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Sufría cada vez que en la clase de educación física el profesor elegía a dos compañeros para que fuesen capitanes de equipo (generalmente de fútbol). A ellos les tocaba escoger de entre el resto de nosotros, sus compañeros, los que habrían de formar parte de su equipo.

Yo era el gordito, sí, ese que quizá cae bien pero que probablemente nadie querría en su selección, y en efecto, era generalmente el último en ser elegido para formar parte del equipo.

Además de ser el gordito que siempre era elegido de último, era malísimo en deportes: una situación en mi temprana infancia provocó que mi motricidad en general quedara dañada. Imagínate ese cuadro: elegido de último, mal deportista y además, pésimo en la coordinación de movimientos. La verdad, no culpo a mis compañeros, ni siquiera yo me habría escogido como parte del equipo.

¿Por qué te cuento esto? Cuando el evangelio llega a nuestro corazón y lo impacta, nos hace dar cuenta que todos nosotros, de cierta forma, éramos como ese niño que un día fui. Nadie daba nada por nosotros, nadie nos escogía, y si lo hacían, sucedía porque probablemente necesitaban algo de nosotros, y una vez cumplíamos el “propósito” de alguien más, se nos descartaba como cualquier bien fungible. Pero Cristo no es así, y aunque es verdad que no merecíamos siquiera ser tomados en cuenta por el Padre para formar parte de su familia, tenemos la certeza de que no seremos desechados jamás.

No en balde Pablo se sabía escogido al último por el propio Señor Jesucristo, y mantener eso en su mente fue crucial en su ministerio, para que nunca pretendiera tomar un lugar preponderante, un lugar que no le correspondía (1 Co. 15:8-11). Esto es de vital importancia de mantener en mente mientras vivimos y mientras nos mantenemos cumpliendo con aquello que se nos ha encomendado.

La vida devocional del creyente

Si para nosotros como creyentes no es suficiente sabernos elegidos por el creador del universo, nada entonces será suficiente, jamás (Sal. 113:4-8). Si saber que tenemos la atención del Rey soberano, el único y sabio Dios, aquel que ha creado todo lo visible e invisible por su sola voluntad y para su sola gloria, no es razón suficiente para caer postrados en reverencia y gratitud, corremos entonces el riesgo de darle prerrogativa a cualquier otra cosa, o persona.

Alguna vez alguien me preguntó, “¿Qué es un devocional?” y la respuesta que di, aunque sincera, fue incompleta y muy poco meditada. Le dije: “es el programa de lectura bíblica que se sigue a diario”. Sí, lo acepto, fue una respuesta muy pobre y, además, prefabricada, casi como un cliché que ya se tiene preparado para responder en automático.

La verdad, es que la lectura diaria de la Biblia es solamente una parte de una vida devocional. Si analizamos la raíz de la palabra, encontramos que viene de “devoción” y de acuerdo a la definición del diccionario, devoción es el “sentimiento de profundo respeto y admiración inspirado por la dignidad, la virtud o los méritos de una persona, una institución, una causa, etc.”.

Pensar en los méritos de Cristo y mantener una meditación continua en esos méritos que por misericordia, gracia y favor nos han sido adjudicados (Ro. 3:21-26), es en realidad una muestra de la devoción que como creyentes debemos tener y mantener. Es nuestra responsabilidad meditar constantemente en tan grande amor (Sal. 8:3-4; 144:3).

Entonces un devocional cristiano o, mejor dicho, una vida cristiana devocional, es aquella que se caracteriza por la constante y continua admiración que se expresa y se manifiesta en virtud de los méritos del unigénito de Dios. La devoción hacia Cristo y la gratitud por su obra es única y exclusiva, no puede ser compartida con nada y con nadie. Si nuestra vida devocional no es marcada por la constante meditación en la Palabra, la oración, el amor sacrificial, el servicio a nuestros hermanos y al prójimo, la predicación de las buenas noticias, es muy probable que el centro de nuestra devoción no esté siendo la persona de Cristo.

No está de más enfatizar: nada de esto es un requisito para la salvación, la vida devocional del cristiano es producto de saberse rescatado, a diario.

La devoción a pesar de las circunstancias

Sin duda alguna todos atravesamos situaciones difíciles, incómodas, dolorosas, e indignantes. Si nos ponemos a contar las circunstancias adversas, o si las quisiéramos poner en una balanza, muchas veces tendríamos la impresión de que pesan más que todos los momentos buenos. Cualquier salmo penitente es un ejemplo pertinente a este respecto.

No obstante, la felicidad del creyente no es circunstancial: y el entender esto es razón suficiente para mantener encendida la devoción. Uno de los pasajes sobre la verdadera felicidad en la vida es el que encontramos en Mateo 5:4, “Bienaventurados los que lloran, pues ellos serán consolados”. La palabra en griego para “bienaventurados” es makarios, que significa: feliz. De nuevo, no es una felicidad que sea comprensible por el mundo, porque el mundo no la puede dar, y por lo tanto, tampoco la puede quitar.

Al entender que nuestra alegría, felicidad y gozo no se encuentran en las circunstancias sino en la suficiencia de los méritos de aquel a quien respetamos y admiramos profundamente, Jesús el Cristo, entendemos que mantener nuestra devoción no solo es racional, sino que además es posible.

Ahora bien, cada uno de nosotros conoce las circunstancias difíciles, tristes, duras y agobiantes que estamos atravesando. Cada uno sabe las razones por las que hemos derramado lágrimas muchas veces. Aquel a quien admiramos, el objeto de nuestra devoción, también lo sabe y, además, se identifica plenamente con nuestro dolor.

Tenemos suficientes razones y Él es suficientemente glorioso para que nuestra devoción se mantenga leal en todo momento, y que nuestra capacidad de asombrarnos ante tanta maravilla nos lleve a no callar todo lo que hemos visto y oído.


Imagen tomada de Lightstock
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