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Jeremías 42-44 y 1 Tesalonicenses 1-2

“… Y todo el pueblo que moraba en la tierra de Egipto, en Patros, respondieron a Jeremías: “En cuanto al mensaje que nos has hablado en el nombre del Señor, no vamos a escucharte, sino que ciertamente cumpliremos toda palabra que ha salido de nuestra boca, y quemaremos sacrificios a la reina del cielo, derramándole libaciones, como hacíamos nosotros, nuestros padres, nuestros reyes y nuestros príncipes en las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén. Entonces teníamos bastante alimento, prosperábamos y no veíamos mal alguno. Pero desde que dejamos de quemar sacrificios a la reina del cielo y de derramarle libaciones, carecemos de todo, y por la espada y por el hambre hemos sido acabados”
(Jeremías 44:16-18).

Todos anhelamos ser felices y nos quejamos cuando sentimos que esa felicidad soñada no está presente. Pareciera que la felicidad es escurridiza y se espanta ante la presencia de ciertas personas o circunstancias. Algunos pueden culpar al gobierno, a la economía, a su salud, a sus padres y esposos, o hasta a sus hijos por su falta de felicidad. Para mí es bastante claro que la felicidad no es un bien que es repartido únicamente bajo determinadas condiciones y solo bajo la venia de determinadas instituciones, sino que la felicidad es un bien de disfrute universal entre todos los hombres y mujeres de nuestro pequeño planeta azul.

La tan mentada felicidad tiene tantas distintas manifestaciones como culturas en el mundo existen, o podríamos decir como seres humanos en el mundo existen, ya que cada uno de nosotros espera, expresa, siente, y disfruta la felicidad de distintas maneras. Por tanto, puedo concluir que un ideal particular de felicidad está en los corazones de todos los seres humanos.

Por ejemplo, nos quejaremos por no tenerla, disertaremos sobre ella, creeremos haberla encontrado o haberla perdido, pero nunca nos será indiferente hasta el punto de decir: “no me importa ser feliz o infeliz”. Ahora, la felicidad tampoco es tan superficial como solo sonreír y pasarla “bien”. Es verdad que algunos pueden tener esos “momentos” de felicidad superficial, pero sabemos que no llenan los anhelos del corazón. Por eso creo que ser feliz es poder encontrar un estilo de vida particular que nos ayude a mantener su llama permanentemente encendida entre nosotros.

Entre los que nos consideramos cristianos también existe una fuerte búsqueda por la tan ansiada felicidad. No es la felicidad egoísta o materialista del mundo, pero también tiene sus propios parámetros y características. Lamentablemente, existe un bombardeo de invitaciones a diferentes tipos de “felicidad” que nos desorientan y confunden, dejándonos el sentimiento encontrado de no saber si la felicidad es un televisor de no sé cuántas pulgadas en mi habitación, o uno más sencillo y más barato que me permita usar la diferencia del precio para ayudar a otros más desfavorecidos. ¿Me hará más feliz gastarlo todo en mí, o compartirlo con los demás? No saber establecer los parámetros bíblicos y espirituales de nuestra felicidad ha hecho que exista toda una generación de cristianos cuya dosis de felicidad les es esquiva. En el ambiente en que se desenvuelven hay como un permanente desaliento y el olor húmedo y tibio de lágrimas siempre derramadas que no logran ser consoladas porque no tienen “todo” lo que quieren para ser realmente felices tal como el mundo entiende la felicidad.

Muchas veces perdemos de vista nuestra felicidad cuando consideramos sin importancia el lugar de dónde nos sacó el Señor.

¿Cómo puedo ser verdaderamente feliz como cristiano? Algunas humildes sugerencias:

1. Nunca confundamos la futilidad de la vida con la felicidad de la vida. Algo fútil es algo sin importancia, algo que no vale la pena. Muchas veces perdemos de vista nuestra felicidad cuando consideramos sin importancia el lugar de dónde nos sacó el Señor y las consecuencias de nuestros propios actos presentes. Los judíos que dijeron las palabras arriba mencionadas eran refugiados en Egipto después de la destrucción de Jerusalén por parte de Nabucodonosor. Al parecer, su mala memoria les jugaba una mala pasada (como a sus antepasados en el Éxodo, que olvidaron en el desierto su vida miserable como esclavos, para quejarse delante de Moisés).

