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En estos días un par de verdades que el apóstol Pablo enseña en sus cartas han estado en mi mente y corazón. He meditado en estos textos y los he compartido con mi familia, con hermanos, y amigos. Personalmente, confieso que he sido edificado, confrontado, y animado por el Señor por medio de estos pasajes.

Uno de ellos está en Romanos 14:8: “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (RV60*).

Este conocido pasaje es incluso un precioso himno que se canta en las iglesias. Con mucha razón es fuente de esperanza para el pueblo cristiano. Los creyentes somos de Él en vida y en la muerte. ¡Qué bendita esperanza!

El otro pasaje también es conocido, y está en 1 Corintios 6:19: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros?”.

En esta ocasión, Pablo nos recuerda que los creyentes somos el templo del Espíritu Santo, no solo porque Él habita en nosotros, sino porque le pertenecemos a Dios. Pero esta verdad, se complementa por otra de igual importancia: “No sois vuestros”. Es decir, los creyentes no nos pertenecemos. No somos de nosotros. Además, eso de “¿o ignorais?” también es como decirles: “ustedes saben muy bien”. Con el fin de ser enfático, lo que Pablo les dice a los corintios también se puede expresar así: “Ustedes saben muy bien que no se pertenecen”.

Ahora bien, la idea que subyace a estas dos declaraciones es la de la redención. En ambos pasajes, y en especial en el de Corintios, el concepto detrás de estas afirmaciones es el hecho de que fuimos redimidos. El lenguaje de la redención es la base y lo que da forma al argumento de Pablo: somos de Dios y no nos pertenecemos, precisamente porque Él nos compró. Somos siervos del Señor y no somos nuestros.

No separemos ambas verdades

Creo que los cristianos decimos “amén”, y con entusiasmo, a la verdad de que somos de Él. Estamos persuadidos y celebramos que es así. Sin embargo, creo que con la otra verdad, “no somos nuestros”, no siempre es así. Por lo general, no pensamos ni asociamos en nuestra mente el ser de Dios con que no somos nuestros.

Es decir, la convicción de que ahora le pertenecemos a Cristo no siempre viene acompañada de su realidad gemela: no nos pertenecemos. No siempre las miramos juntas. No deberíamos separarlas, porque la Biblia no lo hace. Debemos tener a ambas presentes precisamente porque es así como se nos presentan en la Escritura. Decir que somos de Cristo y que no nos pertenecemos son las dos caras de una misma moneda. Por lo general, esta última parte no se toma en cuenta.

Este doble sentido del que estoy hablando es bien captado por la respuesta a la primera pregunta del Catecismo de Heidelberg. Pregunta: ¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte? Respuesta: Que yo, con cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel Salvador Jesucristo.

Cuatro implicaciones

Como toda verdad que debe encontrar expresión y aplicación práctica en la vida, esta no es la excepción. Las verdades que la Escritura enseña deben producir una respuesta piadosa. Por eso Juan Calvino llamaba piedad “a una reverencia unida al amor de Dios que el conocimiento de Dios produce”.[1]

El teólogo William Ames, influyente autor puritano, decía que la “teología es la doctrina o enseñanza del vivir para Dios”.[2] Es decir, la verdad y la práctica son inseparables. Por eso, ser del Señor y no nuestros es una realidad que tiene mucha aplicación para la vida práctica. Estas implicaciones son como los efectos que deben producir en el creyente.

A continuación presento cuatro frutos de una vida que se aferra a la gloriosa realidad de que somos de Cristo y no nuestros.

1. La santidad

Este es el sentido más directo del pasaje en 1 Corintios. Pablo exhorta a los creyentes a caminar en santidad, y huir de la fornicación, y la razón es porque Cristo nos compró. Somos de Él y no de nosotros. Nuestros cuerpos, en el sentido más fundamental de la palabra, no nos pertenecen. Por lo tanto no podemos usarlos a nuestro antojo para fines contrarios a los que el Señor ha dispuesto.

