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En algún momento de sus vidas, muchos grandes predicadores del pasado sirvieron a Dios por medio de su vocación profesional, como fue el caso del pastor galés, el Dr. Martyn Lloyd-Jones, quien llegó a ser un destacado médico en Londres.

En cierta ocasión, el Dr. Lloyd-Jones comentaba que la carrera de la medicina se había convertido en una tentación fatal para muchos en cuyos epitafios debería escribirse: “Nació como hombre, murió como doctor”.

Lloyd-Jones se refería a que este oficio en particular tiende sutilmente a controlar la vida del médico con un poder esclavizante. Es sutil debido al ego moral que acaricia a estos abnegados seres humanos que dedican horas interminables, asumen grandes responsabilidades, y sacrifican su tiempo para hacer bien a muchos.

El beneficio evidente que esta profesión ofrece a la vida de los pacientes puede utilizarse como argumento para justificar la idolatría del propio médico a su ocupación. Además, la sociedad ve el impacto social que tiene un doctor como moralmente superior al que tiene un corredor de la bolsa de valores, por ejemplo. De ahí que el médico lucha con la tentación que el prestigio y la influencia brindan a su rol en la sociedad.

Por supuesto, la medicina no es la única vocación que conlleva estas tentaciones. Esto es solo una ilustración aplicable a cualquier ocupación en la que buscamos influencia, prestigio, poder, o distinción, al punto en que llegamos a confundir nuestro trabajo con nuestra identidad.

“Hagámonos un nombre”

Desde la antigüedad, cuando la tierra hablaba la misma lengua, los hombres utilizaron el trabajo con el propósito de hacerse un nombre famoso por medio de la construcción de un edificio (Gn. 11:4). En el lenguaje de la Escritura, “hacerse un nombre” significa construir una identidad para sí mismos. El fin de esa torre en Babel no era edificar un proyecto para beneficio de la comunidad, sino construir una identidad basada en fama, grandeza, distinción, dignidad, y seguridad.

Como hijos de Dios, nuestra identidad no está definida por lo que nosotros hacemos sino por lo que Dios ya hizo por nosotros en Cristo.

Juan Calvino decía que el corazón del hombre es una fábrica de ídolos, y el trabajo puede convertirse en uno de los ídolos que perseguimos para hacernos de un nombre y construirnos una identidad para nosotros mismos. De hecho, muchos escogen su carrera universitaria para construir su identidad.

Por ejemplo, un profesor de la Universidad de Stanford observó que muchos de los graduados de universidades exclusivas habían escogido estudiar finanzas o consultoría financiera. En un artículo escrito en el New York Times en mayo de 2012, David Brooks explicó que ese profesor de Stanford realizó una discusión de grupo donde se evidenció que la mayoría de los estudiantes no escogen carreras conforme a sus habilidades, talentos, capacidades, e inclinaciones, sino de acuerdo con lo que su limitada imaginación determina que les podría dar una mejor imagen. Un joven explicaba que, aunque se había dado cuenta de que le hubiese gustado estudiar una licenciatura en educación, le aterraba pensar en la vergüenza que le daría cinco años más tarde contarles a sus amigos de escuela que se dedicó a ser maestro, así que prefirió estudiar leyes.

Una vez inmersos en el mercado laboral, descubrimos que los títulos universitarios son menos importantes que el “cargo” o “posición” dentro de la jerarquía de una organización o de la sociedad. Y de ahí que muchos sacrifican sus vidas tratando de escalar “la escalera del éxito”, la cual es la búsqueda del poder, control, o reconocimiento.

El corazón busca una identidad fuera de Dios

Independientemente de la industria donde trabajas, sea el sector público o privado, sea una organización gubernamental o una entidad sin fines de lucro, verás el mismo fenómeno. El problema no está en nuestra carrera universitaria, ni en la ocupación que desempeñemos, ni en el tipo de organización a la que pertenezcamos. El problema está en nuestro corazón que busca identidad mediante el desempeño de logros, en lugar de encontrar esa identidad en el perfecto desempeño y el logro del Señor Jesucristo en nuestro lugar.

Tan engañoso es el corazón (Jr. 17:9), que ni siquiera un trabajo tan honroso y digno como el oficio pastoral (el médico del alma) escapa a este peligro. Y esto ocurre en varios sentidos. Por un lado, muchos hombres han manifestado un anhelo por el ministerio pastoral basado en un deseo desordenado de llamar la atención, de tener influencia, o por un interés monetario. Por otro lado, hombres que ya están en el ministerio y se dan cuenta de que en verdad no son llamados a eso, se resisten a la idea de renunciar para dedicarse a su verdadera vocación, porque han creado una identidad bajo el título de “pastor”. Se sentirían humillados si carecieran esta credencial o posición jerárquica dentro de la iglesia.

En lugar de pedirnos ascender “la escalera del éxito”, Jesús descendió hasta el fondo para rescatarnos, haciendo el trabajo que ninguno de nosotros puede lograr.

Lo mismo sucede en todas las ocupaciones. Cuando nos quedamos sin empleo, o cuando salimos de un cargo con mucha visibilidad, nuestra fe es probada con respecto a la definición que le hemos dado a nuestra propia identidad. Preguntas sociales como: “¿A qué te dedicas?”, “¿Dónde trabajas?”, y “¿Cuál es tu función en esa organización?”, son preguntas que estremecen nuestro ego. Por eso tratamos de explicar con elegancia lo que hacemos para lucir lo mejor posible, mostrando la identidad que queremos proyectar.

Nuestra identidad está en el Señor

Como hijos de Dios, nuestra identidad no está definida por lo que nosotros hacemos sino por lo que Dios ya hizo por nosotros en Cristo. Cuando un ser humano no ha recibido por gracia esa identidad, tratará de hacerse a sí mismo de un nombre a través de lo que hace.

En lugar de pedirnos ascender “la escalera del éxito”, Jesús descendió hasta el fondo para rescatarnos, haciendo el trabajo que ninguno de nosotros puede lograr: reconciliarnos con Dios para que encontremos en Él nuestra identidad.

Curiosamente, cuando Jesús habitó entre nosotros, siendo la representación exacta de la naturaleza de Dios (He.1:3), en lugar de escoger para sí un oficio conforme a su identidad como Rey de reyes y Señor de señores, Él escogió ser carpintero (Mr. 6:3). Los que conocemos al carpintero de Nazaret no tenemos duda de que ese oficio no constituía la identidad del Hijo de Dios.

De la misma manera, siendo conocidos por Dios por su gracia, hemos recibido la identidad de hijos de Dios en el Amado (Ef. 1:6). De ahí la importancia de exponerme cada día a la palabra del evangelio, porque en ella encuentro mi identidad en Jesucristo y no en mi ocupación vocacional. Mi verdadera identidad dada por Dios no puede ser construida por mis propios logros para hacerme de un nombre famoso, sino únicamente recibida por la fe en la palabra del evangelio de Cristo.

Al final de nuestra carrera, en lugar de que nuestras lápidas concluyan como Lloyd-Jones decía de aquel que “nació como hombre y murió como doctor”, pidamos que la gracia y la misericordia de Dios nos concedan encontrar en Él nuestra identidad, para que nuestro epitafio testifique: “Nació como hombre, murió como hijo de Dios”.


IMAGEN: LIGHTSTOCK.

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