Esta nueva generación había vivido largos años de quebrantos, desventuras, y malas decisiones, pero parece que todo lo olvidaron con rapidez. Por eso, recordar de dónde nos sacó el Señor, es recordar el precio que el Señor Jesucristo pagó por nuestra redención y también los pagos en cuotas que nosotros hicimos para poder estar en donde estamos y lograr lo que hemos logrado. Sin arrepentimiento, perdón, y redención no hay posibilidad futura de felicidad. Además, anhelar la felicidad es reconocer su delicadeza.

Una desorientación, una decisión imprudente no pensada, el creer que merecemos algo porque sí o sin pensar en las consecuencias, son errores que pueden hacer que la felicidad se esfume de nuestras manos. Buscar la felicidad en nuestras vidas es importante porque el Señor nos amó hasta el punto de levantarnos de la muerte. Jesucristo nos demostró que valía la pena darlo todo por nosotros. Muchos consideran que vivir la felicidad es no tomarse la vida “tan a pecho”, rebajarle el valor a las cosas, estar menos aprehensivo, o con menos expectativas. O sea, hacer nuestra vida más trivial. Sin embargo, la felicidad es un bien que solo aparece en medio de las cosas importantes que valen la pena, o diciéndolo de otra manera, que valen la felicidad de tenerlas. Podrá sonar antagónico, pero la felicidad es tomar la vida con seriedad. Para nosotros es reconocer el precio que Jesucristo pagó por nuestra redención y vida nueva. Felicidad no es futilidad.

La felicidad es tomar la vida con seriedad. Para nosotros, es reconocer el precio que Jesucristo pagó por nuestra redención y vida nueva.

2. Nunca confundamos facilidad en la vida con felicidad en la vida. Alcanzar la felicidad no es tan fácil como cambiar una vocal a una palabra, pero muchas veces basta un detalle para cambiar un día soleado en una verdadera tormenta. Ser feliz es ser consecuente con nuestros compromisos. Es llegar a ser dignos de confianza ante Dios, los demás, y nosotros. Por ejemplo, Felipe (el de Mafalda) es de los tipos fáciles pero infelices. Este personaje de tira cómica vive la angustia de no cumplir con sus deberes, de vivir soñando, para luego chocarse frontalmente a 100 km/hora con la realidad de las obligaciones incumplidas.

Vivimos los tiempos de la “ley del mínimo esfuerzo”, de la absoluta superficialidad, y del más profundo egoísmo. Esto hace difícil entender que la verdadera felicidad está vinculada al cumplimiento, al sacrificio, a la negación. Los héroes ya no son hombres sacrificados y tenaces, fieles a pesar de todo. Más bien son déspotas, gente que siempre se sale con la suya, absolutamente egocéntricos… e ilusoriamente felices.

Justamente, los judíos del texto de nuestro encabezado, en el momento en que se encontraron muy lejos de su tan ansiada felicidad, recurrieron al Señor (como lo hacemos todos nosotros) y le dijeron a Jeremías: “Sea o no sea de nuestro agrado, obedeceremos a la voz del Señor nuestro Dios, a quien te enviamos a consultar. Así, al obedecer la voz del SEÑOR nuestro Dios, nos irá bien” (Jer. 42:6 NVI). Pero como todos nosotros, a la hora de la verdad se negaron a pagar el precio por la verdadera felicidad que es producto de la obediencia sacrificada al Señor. Pusieron la mayor cantidad de excusas para desobedecer: “… le respondieron a Jeremías: ¡Lo que dices es una mentira! El SEÑOR nuestro Dios no te mandó a decirnos que no vayamos a vivir a Egipto. Es Baruc hijo de Nerías el que te incita contra nosotros, para entregarnos en poder de los babilonios, para que nos maten o nos lleven cautivos a Babilonia” (Jer. 43:2-3 NVI).