En virtud de la cruz, nuestra vida, alma, y cuerpo son de Jesucristo, y no del pecado. Nuestros cuerpos no le pertenecen a la lujuria, ni a la codicia, ni a la ira. No le pertenecemos a la avaricia, a la envidia, ni a la fornicación. Somos de Cristo y no de las pasiones carnales. Somos de Cristo, no de la impiedad. Nuestros ojos no son para la fornicación. Nuestros bocas no son para las mentiras, ni para la murmuración ni el chisme. Nuestros oídos no son para profanidades e inmundicia. Nuestras manos no son para el robo y nuestros pies no son para la maldad.

Por eso, cada vez que seamos tentados, debemos pedirle al Espíritu que nos de el poder para resistir al pecado. Pero también debemos pedirle que nos recuerde y nos de la fe para aferrarnos a la gloriosa verdad de que somos de Cristo y no de nosotros. Somos del Salvador y no de esa pasión pecaminosa que nos arrastra a deshonrar al Señor. Debemos cultivar, meditar, y discernir esa realidad constantemente para que sea como una arma en nuestra lucha contra el pecado. Debemos pensar y tomarnos de la verdad de que Cristo nos compró para que la totalidad de nuestra vida sea consagrada a Él. Somos de Cristo y no del pecado.

2. El servicio

La segunda implicación del hecho de que somos de Cristo y no de nosotros sería lógicamente el servicio. Una vez redimido, un esclavo estaba a merced de su nuevo dueño. El esclavo servía a los intereses de su nuevo amo. Su ocupación era el servicio. La nueva vida de este siervo debía estar consagrada enteramente a su nuevo señor.

El ejemplo más instructivo al respecto nos lo entrega el mismo Señor Jesucristo y lo encontramos en la parábola del siervo inútil en el Evangelio de Lucas:

“¿Quién de vosotros, teniendo un siervo que ara o apacienta ganado, al volver él del campo, luego le dice: Pasa, siéntate a la mesa? ¿No le dice más bien: Prepárame la cena, cíñete, y sírveme hasta que haya comido y bebido; y después de esto, come y bebe tú? ¿Acaso da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no. Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, hicimos”, Lucas 17:7-10.

Uno no deja de inquietarse por la aparente desdicha del siervo o por la rudeza de este señor. Pero lo cierto es que refleja una realidad común de esos tiempos. La parábola del siervo inútil hiere nuestra sensibilidades, no solo porque estamos muy distanciados de los conceptos de esclavitud, sino por el excesivo aprecio por nuestra autonomía. El relato de Lucas 17 establece una verdad que es antinatural, anticultural para nosotros, y contraria a la sociedad moderna. Por eso la sensación de fastidio al leer este pasaje.

Ahora bien, sería un error querer encontrar en el señor del siervo una correspondencia con nuestro Señor. El enfoque del relato tiene que ver con nosotros, no con Cristo. Es decir, aquí nuestro Señor quiere que nos identifiquemos con el siervo y no tanto que lo identifiquemos a Él con el tosco amo. El interés de Jesús es ayudarnos a entender que somos siervos, así como lo es el siervo de la parábola.

Eso es lo que el Señor nos dice: somos de Él y debemos servir a sus intereses. Debemos servir a la causa del evangelio. Debemos servir a su Iglesia (empezando con la iglesia local) y también servir a los hombres en general. Por eso todo creyente siempre debe estar comprometido y sirviendo en su congregación. Un creyente que toma en serio esto nunca despreciará el servicio ni lo estimará como algo opcional.

Somos del Señor y Él dice que nuestro llamado es el servicio (Jn. 13:15-17). Para un creyente, el servicio es una obviedad. No deberíamos sorprendernos. Además, si tomamos en cuenta el relato de Jesús, entonces la persona que sirve tampoco debería esperar el reconocimiento de quienes se benefician de su servicio.

Cuando estamos arraigados y confiados en la doble verdad de que somos de Cristo y que no nos pertenecemos, entonces cualquier momento en que se nos llame a servir será ocasión de gozo. No lo veremos como una interrupción de nuestra vida. Nuestra agenda le pertenece al que nos compró. Nuestro tiempo es de Cristo. Confiemos y demos gracias al Dios que usa nuestras vidas para su servicio, para el bien de su iglesia y para su gloria.

