hipócrita” es el término que Jesús usa (Mat. 6: 5), un término casi tan ofensivo en la actualidad como lo era en aquel entonces. Actuar como en un teatro, pretender que estamos orando, orar sin la realidad de saber que estamos en la presencia de Dios, es un juicio duro pero verdadero. Cuando hacemos estas cosas, estamos orando para exaltarnos a nosotros mismos, no a Dios. Es la plaga del egocentrismo la que debe ser erradicada y destruida. La oración auténtica, la oración centrada en Dios, entiende que la promesa de la oración es Dios mismo. Estar en la presencia de Dios es la mayor recompensa de la oración. Los hombres piadosos siempre han disfrutado esto:

“Oh Señor, yo amo la habitación de tu casa, y el lugar donde habita tu gloria” (Sal. 26:8).

“Cuán bienaventurado es el que tú escoges, y acercas a ti, para que more en tus atrios. Seremos saciados con el bien de tu casa, tu santo templo” (Sal. 65:4).

¿Sabes algo de esto? Si no, búscalo hasta encontrarlo.

“Busquen al Señor mientras puede ser hallado; llámenlo en tanto que está cercano” (Isa. 55:6).

Practica

¿Cómo podemos asegurar que nuestras oraciones están centradas en Dios? Considera la siguiente estrategia de cinco pasos:

1. Recuerda que solo hay un Dios en el universo, y que no eres Él.

2. La adoración viene primero, antes de la confesión, la acción de gracias, o la súplica. Adora al Señor en oración.

3. Lee un salmo antes de orar, y trata de emular lo que encuentres: la búsqueda de Dios en toda su naturaleza multifacética. Encuentra salmos de alegría o dolor, alabanza o lamento, y observa cómo el salmista pasa tiempo con Dios, convirtiéndolo en el centro de sus pensamientos y deseos.

4 Aprende a amar los nombres de Dios, de modo que decirlos y repetirlos te llene de un gozo inefable, un recordatorio de quién es Él y de la fidelidad de Su pacto en el evangelio de Su gracia.

5. Aprende a “esperar” en el Señor. Observa cómo el salmista desfallece cuando piensa en sus propios problemas, pero encuentra alivio centrándose deliberadamente en las grandes cosas que ha hecho Dios:

“Me acordaré de las obras del Señor; ciertamente me acordaré de tus maravillas antiguas. Meditaré en toda tu obra, y reflexionaré en tus hechos” (Sal. 77:11-12).


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Becky Parrilla.
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