Nuestra visión como cristianos nos enseña que la felicidad depende de nuestra sincera y valiosa relación con Dios.

Al final, muchos de nosotros terminamos haciendo lo opuesto a lo que el Señor nos demanda, como lo hicieron los contemporáneos de Jeremías: “y contrariando el mandato del SEÑOR se dirigieron al país de Egipto… ” (Jer. 43:7). El resultado será que la facilidad de hoy es la garantía de la infelicidad futura. La felicidad es un bien que se trabaja, que se construye, que se levanta con esfuerzo, pero que siempre rinde sus frutos de bienestar al final de la jornada.

3. Nunca confundamos vivir en falsedad con vivir en felicidad. Muchos se dibujan una sonrisa en la cara para simular su falta de felicidad e ingenuamente consideran que quizás engañando a los demás pueden llegar a engañarse a sí mismos. Definitivamente, la falsedad nunca nos llevará a la felicidad. Además, nuestra visión como cristianos nos enseña que la felicidad depende de nuestra sincera y valiosa relación con Dios. Esta no es amorfa y subjetiva. En cambio, es objetiva y personal. Objetiva porque Dios ha establecido claramente lo que debemos hacer; personal porque responde a los requerimientos de un Dios personal que espera un trato personal.

Lo primero que hizo el Señor al presentarnos las buenas noticias de salvación en Cristo fue mostrarnos lo lejos que estábamos de Él, lo muertos que estábamos en nuestros delitos y pecados, lo endurecido de nuestros corazones, lo terrible de nuestra separación de Dios. No nos dijo que eso era fácil de resolver con cuatro pasos y buena voluntad. No, nos dijo que era imposible para nosotros acercarnos a Él, que solo la muerte de su propio Hijo lo haría posible. Solo rindiéndonos al Salvador quebrantado y molido por nuestros pecados pudimos renacer a una vida completamente nueva. El Señor nunca nos engañó para hacernos sonreir. Por el contrario, solo la verdad nos pudo dar una felicidad duradera.

Los judíos del tiempo de Jeremías confundieron e intercambiaron buenas intenciones con obediencia a la Palabra de Dios, e ídolos impersonales (hechos por humanos) con el Dios creador y personal. Con un mapa tan mal trazado, era imposible hallar el camino a la felicidad porque no puede haber relación con Dios sin antes escuchar a Dios. Y esta frase lastimera ya el Señor la ha repetido una y otra vez: “Una y otra vez les envié a mis siervos los profetas, para que les advirtieran que no incurrieran en estas cosas tan abominables que yo detesto… pero ellos no escucharon ni prestaron atención… Y ahora, así dice el SEÑOR, el Dios Todopoderoso: ¿Por qué se provocan ustedes mismos un mal tan grande? ¿Por qué provocan la muerte de la gente de Judá, de hombres, mujeres, niños y recién nacidos, hasta acabar con todos?” (Jer. 44:4-7 NVI).

El Señor nunca nos engañó para hacernos sonreir. Por el contrario, solo la verdad nos pudo dar una felicidad duradera.

No se puede vivir en falsedad y en felicidad al mismo tiempo. Como vimos en la lectura inicial, los judíos se negaron a escuchar a Dios para escuchar a sus dioses (cuyas voces, para alegría de todos ellos, eran la de ellos mismos). Aceptaron falsedad por felicidad, y esta última no se pudo quedar entre ellos porque la verdadera felicidad es fiel a la veracidad.

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Necesitamos entender que la felicidad empieza con fe. ¿Notas cómo “licidad” no significa nada sin la “fe” inicial? Solo cuando la “fe” está al principio, entonces el término cobra sentido. ¿De qué se trata la fe? Pues se trata de conocer y creer la Palabra de Dios, cumpliendo sus ordenanzas, siguiendo con fidelidad a Aquel que es sumamente fiel, buscando llegar a ser una persona digna de su confianza. El resultado: la tan ansiada y esquiva fe-licidad.