3. Confianza en la aflicción

La tercera implicación del hecho de que somos de Cristo y no de nosotros sería la confianza en la aflicción. Si el dueño de un siervo lo lleva a un lugar, este último no cuestionará ni renegará porque entiende que le pertenece. El siervo va a donde decida su amo. El siervo sigue a su señor en la dirección que este crea conveniente.

Si el Señor decreta temporadas de sufrimiento, necesidades, y adversidades, podemos confiar en que así lo ha querido. Si el Señor decide llevarnos por valles de aflicción y penurias, debemos descansar en que esa es su sabia y buena voluntad. Si Él dice que debemos cruzar por la enfermedad y la escasez, entonces lo mejor que haríamos es cruzarlas confiando en su providencia sin queja ni murmuración. Él nos posee y nos llevará a donde Él considere necesario. Confiemos en que Él no nos abandona y que estará con nosotros, porque si sufrimos con Él también seremos glorificados con Él (Ro. 8:17). Como decía el profeta:

“Bueno es el Señor para los que en Él esperan, para el alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor. Bueno es para el hombre llevar el yugo en su juventud. Que se siente solo y en silencio ya que El se lo ha impuesto… antes si aflige, también se compadece según la multitud de sus misericordias”, Lamentaciones 3:25-28,32.

Este pasaje, que reconoce la soberanía divina de Dios al imponer soberanamente aflicción a los suyos, también nos invita a esperar en su misericordia. El autor también nos exhorta a confiar en la bondad de este Señor, quien lleva a los suyos por valles de la aflicción.

El apóstol Pedro es igual de enfático a este respecto. Leamos estos tres pasajes:

  • “Criados, estad sujetos con todo respeto a vuestros amos; no solamente a los buenos y afables, sino también a los difíciles de soportar. Porque esto merece aprobación, si alguno a causa de la conciencia delante de Dios, sufre molestias padeciendo injustamente. Pues ¿qué gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios” (1 Pe. 2:18-20).
  • “Porque mejor es que padezcáis haciendo el bien, si la voluntad de Dios así lo quiere, que haciendo el mal” (1 Pe. 3:17)
  • “De modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y hagan el bien” (1 Pe. 4:19).

Estos pasajes claramente establecen por lo menos tres verdades: primero, que el sufrimiento para los creyentes es algo ordenado por el Señor. Segundo, que Dios aprueba cuando un creyente sufre de una manera piadosa y sin renegar. Y tercero, que podemos encomendar nuestra almas al Señor para así hacer el bien incluso en medio de la aflicción.

Al ser el Señor quien dirige y ordena nuestra vida, podemos descansar en que seremos guiados en la dirección que su sabia providencia decida. Esta consciencia es una linda fuente de consuelo y esperanza. No estamos en manos del diablo, ni del destino, ni de los hombres, sino en las manos de nuestro compasivo Señor. Podemos confiar que le pertenecemos a Cristo, quien decide sabiamente nuestros caminos para nuestro bien y para su gloria.

4. Renunciar a la búsqueda de autonomía

La cuarta implicación de ser de Cristo y no de nosotros, sería una renuncia a esa pretensión moderna de la autonomía. Hoy en día, las nociones de sujeción, de obediencia, sometimiento, y rendición de cuentas no solo son extrañas sino también resistidas y ridiculizadas por el hombre del siglo XXI. Las semillas de la rebelión, del desafío a la autoridad, y de la autonomía fueron sembradas en el huerto del Edén, producto del pecado, y hasta hoy seguimos cosechando de sus frutos.

Pero en la Biblia tenemos una realidad totalmente opuesta. No somos nuestros dioses. Al contrario, en Dios tenemos a un Creador y Redentor quien es el dueño y la máxima autoridad de nuestras vidas. Él nos posee en todo tiempo y en todo lugar. Él ejerce su autoridad y dominio sobre nosotros.

Por otro lado, aunque es cierto que por lo general Dios ejerce su autoridad sobre nosotros por medio de su palabra y su Espíritu, la misma Biblia también añade algo. El Señor también establece otras formas subordinadas de autoridad a las que debemos sujetarnos. El mismo Dios ha colocado a otras figuras de autoridad sobre nosotros a quienes debemos respeto y sujeción, al punto que ignorarlas y desobedecerlas es ignorar y desobedecer al Señor. Nuestros padres, nuestros cónyuges, nuestros jefes, y hasta nuestros pastores son una extensión del señorío que Dios ejerce sobre nosotros.

