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Nota del editor: 

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Hoy leí en un periódico israelí que existe una frase popular judía que dice: «dos judíos, tres opiniones». No creo que esta frase los represente exclusivamente a ellos. Por el contrario, nuestra capacidad humana para opinar es ilimitada y los desacuerdos que surgen de esas opiniones se multiplican ad infinitum.

La persona de Jesús no se salva de la andanada de opiniones que han surgido sobre él desde hace más de dos mil años. Recordemos que esa multiplicidad de opiniones quedaron aun registradas en diferentes partes de los Evangelios. Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» y ellos no pudieron entregar una sola respuesta, porque las opiniones eran muchas: «Unos, Juan el Bautista; y otros, Elías; pero otros, Jeremías o alguno de los profetas» (Mt 16:13-14). Aun Juan el Bautista dudó en algún momento y le mandó a preguntar: «¿Eres Tú el que ha de venir, o esperaremos a otro?» (Mt 11:3).

Los líderes religiosos tampoco podían identificar a Jesús dentro de una categoría precisa. Nicodemo lo honró llamándolo «Rabí» (Jn 3:2), mientras que algunos escribas se atrevieron a decir que «Tiene a Beelzebú» (Mr 3:22), dando a entender que Jesús tenía vínculos con los demonios. Algunos otros, incapaces de identificarlo, se exasperaban preguntándole: «¿Tú quién eres?» (Jn 8:25). Pilato también tuvo su cuota de incertidumbre cuando le preguntó: «¿Eres Tú el Rey de los judíos?» (Mt 27:11).

Ni siquiera cuando estuvo en la misma cruz se libró de la perplejidad que producía su persona. Aun estando allí, algunos le gritaban llenos de suspicacia: «Si Tú eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mt 27:40). Es evidente que existe una profunda divergencia de opiniones ignorantes sobre quién es realmente Jesús, una que llega hasta nuestros días.

«¿Tú quién eres?»

Esta pregunta no es fácil de responder. Sin embargo, los Evangelios se encargaron de mostrarnos a Jesús desde diferentes ángulos para que podamos encontrar respuesta a esa pregunta con claridad meridiana. Una de las declaraciones más precisas, pero al mismo tiempo más misteriosas, fue entregada por uno de los discípulos más cercanos a Jesús, el apóstol Juan. La cercanía de Juan con Jesús nos podría hacer pensar que nos daría una biografía breve de la vida del maestro de Galilea, un esbozo de sus familiares y sus lazos regionales y culturales. Sin embargo, lo que hace es remontarnos hasta la eternidad y mostrarnos la grandeza divina de nuestro Señor Jesucristo:

«En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de Él, y sin Él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho… El verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos Su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1:1-3, 14).

Estas declaraciones son sorprendentes y misteriosas. Juan no tiene como punto de partida el nacimiento de Jesús en Belén o su crianza en Galilea, sino su vida en la eternidad, aun antes de la creación. De seguro te preguntas por qué Juan llama «el Verbo» a Jesús. Bueno, nosotros no estamos familiarizados con este término que era conocido en la antigüedad. Trataremos de dar una breve explicación a continuación.

Jesucristo es Dios mismo y nos deslumbra con su grandeza, soberanía, omnipotencia y todo el despliegue de su majestad

El término «verbo» en español (algunas versiones usan «palabra») es traducido de la palabra griega «logos». Solo Juan utiliza este término en el Nuevo Testamento para referirse exclusivamente a Jesús (Jn 1:1, 14; 1 Jn 1:1; 5:7; Ap 19:13). William Hendriksen explica bien su significado de la siguiente manera:

«Una misma palabra [verbo] sirve para dos propósitos distintos: a. da expresión al pensamiento interno, al alma del hombre, haciéndolo aun sin que haya nadie para oír lo que se dice o para leer lo que se piensa; y b. revela este pensamiento (y por lo tanto el alma del que habla) a otros. Cristo es el Verbo de Dios en ambos sentidos: expresa o refleja la mente de Dios; y también revela lo que es Dios al hombre (1:18; cf. Mt 11:27; He 1:3)».[1]

Jesucristo, entonces, se manifiesta como el Gran Revelador de Dios a la humanidad, o como lo decía Pablo: «Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación» (Col 1:15). El autor de Hebreos es todavía más claro, cuando dice que Dios «en estos postreros días nos ha hablado por Su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas, por medio de quien hizo también el universo. Él es el resplandor de Su gloria y la expresión exacta de Su naturaleza, y sostiene todas las cosas por la palabra de Su poder» (He 1:2-3).