El apóstol Pablo era feliz con sus discípulos de Tesalónica porque ellos estaban viviendo un verdadero cristianismo que los llevaba a ser verdaderamente felices. Él les dice: “Los recordamos constantemente delante de nuestro Dios y Padre a causa de la obra realizada por su fe, el trabajo motivado por su amor, y la constancia sostenida por su esperanza en nuestro Señor Jesucristo” (1Ts. 1:3 NVI). C.S. Lewis, el gran escritor inglés, señalaba que el término cristiano se ha convertido en una palabra inútil porque se le ha generalizado y refinado tanto que es sólo una opinión y no una descripción. “¿Cómo sabes que yo no soy cristiano? ¿Qué tanto has hecho por Dios para llamarte cristiano? ¿No te das cuenta de que ‘todos’ somos cristianos?”. Al parecer, el término se ha alargado tanto que ha llegado a ser incapaz de caracterizar a alguien de una manera distintiva. Por eso, ahora que hablamos de la fe, quisiera referirme a tres conceptos sumamente claros que resaltan objetivamente a los cristianos y que nos ayudarán a distinguir el camino que va a la fe-licidad:

1. Las obras de la fe. Nuestro creer debe tener pruebas evidentes de utilidad en nuestras vidas. El no poder demostrar con hechos palpables el poder de nuestra fe ha permitido que durante siglos, hombres sin Dios se llenen la boca afirmando que la fe es el refugio de los débiles y el nido de las culpas sin sentido. ¿Cuáles son los resultados de tu declarada confianza en Dios? ¿Gozas de fe-licidad personal producto de tu obediencia al Señor?

Ser cristianos nos hace trascender a lo meramente temporal para cobijarnos en las expectativas eternas.

2. El trabajo motivado por el amor. Una y otra vez, el Señor nos invita a no amar “de palabra ni de lengua” sino con “hechos y en verdad”. El amor es la base de toda acción cristiana y es un trabajo porque demanda una obligación, genera un resultado productivo, y tiene un costo. Ese es el amor con todas las fuerzas del más grande mandamiento, y la búsqueda del bienestar del prójimo de la ordenanza que le sigue. ¿Cuál es el trabajo en que estás gastando el amor que Dios ha derramado en tu corazón? ¿Has conseguido hacer fe-lices a los que te rodean?

3. Constancia sostenida por la esperanza. Ser cristianos nos hace trascender a lo meramente temporal para cobijarnos en las expectativas eternas. No nos hace tener una actitud cobarde (como el avestruz que esconde la cabeza ante el peligro), pero sí una actitud de resistencia a los embates de la vida, ya que el Señor regresará por segunda vez. Mientras el Señor no regresa, nos mantenemos firmes en lo que nos dejó encargados e invitamos a otros a esperar con nosotros su glorioso retorno. Sabemos que este mundo y sus deseos son temporales. Reconocemos nuestra propia temporalidad y anhelamos una patria celestial. ¿Cuáles son los grandes cambios en tu vida que demuestran la seguridad de tu esperanza? ¿Tu fe-licidad depende únicamente de este mundo, de tus bienes y logros temporales, o también de tus esperanzas eternas?

Para resaltar nuestro cristianismo tenemos que empezar por desear el ser diferentes en una felicidad que no siga los lineamientos que nuestras egoístas culturas nos invitan a seguir. Por eso, termino esta larga reflexión con una frase magistral del maestro C.S. Lewis: “Podemos estar contentos [felices] de permanecer siendo lo que llamamos ‘gente del montón’; pero Cristo está determinado a ejecutar un plan muy diferente. Desistir de tal plan no es humildad; es pereza y es cobardía. Someternos a tal plan no es presunción ni megalomanía; es obediencia”.

La verdadera felicidad empieza con fe.


Imagen: Lightstock.
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