Sí, lo sé… Hace poco dije que existían pocos espacios tan definidos como las tiendas de globos, porque solo pueden significar fiesta, alegría y celebración de la vida. Pero todo cambió cuando entré al lugar que me refirió mi doctora para hacerme el estudio radiológico infame llamado mamografía. El lugar estaba decorado en cada esquina con nada más y nada menos que globos rosados (suspiro).
Pensé en dos grandes verdades de forma inmediata. La primera es que el Señor siempre encuentra maneras de hacerme reconsiderar lo que dije para refinarme. Lo hace porque me ama y porque las cosas nunca son tan simples como parecen. La segunda verdad es que, al parecer, los humanos tenemos la capacidad de arruinarlo todo, incluyendo los tiernos y festivos globos rosados.
¿No podíamos dejarlos en paz y reservarlos para fiestas de bienvenida de bebés, cumpleaños o reuniones de vendedoras de venta por catálogo? No, no podíamos. Los seres humanos caídos necesitábamos llevar los globos a este espacio para arruinarlos.
Al parecer, se estaba celebrando el mes contra el cáncer de mama y los directivos del lugar decidieron que inflar globos color de rosa era el detalle perfecto para que yo, y cientos de mujeres más con órdenes médicas en la mano, estómagos apretados y corazones intranquilos, llegáramos a realizarnos otra prueba humillante (porque este es uno de muchos estudios de rutina que necesitamos después de cierta edad).
Globos rosados, en el lugar donde tuve que desvestirme frente a perfectos extraños, mientras dos de mis niñas esperaban afuera. Globos rosados, como los que pusimos en el primer cumpleaños de nuestra hija más pequeña, la primera valiente que nos llegó por adopción, porque el tema era de la princesa Aurora, la bella durmiente.
¿Globos rosados para decorar un lugar donde se pone en imágenes tangibles nuestra vulnerabilidad? ¡Claro que sí!, dijeron los de mercadotecnia. Pero aquí no somos «bellas durmientes». En vez de caer dormidas por un pinchazo, se nos despierta a la realidad de que, más allá de los resultados que arroje el estudio médico, somos frágiles, temporales y mujeres en un mundo infestado por el pecado y la muerte.
No sé exactamente por qué nuestro impulso natural es cerrar y apretar los ojos cuando experimentamos gran dolor. Es como si intentáramos borrar lo que nos está sucediendo y buscamos escapar a otro lugar en nuestras mentes. En esta ocasión, en medio de aquella presión dolorosa que ejercía el aparato sobre mi pecho, apreté los ojos y lo que me vino a la mente fue la sonrisa plástica de un hombre que me detuve a escuchar en las redes sociales. Una persona que goza de la simpatía y apoyo de millones desde que comenzó a publicar una serie de videos donde cuenta sus días desde que se «convirtió en chica».
Mientras yo sufría, pensaba en que ese sujeto jamás sabrá lo que es vivir esta experiencia, porque no es mujer. Ser mujer es mucho más que la apariencia física y los órganos reproductores femeninos. Aunque no es menos que eso.
Mutilarse el cuerpo, ponerse implantes, dejarse crecer el cabello, rasurarse las axilas y forzar con químicos un cambio hormonal, jamás se acercará ni remotamente a la experiencia de llamarse «ella». El concepto de «ser mujer» para este mundo loco1 está tan fuera de lugar y resulta tan ridículo como los globos rosados en un centro de diagnósticos.
Aquel hombre nunca tendrá la más pálida idea de cómo se porta un cuerpo que portó a otro y que reconfiguró su estructura para siempre. Tampoco entenderá de las profundidades que entrelazan tan íntima y estrechamente la biología, el corazón de una mujer y su historia. Cada átomo de mi cuerpo archiva las heridas que como mujer he recibido y que no se ven a simple vista. Guardo en mi cuerpo la historia que Dios mismo escribió en mi libro,2 confirmando quién soy y a quién le pertenezco.
1 Is 5:20.
2 Sal 139.