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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro Santificación: La pasión de Dios por su pueblo (Portavoz, 2021), escrito por John MacArthur.

¿Debían los gentiles ser circuncidados y, a fin de ser salvos, obedecer costumbres establecidas para los judíos?

Esa fue la pregunta que el Concilio de Jerusalén consideró en Hechos 15. La facción que se oponía a las enseñanzas de Pablo en ese concilio eran “algunos de la secta de los fariseos, que habían creído”; exfariseos, igual que Pablo, que habían profesado fe en Cristo. Pero estos individuos carecían de claridad o convicción respecto al evangelio, por lo que “se levantaron diciendo: Es necesario circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés” (v. 5).

En realidad, estaban afirmando que la fe en Cristo no es suficiente; que, para ser justificados, los gentiles también debían someterse a la circuncisión y luego adherirse por completo a ceremonias externas, rituales, controles sociales y restricciones dietéticas establecidas en la ley de Moisés. En otras palabras, estaban declarando que el vestíbulo hacia el cristianismo pasa a través del judaísmo, y que para volverse cristianos los gentiles debían primero convertirse en prosélitos judíos.

La carta a los Gálatas representa una feroz defensa de la sola fe como único instrumento de justificación: el principio de la sola fide

Esa misma doctrina la diseminaban falsos maestros entre las iglesias en Galacia con mayoría de gentiles, y los creyentes en tales iglesias estaban confundidos. Así que, a fin de abordar ese problema específico, Pablo escribió la que tal vez fue su primera epístola canónica. La carta a los Gálatas representa una feroz defensa de la sola fe como único instrumento de justificación: el principio de sola fide.

El corazón del evangelio

Que los creyentes son justificados solo por la fe (aparte de cualquier obra meritoria que realicen) es sin duda el precepto central de la verdad del evangelio. Es más, comprendida correctamente, la doctrina de la justificación o presupone o hace necesario cualquier otra doctrina cardinal. Por ejemplo, todo aspecto de la encarnación de Jesús es esencial para un entendimiento apropiado de cómo los creyentes son justificados, porque Cristo debía ser tanto verdadero Dios como verdadero hombre para ser tanto nuestro gran sumo sacerdote como el sacrificio perfecto por nuestro pecado (He 2:10-18). “Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre” (1 Ti. 2:5). No podemos negar la deidad o la humanidad de Cristo y sostener un punto apropiado de vista de la justificación.

Por tanto, la doctrina de justificación no solo es esencial para un correcto entendimiento del evangelio, sino que une a todas las demás verdades cardinales. Juan Calvino habló de la justificación como la articulación principal de toda religión. Martín Lutero afirmó que es la doctrina por medio de la cual la iglesia se levanta o se cae.

El apóstol Pablo tenía claramente una perspectiva similar. Su afecto por la doctrina de la justificación era evidente, porque la trae al frente y al centro cada vez que trata con asuntos doctrinales. En cada una de sus epístolas del Nuevo Testamento explica esta doctrina, la defiende, la define, la ilustra o, de otro modo, le da un alto nivel de prominencia.

Que los creyentes son justificados solo por la fe (aparte de cualquier obra meritoria que realicen) es sin duda el precepto central de la verdad del evangelio

No sorprende. Pablo conocía, por amarga experiencia, la inutilidad del legalismo farisaico y la esclavitud espiritual sin esperanza que fomentan todas las religiones basadas en obras. El apóstol había llegado a deplorar el ascetismo y los preceptos de confección humana. Esa marca de “espiritualidad” está diseñada para dar la apariencia, pero no la realidad, de la santidad. Invariablemente coloca a los seguidores bajo un régimen de restricciones que declara: “No manejes, ni gustes, ni aun toques (en conformidad a mandamientos y doctrina de hombres), cosas que todas se destruyen con el uso” (Col. 2:21-22). Pablo asevera que “tales cosas tienen a la verdad cierta reputación de sabiduría en culto voluntario, en humildad y en duro trato del cuerpo; pero no tienen valor alguno contra los apetitos de la carne” (2:23).

