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Dieciocho meses después de la muerte de mi hijo tuve una conversación con un amigo pastor que me enfureció.

Cuando su primogénita se fue a la universidad, él me habló de la tristeza y la dificultad de acompañarla en esta nueva etapa. Al describir su dolor, repetidamente usaba una palabra en específico. “Estamos en duelo porque nos deja”. “Estamos en duelo porque está muy lejos”. “Estamos en duelo por su ausencia en nuestro hogar”.

Cada vez que decía la palabra “duelo”, me enojaba más. Puesto que había enterrado a mi hijo el año anterior, quería responderle: “No, no, no. El duelo está reservado para cosas realmente malas. El duelo está reservado para la muerte. El duelo está reservado para personas como yo, no porque tu hija sana y viva vaya a la universidad”.

Lo que cambió mi pensamiento

Dos años después, me percaté de la fuerza que necesitaba para levantar a mi hija de cuatro años y darle un abrazo. Su autosuficiencia y su creciente vocabulario contrastaban con los recuerdos de esa niña gordita que solía gatear por la casa.

Cuando saqué los videos de las etapas de bebé y niñez, sucedió algo gracioso. Me dolía el corazón de pena y las lágrimas llenaron mis ojos. Me di cuenta de que estaba experimentando lo que mi amigo pastor sintió cuando su hija se iba a la universidad: duelo.

Una sensación de pérdida se prolongó en mí, porque sabía que una temporada atesorada había pasado, y esta nunca regresaría. A la dulce niña de papá ya no le emocionaban los mismos programas de TV, los mismos libros. Se estaba dando cuenta de que la “r” era la primera letra de la palabra “recordar”; estaba corrigiendo la linda pronunciación errónea de esta palabra que antes me derretía el corazón. En el próximo viaje a Disney, se daría cuenta de que la verdadera Cenicienta no vive allí.

Todo duelo implica pérdida. Lo que felizmente esperamos que suceda en el futuro desaparece. O un aspecto que apreciamos en el presente se desliza al pasado. Y nos dolemos.

El duelo y la Caída

Todo pesar tiene su origen en la Caída, ese evento donde Adán y Eva mancharon el paraíso de alegría y desperdiciaron las posibilidades infinitas de tener placer, esperanza, y vida.

Independientemente de lo que nos aflija, hay un agudo sentido de que la vida no debe ser así. Saboreamos los momentos de gloria en los que recibimos un destello del Edén, y sentimos tristeza y dolor a medida que pasan esos momentos trascendentales. Ya sea que estemos lamentando la muerte de amigos y familiares, o lamentando sueños frustrados, nuestros corazones se entristecen de que esta vida no llegue a la intención original de Dios.

Nacemos con un sentido innato de que la vida estaba destinada a ser mucho más. El niño que hace una rabieta cuando termina el tiempo de juego demuestra (aunque sea pecaminosamente) que los momentos de alegría, vitalidad, y amistad nunca deberían haber cesado. Junto con el resto de nuestra creación manchada por el pecado, el niño sufre inconscientemente lo que se perdió en la Caída.

Para las personas que han perdido niños pequeños, gran parte de su dolor viene por haber perdido las alegrías y los momentos especiales de cada etapa de la infancia. Lamentan los cumpleaños perdidos, un primer día de jardín de niños que nunca existió, una ceremonia de graduación que nunca llega. Se preguntan con dolor cómo la personalidad y apariencia de sus hijos pudieron haber evolucionado con el tiempo. Se pierde el poder disfrutar las diferentes temporadas.

Independientemente de lo grave que sea, toda tristeza, frustración, e ira son expresiones de dolor. Todos lloramos la pérdida del Edén y la vida para la que estábamos destinados.

La recuperación está en camino

Romanos 8 apunta al último consuelo para la humanidad, atrapada bajo esta insoportable maldición:

“Pues sabemos que la creación entera gime y sufre hasta ahora dolores de parto. Y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de nuestro cuerpo”, Romanos 8:22-23.   

Este gemido trae connotaciones de duelo. Hay un dolor profundo acechando dentro del estado caído del mundo. Hay una gran frustración por la forma en que la vida está miserablemente lejos de nuestros deseos y anhelos.

Pero Pablo no nos deja el dolor sin esperanza. Él apunta a la segunda venida de Cristo, donde los creyentes reciben y experimentan su “adopción como hijos” y “la redención de cuerpos” (Ro. 8:23).

El evangelio es una esperanza de que Dios nunca nos dejará con las manos vacías. Nunca.

Nuestro hijo murió a los tres años, pero me aferro a esta esperanza: los tiempos y las experiencias perdidas con Cameron en esta vida se recuperarán y renovarán mil veces en el mundo venidero. Como escribí en Por lo tanto tengo esperanza:

Recordar que Cameron sigue siendo mi hijo y que todavía está vivo en el cielo me recuerda que realmente no se perderá nada y que todo se recuperará. Veré a mi pequeño niño otra vez. Tendremos una vida hermosa, divertida, íntima, y alegre juntos por la eternidad en el cielo. Tendremos aventuras, lecciones, risas, comidas, y celebraciones. Nos abrazaremos, acurrucaremos, besaremos, reiremos, y jugaremos en el cielo.

Espera con gozo

La verdadera sensación de pérdida que sustenta todo el dolor, la decepción, y el duelo en esta vida se ha invertido gracias al evangelio, y se disfrutará plenamente y para siempre en la era venidera. Jesús eliminará todas las consecuencias de la muerte de Adán y Eva.

El evangelio es una esperanza de que Dios nunca nos dejará con las manos vacías. Nunca. Conociendo esta esperanza, yo, junto con todos los demás creyentes, puedo esperar, soportar, y perseverar. Y no solo esperar, sino esperar con gozosa expectativa.


Publicado originalmente para The Gospel Coalition. Traducido por Patricia Namnún.
Imagen: Lightstock.
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