Además, esa realidad debe tenerse en cuenta, por ejemplo, cuando tomamos decisiones. Muchas de las decisiones más trascendentales que los creyentes toman están basadas en las preferencias personales, en la conveniencia, y en sus impulsos. Eso no solo refleja falta de sabiduría, sino que también contradice la verdad de que somos de Cristo. A la hora de tomar una decisión importante, son pocos los cristianos que buscan discernir la voluntad de Dios por medio de la oración y el consejo de sus líderes.

Escuchemos a Pablo, quien nos tiene mucho que decir al respecto en 1 Corintios. Aquí se nos dan algunos criterios que debemos tomar en cuenta cuando vamos a decidir algo o cuando estamos frente a algo que la Biblia no prohíbe ni manda:

  • “Todas las cosas me son lícitas, mas yo no me dejaré dominar de ninguna” (1 Co. 6:12).
  • “Pero mirad que esta libertad vuestra no venga a ser tropezadero para los débiles” (1 Co. 8:9)
  • “Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ganar a mayor número” (1 Co. 9:19).
  • “Todo me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica” (1 Co. 10:23).
  • “Ninguno busque su propio bien, sino el del otro” (1 Co. 10:24).
  • “No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios” (1 Co. 10:32).

Lo que aquí tenemos es una serie de principios y sabios criterios que debemos observar a la hora de vivir y tomar algunas decisiones. El apóstol nos exhorta a no buscar nuestro propio bien, sino el bien de los demás. Debemos evaluar si las cosas que hacemos son de edificación para nosotros y para los demás. Tomar en cuenta el impacto positivo o negativo de lo que hacemos. Nuestra meta debe ser la edificación de la iglesia y el bien de los hombres. Los creyentes debemos vivir con nuestros ojos mirando al cielo y nuestras manos extendidas a los hombres. Así es como se expresa y se materializa la convicción de que no somos nuestros.

No podemos comprar todo lo que podemos o queremos. No podemos ir a cualquier lugar solo porque se nos antoje. No podemos relacionarnos con una persona solo porque nos sintamos atraídos. El cristiano nunca debería decir: “Es mi vida y hago lo que quiero”. Ni tampoco: “Es mi dinero y lo gasto como quiero”. Porque ninguna de las dos cosa son ciertas.

Al tomar decisiones, debemos hacernos preguntas, como por ejemplo: ¿cómo me edifica esto? ¿Qué dice Dios? ¿Qué creen mis líderes y mentores? ¿Qué le conviene a mi iglesia? ¿Cómo puede contribuir esto a la causa y el testimonio del evangelio? La consciencia de nuestra redención debe llevarnos a renunciar a la búsqueda y pretensión de la autonomía.

Conclusión

Somos de Cristo en cuerpo, alma, y mente. Nuestra vida es del Señor y Él hace según su sabia y buena voluntad. Mientras buscamos aferrarnos a esta verdad, la santidad, el servicio, la confianza en medio de la aflicción, y la renuncia a la autonomía vendrán por añadidura. Somos su posesión y eso es glorioso. No nos pertenecemos.

Confiar en que somos de Él nos preservará de ese sentido de merecimiento tan común hoy, que hace a los hombres arrogantes, exigentes, y los lleva a una constante desilusión. Esta es una dulce convicción que nos librará de esa prisión que supone la obsesión moderna por nuestros derechos. Paradójicamente, cuando nos apropiamos de esta verdad, experimentamos una genuina libertad para amar y servir a Dios.

Al aferramos continuamente a la realidad de que no nos pertenecemos, entonces la esperanza, el consuelo, la paz, y el gozo serán nuestros fieles compañeros. “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (Ro. 14:8). No somos nuestros. ¡Qué dicha!


* Todos los pasajes están en Reina-Valera 1960.

1. Espiritualidad puritana y reformada, Joel Beeke, p. 2

2. La médula de la divina teología, William Ames, p. 22


Imagen: Unsplash.
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