Cuando los falsos maestros llegaron a Galacia y comenzaron a presionar a los creyentes con ese estilo de legalismo, sin duda afirmaron que las costumbres ceremoniales y dietéticas judías eran necesarias para la auténtica santidad. Seguramente habrían citado textos del Antiguo Testamento en que se ordenaba la circuncisión, varios tipos de abstinencia y otras observaciones simbólicas y sacerdotales. Por tanto, parecía que tenían apoyo bíblico para sus doctrinas. Sin embargo, al resucitar los tipos y las sombras de la vida del antiguo pacto y hacerlas características obligatorias de la vida de la iglesia, intentaban que los creyentes del nuevo pacto cargaran un yugo de esclavitud que Cristo ya había eliminado. Y en el proceso corrompían fatalmente el evangelio. Pablo describió la doctrina de ellos como “un evangelio diferente” (Gá 1:6); un “evangelio diferente del que les hemos anunciado” (1:8-9).

Un anatema apostólico

En consecuencia, Pablo escribió una epístola que debía circular primero entre las congregaciones de Galacia, y que tenía un propósito claro: defender el evangelio contra un mensaje legalista. Se trata de una defensa poderosa. La profundidad de la preocupación de Pablo se ve en la prontitud con que llega al punto. A diferencia de sus demás epístolas, el apóstol no comienza con palabras de elogio o aprecio por los miembros de esas iglesias. Después de identificarse y de un sencillo saludo en que alaba a Dios (1:1-5), lanza una reprimenda (Gá 1:6-12), en la que destaca: “Pero si aun nosotros, o un ángel del cielo, les anunciara otro evangelio contrario al que les hemos anunciado, sea anatema”.

No podemos negar la deidad o la humanidad de Cristo y sostener un punto de vista apropiado de la justificación

La frase “sea anatema” (“que caiga bajo maldición”, NVI) es una sola y terrible palabra en el texto griego: anáthema. Bajo la inspiración del Espíritu Santo, Pablo pronunció condenación sobre todo aquel que predicara un evangelio diferente. Y, en este contexto, el falso evangelio que le preocupaba es el legalismo de aquellos que mezclaban la idea de obras meritorias con la fe en Cristo, como condición previa para la justificación, haciendo por tanto de la propia obediencia legal del pecador un requisito para obtener salvación.

Nuevamente, estos legalistas sin duda afirmaban (y quizás neciamente creían) que estaban promoviendo santidad. En realidad, socavaban la verdadera santificación de los creyentes en Galacia y promovían una falsa noción de lo que implica santidad.

Los legalistas parecían creer que el principio de sola fide (La fe sola) era hostil a la santidad. En Romanos 6, Pablo mismo reconoce lo fácil que sería para un pensador descuidado o superficial llegar a esa conclusión: “¿Qué diremos, entonces? ¿Continuaremos en pecado para que la gracia abunde?” (v. 1). “¿Entonces qué? ¿Pecaremos porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia?” (v. 15).

Bajo la inspiración del Espíritu Santo, Pablo pronunció condenación (anatema) sobre todo aquel que predicara un evangelio diferente

Sin embargo, rápida y enfáticamente Pablo refuta dichas sugerencias: “¡De ningún modo!” (v. 15). “¡De ningún modo! Nosotros, que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (v. 2). “y habiendo sido libertados del pecado, ustedes se han hecho siervos de la justicia” (v. 18). Para el apóstol, la doctrina de justificación por fe es un poderoso incentivo para buscar santidad.

La preocupación de Pablo por los gálatas era doble. En primer lugar, le preocupaba en gran manera que los gálatas se hubieran alejado tan fácilmente de la claridad y simplicidad del verdadero evangelio que él mismo les había anunciado (Gá 1:6). Pero, además de eso, al apóstol le preocupaba profundamente la santificación de ellos. Se estaban descarriando, al ser atraídos a una forma farisaica de externalismo estricto. Se estaban sometiendo a la misma amenaza de condena de la que habían sido redimidos, y estaban adoptando un sistema que fomentaba el fariseísmo, por lo que perdían el objetivo de la verdadera semejanza a Cristo.

Esa preocupación es la que provocó el lamento de Pablo: “Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto hasta que Cristo sea formado en ustedes” (Gá 4:19).

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