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La nación de Israel es uno de los temas controversiales entre la comunidad evangélica. Para muchos, esta nación moderna que nació en 1948 es principalmente un tema teológico, del cumplimiento de las promesas de Dios a Su pueblo. Para muchos otros, el Israel moderno es también (¿principalmente?) un tema político, y de mucha importancia.

En ambos casos, tanto en el ámbito teológico como en el político, las personas difieren sobre los hechos históricos; pero a la vez, el hecho de ser un tema marcado por los sufrimientos de al menos dos pueblos, el israelí y el palestino, dificulta poder tener una discusión constructiva e imparcial. Por esta razón, la tendencia es preferir evitar el tema por completo, pensando que para nosotros no es posible marcar una diferencia significativa.

Aunque entiendo de dónde viene este sentimiento de querer evitar hablar sobre la realidad actual en Israel, es lamentable que los cristianos piensen así. En la primera semana de este año 2018 hice mi decimoquinta visita a Israel desde el 2014. Con cada visita que hago, me convenzo más de la invaluable diferencia que los cristianos, como iglesia, pueden marcar.

¿Por qué Israel?

Así como el refrán que “todos los caminos conducen a Roma”, para muchas personas, todos los conflictos conducen a Israel. Esto no quiere decir que Israel sea la raíz de todos los conflictos del planeta, sino más bien, al ser uno de los lugares más sagrados y significativos para las tres religiones más influyentes del mundo —el judaísmo, el cristianismo, y el islamismo—, muchos de los eventos globales giran alrededor de las condiciones y tensiones políticas y religiosas que existen en ese pedacito de geografía (tan pequeño como el estado de Nueva Jersey en Estados Unidos).

Además, desde su nacimiento a mediados del siglo XX, Israel no ha cesado de tener conflictos con sus países vecinos, particularmente con los palestinos, y por esa discordia ha tenido múltiples conflictos con el mundo occidental. A pesar de que los países más poderosos del mundo se han involucrado en las negociaciones de paz, no se ha logrado un acuerdo exitoso. Y probablemente nunca se logrará, por la razón que expondré a continuación.

Inmediatamente después de haber sido declarado un estado independiente, al nuevo estado judío se le declaró la guerra. Israel fue rodeado por 5 países árabes: Jordania, Egipto, Líbano, Irak, y Siria; esta última con el apoyo militar de Sudán, Yemen, y Arabia Saudita. Por encima de las dudas y del consejo del Departamento de Estado de los EE. UU. y su Agencia Central de Inteligencia, la cual decía que el estado judío no sería capaz de resistir el inevitable ataque árabe, Israel ganó.

Los israelíes conmemoraron el momento histórico como su independencia nacional. Sus contrapartes árabes, en cambio, lo conmemoraron como el Nakba, traducido como “la catástrofe”. Por un lado, este hecho aparenta ser una profecía cumplida, un milagro moderno. Recordemos que los judíos regresaron a su tierra natal después que fueron expulsados por los romanos en el año 135 de la era cristiana, seguido por dos mil años de persecución y casi aniquilación total a manos de Hitler, a finales de la Segunda Guerra Mundial. Para otros, sin embargo, Israel es una maldición más, la raíz de mucho sufrimiento en el Medio Oriente.

El conflicto, al igual que la historia de Israel, no es exclusivamente una lucha entre israelíes y árabes, es una guerra de narrativas. Narrativas que, lamentablemente, han competido por ganarse el lugar de la víctima, en vez de el lugar del villano.

Desde entonces, como dijo el destacado historiador Israelí Michael Oren, “Las grandes guerras en la historia, eventualmente se convierten en grandes guerras sobre la historia”.[1] La implicación es que la respuesta al conflicto no es tan fácil; no se trata simplemente de tener todos los hechos y los argumentos correctos. El conflicto, al igual que la historia de Israel, no es exclusivamente una lucha entre israelíes y árabes, es una guerra de narrativas. Narrativas que, lamentablemente, han competido por ganarse el lugar de la víctima, en vez de el lugar del villano. Por lo cual, la narrativa mayormente se ha caracterizado por acusaciones malévolas, antisemitismo, y teorías de conspiración contra los judíos, y por el otro lado el odio hacia los árabes, deseos de venganza, y amargura. Los medios de comunicación, en su mayoría, solo han echado más leña al fuego.

¿Y qué de la Iglesia en todo esto?