Jesucristo es Dios mismo y nos deslumbra con su grandeza, soberanía, omnipotencia y todo el despliegue de su majestad. Las palabras usadas por Juan y el autor de Hebreos nos muestran cómo ellos, inspirados por el Espíritu Santo, necesitaron de frases sublimes que se pudieran acercar levemente a una majestuosidad e inmensidad suprema que escapa a nuestra concepción limitada humana. Sin embargo, estas declaraciones trascendentes sobre Jesucristo no dejan a nuestro Señor en un tercer cielo habitado por serafines, desde el cual gobierna hasta el más mínimo detalle del universo. No, la declaración más explosiva, revolucionaria y la afirmación más grandiosa de todas es que ese Dios se encarnó como uno de nosotros. Sí, ¡como uno de nosotros!

«El Verbo se hizo carne»

Esta declaración es la piedra angular del evangelio para los que creen y también es la piedra de tropiezo para los incrédulos que no pueden ver a Jesús más allá de un humano especial. Herman Bavinck se quejó de que en algunos sectores de la teología moderna, «no queda espacio para Cristo más que como un genio religioso, un maestro de virtud, un profeta que tuvo un entendimiento más profundo que cualquiera, alguien que divulgó el amor de Dios de la forma más vívida, y expresó la unidad y la comunidad de Dios y la humanidad de la forma más clara».[2]

Esa imagen de un humano único y superdotado pierde de vista una de las declaraciones más profundas del evangelio que no puede ignorarse ni ponerse a un costado. Mateo empieza su Evangelio contándonos la historia de un novio joven atribulado que se entera de que su futura esposa está embarazada. Un ángel se le aparece en sueños y le dice que ese niño por nacer es engendrado del Espíritu Santo, será el cumplimiento de las profecías mesiánicas y «“le pondrán por nombre Emmanuel”, que traducido significa: “Dios con nosotros”» (Mt 1:23).

Sí, «Dios con nosotros». Sí, es inimaginable y misterioso, pero es verdad, «El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros». La segunda persona de la Trinidad se hace humano sin dejar de ser Dios. Esto es difícil de explicar, pero en el evangelio se entiende como una decisión redentora basada en el amor de Dios por nosotros, seres humanos a los que vino a buscar porque estábamos perdidos, pero que no quisimos siquiera recibirlo (Jn 1:11).

No olvidemos reconocer la encarnación como la gran manifestación del amor de Dios por nosotros en Cristo

El gran drama humano del pecado se hace completamente evidente cuando somos completamente incapaces de reconocer quién es Jesús, como los ejemplos que mostramos al principio. Estamos tan separados de Dios que cuando Él mismo se humilla para venir y vivir entre nosotros, somos incapaces de saber quien era en realidad. Sin embargo, eso no frena su plan redentor a nuestro favor y su amor desplegado en toda su gloria. Pablo explica esa obra increíble a nuestro favor cuando dice que Jesús «se despojó a Sí mismo tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y hallándose en forma de hombre, se humilló Él mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil 2:7-8).

Cuando volvemos a la pregunta del salmista, «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, y el hijo del hombre para que lo cuides?» (Sal 8:4), la respuesta seguirá siendo una interrogante mayor al reconocer nuestra maldad, nuestra incapacidad para hacernos bien y nuestro rechazo y rebeldía velada y abierta contra Dios. Solo podremos encontrar la respuesta en el evangelio, porque solo allí se nos muestra cómo Jesús, Dios con nosotros, se dispuso a habitar en medio nuestro lleno de «gracia y verdad» (Jn 1:14).

La única razón para nuestra redención como humanos delante de Dios se encuentra, como dijimos, en su amor soberano (Jn 3:16; Ro 5:8). Ese amor abunda en gracia, es decir, un favor inmerecido hacia los que merecemos solo la muerte; y está lleno de verdad porque nos liberará de nuestra condición de engaño absoluto en la que nos encontramos para llevarnos a la libertad verdadera (Jn 8:32).

Alguien dijo que la cuna y la cruz de Jesús fueron hechas con la misma madera. Lo que quiso decir es que Cristo se hizo humano con un propósito definido que cumplió a cabalidad al venir para morir por nosotros, redimirnos del pecado y darnos vida nueva y eterna (Mt 16:21). No olvidemos, entonces, reconocer la encarnación como la gran manifestación del amor de Dios por nosotros en Cristo, y cantemos junto a Lutero:

«Bienvenido a la tierra, oh noble Huésped,
¡Por quien el mundo pecador es bendecido!
Viniste a compartir mi miseria
Para que compartas tu gozo conmigo».[3]


[1] William Hendriksen, Comentario al Nuevo Testamento: El Evangelio según San Juan (Libros Desafío, 1999), 74.
[2] Herman Bavinck, Reformed Dogmatics: Volume Three (Baker Academic, 2008), 261.
[3] Martín Lutero, himno «Desde el cielo arriba a la tierra yo voy», basado en Lucas 2:10-20. 1546 (Traducción libre).
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