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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro La verdad sobre el señorío de Cristo (Grupo Nelson, 2012), por John MacArthur.

En el evangelio, el arrepentimiento no es una obra más meritoria que su contraparte, la fe. Es una respuesta interior. El arre­pentimiento genuino le suplica perdón al Señor, le entrega la carga del pecado y el temor del juicio y del infierno. Es la actitud del publicano que temeroso de mirar hacia el cielo, se golpea el pecho y clama: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lc. 18:13 RV60).

El arrepentimiento no es meramente la reforma del comportamiento. Sino porque el arrepentimiento verdadero implica un cambio de parecer y propósito, inevitablemente da como resultado un cambio de comportamiento.

Tal como la fe, el arrepentimiento tiene ramifica­ciones intelectuales, emocionales, y volitivas. Louis Berkhof describe el elemento intelectual del arrepen­timiento como “un cambio de visión, un reconoci­miento del pecado como implicación de culpabilidad personal, desgracia y desamparo”.

El elemento emo­cional es “un cambio de sentimiento, manifestado en pesar por el pecado cometido contra un Dios santo”. El elemento volitivo (voluntad) es “un cambio de propósito, un viraje alejándose del pecado, y una disposición para buscar perdón y purificación”.

El arrepentimiento es una respuesta de la persona integral; por consiguien­te, algunos hablan de ello como rendición total. En la parábola del hijo pródigo, la respuesta del padre ilustra el amor de Dios hacia un pecador penitente y el poder de la confesión.

El amor de Dios hacia el pecador

Aun mientras el muchacho está todavía lejos, el padre le ve (lo que significa que el padre nunca dejó de buscarlo). Por eso fue que “corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lc. 15:20). El tiempo del verbo indica que le besó repetidas veces. Esto es tierna misericordia. Esto es perdón y compa­sión. Este es un padre tratando al hijo como si no hubiera pasado nada, como si sus pecados hubieran sido enterrados en los abismos más profundos del mar, alejados como el este del oeste, y olvidados. Esto es afecto sin límites, amor incondicional.

El arre­pentimiento genuino le suplica perdón al Señor, le entrega la carga del pecado y el temor del juicio y del infierno

La respuesta del padre es notable. No hay insegu­ridad. No hay vacilación. No hay emociones refrena­das, ninguna frialdad sutil. Hay solo amor compasivo, ansioso, puro, desenfrenado. El padre ama a su capri­choso hijo de manera esplendorosa. Le ama profusa­mente. Le ama de forma grandiosa.

El poder de la confesión

El hijo parece conmocionado por esto. Comienza el discurso que había ensayado: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser lla­mado tu hijo” (v. 21).

Es casi como si no pudiera mane­jar el afecto tierno de su padre. Le consume su sentido de falta de mérito. Se encuentra en la agonía de la humillación profunda. Está completamente conscien­te de la seriedad de su pecado. Después de todo, se había rebajado hasta a comer con cerdos. Ahora, al ser bañado con los besos de un padre amoroso solo ha aumentado su sentido de vergüenza absoluta.

El arrepentimiento verdadero implica un cambio de parecer y propósito; inevitablemente da como resultado un cambio de comportamiento

La gracia del padre era, si cabe, aún más humi­llante que la consciencia del hijo pródigo de su propio pecado. El joven sabía en su corazón que era comple­tamente indigno. De modo que confesó: “ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Pero aquí estamos preocupados primordialmente por la respuesta del padre. Advierta que él no respon­de a la vacilación del hijo:

“Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor ves­tido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse”, Lucas 12:22–24, RV60.

No presta atención a la confesión del joven. Solo man­da a sus siervos que inicien la celebración. Cubre al hijo pródigo de favores. Le da la mejor túnica. Le pone un anillo en su mano. Le da sandalias para sus pies. Y manda a matar al mejor becerro.

Por supuesto que hay mucho más que pudiera decirse acerca de esta parábola. Hay lecciones espiri­tuales enriquecedoras para ser sacadas de la naturale­za del arrepentimiento del pródigo, la respuesta del hermano mayor, y muchos otros aspectos de la pará­bola.

Reflexión final

Pero el punto que nos interesa aquí es cómo mos­tró Jesús el amor de Dios hacia un pecador penitente. El amor de Dios es como el amor de ese padre. No se aminora, es incondicional. Es incontenible. Exorbi­tante. No se otorga con moderación. No tiene retroce­so, simplemente amor puro, sin ningún resentimiento o falta de afecto. El padre recibe al hijo como un hijo privilegiado, no como un siervo de bajo nivel.

Sobre todo, el amor del padre fue un amor incon­dicional. No disminuyó por la rebelión del hijo. A pesar de todo lo que este joven había hecho para merecer la ira de su padre, el padre respondió con amor incontenible. Aunque el joven quizá no se había dado cuenta de esto mientras languidecía en el país lejano, él no podía ser separado de un padre tan amo­roso. Aun sus grandes pecados finalmente no lo podían separar del amor de su padre.

Nuestro Padre quiere que nosotros regresemos y confesemos, porque Él nos espera con los brazos abiertos.


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