Aun así, creo que la Iglesia puede ser de mayor ayuda. Somos la Iglesia de Dios. Y como el cuerpo de Cristo, siendo Él la cabeza y en quien todas las cosas “subsisten” (Col. 1:17, RV60), no podemos darnos el lujo de permanecer en silencio sobre tales asuntos.

Como Iglesia, creemos, de manera unánime, que ningún hecho histórico sucede fuera del alcance y la soberanía de Dios. Puede que sea el hombre quien toma sus propias decisiones, pero es Dios quien “dirige sus pasos” (Pr. 16:9). O sea, Él no está sentado en su trono de manera neutral e indiferente mientras se desarrollan los asuntos del mundo. Independientemente de si percibimos que nos favorece o no, Dios tiene un propósito, y de su Iglesia se espera escuchar una respuesta a la luz de su Palabra.

Esto no quiere decir que la Iglesia debe involucrarse en la política. De hecho, lo mejor que la Iglesia puede ofrecer en los conflictos, particularmente el israelí-palestino, es ser la Iglesia, en su llamado particular de proclamar el evangelio y hacer discípulos.

La iglesia y su papel particular

El diplomático cristiano libanés y expresidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas, Carlos Malik, declaró en su obra Christ and Crisis (Cristo y crisis) que “de la crisis con Dios dependen todas las demás crisis”. Es decir que, desde el escritorio de un político designado a presidir sobre los asuntos internacionales surge la firme convicción de que cuando los hombres reconocen a Dios y le obedecen, estos comienzan a abordar el profundo problema de donde derivan todos los demás problemas. “Cuando Dios sea conocido y amado”, dijo Malik, “los problemas políticos, las necesidades económicas […] se arreglarán por sí mismas”.

Un cristiano puede involucrarse en la política, pero no debe perder de vista, así como Malik, que los conflictos del mundo son el fruto del conflicto entre Dios y los hombres. Y, ¿quién mejor que la Iglesia para mostrar la raíz de este gran conflicto?

A la Iglesia le fue dado “el ministerio de la reconciliación” (2 Co. 5:18). Su predicación lleva al arrepentimiento y a la fe, causando convicción de pecado entre los más pequeños pueblos y los más grandes poderes y principados del mundo, sometiéndolos bajo el temor de Dios. Cabe mencionar que solo ella comparte la mente y corazón de Cristo en cuestiones de justicia y libertad. Es decir, ella no busca “sus propios intereses, sino más bien los intereses de los demás” (Fil. 2:4).

Pertenecer a la iglesia no es una excusa para ser inactivos ante los asuntos del mundo, sino el incentivo para traer a tales asuntos su única solución: el evangelio.

Estas características posicionan a la iglesia para poder escuchar y analizar todas las narrativas a la luz de la Gran Narrativa de Dios, que es el evangelio. Ella puede desviar el enfoque predominante de víctima o villano, a su único héroe: Jesucristo. ¿Qué tal si, en cambio, la conversación actual se desarrolla de manera diferente? En torno al arrepentimiento y la reconciliación, en vez de en torno al odio; misericordia, en vez de venganza; perdón, en vez de amargura, reconociendo que estos males son frutos de un problema mayor con Dios.

En otras palabras, la única alternativa no debiera ser elegir entre a quién amar, si a los judíos o a los árabes, a la luz de los hechos difíciles de reconciliar, sino amar a ambos pueblos, honrando el imago dei que mora en cada uno.

¿Deben los cristianos estar al tanto de los conflictos de la nación de Israel? ¡Claro que sí! Y añado que deberían orar y, dentro de lo posible, involucrarse en las conversaciones con respecto a sus conflictos. Pertenecer a la Iglesia no es una excusa para ser inactivos ante los asuntos del mundo, sino el incentivo para traer a tales asuntos su única solución: el evangelio.

Cada cristiano entiende que la paz completa no vendrá hasta que el Príncipe de Paz regrese, pero, como dice mi buen amigo y fundador de Philos Project, Robert Nicholson, aun así, podemos “asumir la responsabilidad de promover Su espíritu en este siglo presente”. De lo contrario, el futuro de los pueblos permanecerá en manos de personas que no comparten el mismo “sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:5, RV60).


[1] Michael Oren, “Did Israel Want the Six Day War?,” Azure (Spring 1999), P. 47.
Imagen: Lightstock
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