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Nota del editor: 

Este breve artículo forma parte de una serie regular sobre eventos y personas relevantes en la historia de la Iglesia universal antes, durante, y después de la Reforma protestante. Para conocer más sobre la historia de la Iglesia desde tus redes sociales, puedes seguir los perfiles de Credo en Twitter e Instagram.

“A su tiempo su pie resbalará” (Dt. 32:35). Esas fueron las primeras palabras del sermón más famoso de la historia americana.

El sábado 8 de julio de 1741 en Enfield, Connecticut, el predicador invitado subió al púlpito con sus notas y comenzó a leer palabra por palabra lo que había escrito. Su sermón no era como los de aquellos eufóricos y fogosos evangelistas; este predicador no era muy expresivo. Algunas personas lo describían como un predicador frío y monótono, y el hecho de que estuviese leyendo de sus apuntes no le ayudaba mucho. Se decía que escucharle era como escuchar a un erudito leer sus apuntes —palabra por palabra—, sin perder la compostura, hasta demostrar cada uno de sus puntos de manera lógica.

Un observador escribió: “Él apenas hacía gestos o se movía, y no intentaba por la elegancia de su estilo o la belleza de sus imágenes gratificar el gusto o fascinar la imaginación”. Sin embargo, convencía “con el sobrecogedor peso de su argumento, con un sentimiento intenso”.[1]

El predicador leyó su sermón sobre el infierno y la condenación. La congregación que en principio se mostraba indiferente comenzó a tornarse interesada, y luego preocupada, y luego confrontada, y luego desesperada. Y el predicador tomó una pausa en medio de los llantos audibles, y otra, un rato después, cuando algunos miembros comenzaron a gritar: “¿Qué haré para ser salvo? ¡Oh, voy directo al infierno!”.[2]

Edwards concluyó: “Que todo el que está fuera de Cristo se despierte ahora y huya de la ira venidera. La ira del Todopoderoso está ahora colgando sobre una gran parte de esta congregación. Huyan todos de Sodoma: ‘de prisa escapen por sus vidas, no miren hacia atrás, escapa a la montaña para que no seas consumido’”.[3]

Debemos orar que el Señor, igual que en el Gran Avivamiento norteamericano, traiga ventarrones de redención a nuestras naciones.

El sermón se titulaba Pecadores en las manos de un Dios airado y el predicador era Jonathan Edwards (1703-1758). Así se inauguró el Gran Avivamiento (1739-1741) en Enfield, Connecticut. Decenas de eventos parecidos se dieron durante estos años en las trece colonias americanas.

Edwards nació en Connecticut a principios del siglo dieciocho. Su padre y su abuelo materno eran ministros. A los trece años fue admitido en la Universidad de Yale, donde luego obtuvo una maestría.[4] A los veinte fue ordenado para el ministerio de la predicación y en 1729 se convirtió en el predicador único de la parroquia de Northampton, Massachusetts.

Cinco años después, su predicación sobre la justificación por la fe provocó un inesperado interés en la devoción. Durante el mes de diciembre de 1734, se convirtieron seis personas. Y unos meses después, se convertían treinta por semana.[5] Esto no se debía a manipulación alguna, ni a su convincente elocuencia —ha quedado claro que Edwards no era un ejemplo de expresión en oratoria—.[6]

Dios estaba obrando de manera especial en las colonias americanas. Primero, brisas frescas en diferentes congregaciones. Más tarde, ventarrones de redención soplaban alrededor de todas las colonias americanas. Junto a Edwards, otros personajes como George Whitefield y William Tennent también tomaron parte. Y aunque el nombre de Edwards se relaciona con el Gran Avivamiento, es preciso recordar que este movimiento no se trató de Edwards, ni de Whitefield, ni de todos ellos juntos. Este movimiento se trató de Jesús. Todo gran avivamiento involucra (1) la predicación de la Palabra de Dios y a Cristo crucificado, y (2) convicción, contrición, y arrepentimiento genuino para salvación.

El mundo hispanoparlante también ha experimentado brisas frescas en los últimos años, y debemos estar agradecidos por esto. Pero también debemos orar que el Señor, igual que en el Gran Avivamiento norteamericano, traiga ventarrones de redención a nuestras naciones. Que nos dé valor para predicar, enseñar, y hablar sobre temas difíciles con valentía y gracia. Que dé fe y abra los ojos de quién no le conoce aún. Que no solo veamos venir a los que estaban en iglesias falsas, sino que veamos venir a salvación genuina a quienes antes eran hijos e hijas de ira (Ef. 2:3). Oremos que que Dios nos dé plenas oportunidades para responder la pregunta: “¿Qué haré para ser salvo?”.


[1] 131 Christians Everyone Should Know, 43.

[2] Michael and Sharon Rusten, The Complete Book of When and Where: In the Bible and throughout History, 304.

[3] Jonathan Edwards, Sinners in the hand of an angry God.

[4] Edwards nunca se desligó de la vida académica. En 1758, la Universidad de Princeton en New Jersey, le nombró presidente; cargo que solo ocupó por unos meses previos a su muerte.

[5] 131 Christians Everyone Should Know, 43.

[6] A pesar de su estilo de predicación monotonal, Edwards insistía en que la verdadera religión se fundamentaba en los afectos y no en la razón. La emoción y el afecto es parte elemental de la religión.

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