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El canon bíblico es el conjunto de escritos normativos que Dios dio a su Iglesia. Vimos en un artículo previo que el canon en el primer siglo correspondía a la Biblia hebrea y contenía los libros que tenemos en nuestro Antiguo Testamento. Esta era la Biblia que se leía cuando Jesús realizó su ministerio y los apóstoles empezaron a predicar el evangelio. ¿Cómo se formó, entonces, el canon del Nuevo Testamento (NT)?

Para empezar, la comunidad cristiana primitiva tenía consciencia de que Dios iba a dar más Escritura aparte del Antiguo Testamento. A lo largo de la historia, cuando Dios obraba para salvar a su pueblo, siempre había dado textos inspirados para registrar y explicar sus grandes hechos. Estos textos eran parte de los pactos que Dios hizo con su pueblo.

Ahora que Dios había obrado de manera definitiva y había establecido un nuevo pacto en Jesús, era de esperar que hubiese más Escritura para registrar, interpretar, y preservar las buenas nuevas acerca de Él. Jesús fomentó esta expectativa en su vida terrenal. Él preparó a sus discípulos para recibir más Biblia diciéndoles que cuando se fuera les enviaría al Consolador, el Espíritu de verdad, quien les haría “saber las cosas que habrán de venir” (Jn. 16:13).

La generación de los apóstoles vio el cumplimiento de esta promesa en la inspiración de nueva Escritura. Por ejemplo, Pedro creía que las cartas de Pablo que él había visto eran como “las otras Escrituras”, es decir, al mismo nivel que la Biblia hebrea (2 P. 3:15-16). Pablo identificó algunos de sus propios escritos con la Palabra de Dios (1 Co. 14:37-38; 2 Tes. 3:14-15). Estas referencias indican que en el primer siglo Dios iba dando más libros inspirados, y eso se sabía en la Iglesia.

Lo inspirado y lo no inspirado

Ocurrió, no obstante, que estos nuevos libros inspirados no vinieron con una lista de contenidos y no eran los únicos que circulaban en la iglesia primitiva. Hubo otros documentos que teóricamente podrían haberse considerado como Escritura, como El pastor de Hermas o El Evangelio de Tomás. Se ha puesto de moda decir hoy que estos y otros documentos fueron populares en la iglesia, pero fueron excluidos del canon en el siglo IV injustamente por una autoridad eclesiástica y política que no estaba interesada en tenerlos.

En realidad, no fue así. Más bien, lo que ocurrió es que en los primeros siglos se iban leyendo y estudiando diferentes textos en las iglesias locales, y algunos de ellos fueron reconocidos como divinos y autoritativos. Estos fueron citados en correspondencia como textos sagrados, usados en cultos, copiados y promulgados, mientras los otros no.

La iglesia no confirió autoridad al canon. Lo que la iglesia hizo fue recibir y dar testimonio acerca de los libros inspirados

El Evangelio de Tomás, por ejemplo, no está en ninguna colección de manuscritos del NT. No figura en listas tempranas de los libros canónicos y, de hecho, fue explícitamente condenado por varios líderes de las iglesias antes del cuarto siglo. Esto significa que, desde bien temprano en la historia de la Iglesia, se discriminaba entre unos y otros textos, cuando aún no existía autoridad central que pudiera excluir sistemáticamente documentos que no se considerarían canónicos. El canon del NT empezó a ser reconocido de esta manera.

Criterios de recepción

¿Cómo sabían los creyentes antiguos cuáles libros venían de parte de Dios? Una de las características de los libros inspirados es su origen apostólico. Algunos escritos fueron excluidos del canon por no ser redactados ni por apóstoles ni por gente cercana. No eran malos necesariamente (como El pastor de Hermas), pero no tenían la misma garantía de autoridad que los documentos apostólicos . Escritos más tardíos también fueron rechazados por el mismo motivo.

No es difícil entender la lógica detrás de esto. Por un lado, los apóstoles eran los encargados por Cristo para preservar y transmitir rectamente el mensaje del evangelio. Ellos eran los “ministros de un nuevo pacto” (2 Co. 3:6). Por otro lado, tiene mucho más sentido basar nuestro concepto de Jesús en documentos escritos cuando aún vivían testigos oculares de su ministerio (personas a las cuales uno podría acudir para verificar el registro del texto en cuestión). Tales documentos tienen mucha más probabilidad de ser fidedignos que otros escritos un siglo (o más) más tarde.

Otra característica de los libros inspirados es su calidad divina. Los cristianos en los primeros siglos comentaban acerca de la belleza, grandeza, majestad, y coherencia de los textos bíblicos para defender su inspiración. ¿Qué estaban diciendo? Veían que los textos inspirados llevaban en ellos las evidencias de su autenticidad, tenían atributos de divinidad. En el fondo, los creyentes estaban siendo convencidos de la veracidad de la Biblia por su propia naturaleza. Además, como mencionamos, Jesús había prometido que el Espíritu les guiaría en toda verdad y les recordaría las cosas que Él había dicho (Jn. 14:26). El Espíritu capacitaba a la Iglesia para reconocer el carácter divino de los libros inspirados que los apóstoles habían dejado.

Aún otra característica de los libros inspirados es la amplia recepción de estos en la Iglesia. El hecho de que las comunidades cristianas iban reconociendo y recibiendo los libros bíblicos era un testimonio acerca su divinidad. Estos libros eran poderosos para producir fe en ellos mismos, y su aceptación en las comunidades cristianas testificaba esta realidad.

El canon del Nuevo Testamento fue determinado por Dios, y su autoridad reside en sí mismo, no en nada más fuera de él

La recepción en la Iglesia no siempre fue perfecta pero, como explica Michael Kruger, los documentos inspirados manifestaron su origen divino por una tendencia clara de recepción, como la vida de un creyente verdadero muestra su fe por la tendencia clara de sus obras. Este testimonio tuvo su peso. Por ejemplo, Jerónimo (c. 340-420), reconociendo las disputas sobre la autoría de la carta a los Hebreos, dijo que lo que importaba al final era su uso extenso como Escritura en las iglesias (Epist. 129).

Primero el canon, después la iglesia

Los creyentes en los primeros siglos eran de las ovejas de las cuales Jesús habló: “mis ovejas oyen mi voz… y me siguen” (Jn. 10:27). Sin ninguna autoridad externa (ni papas, ni concilios), escucharon la voz de su Señor en los textos inspirados, la reconocieron, y la recibieron como tal.

El Fragmento muratoriano (170 d. C) incluye una lista de libros muy parecida a la que usamos hoy como NT. Ireneo (d. 202 DC) igual en su tratado Contra herejes. Encontramos también una lista completa de los libros del NT en una carta de Atanasio en 367. Puede parecer mucho tiempo para llegar a este punto, pero tenemos que recordar que para recibir los documentos inspirados, la Iglesia tenía que conocerlos, y entonces no existía ni fotocopiadoras ni Internet para difundirlos rápidamente. Al final del proceso, los 27 libros que tenemos en nuestro NT fueron aceptados, y esto sin ninguna decisión eclesiástica centralizada. Todas las grandes tradiciones cristianas los aceptan hasta el día de hoy.

Por lo tanto, podemos resumir la formación del canon del NT así: El canon fue determinado por Dios, y su autoridad reside en sí mismo, no en nada más fuera de él. Si el canon dependiera de alguna autoridad externa, ¡dejaría de ser la máxima autoridad! La iglesia no confirió autoridad al canon. Más bien, lo que la iglesia hizo fue recibir y dar testimonio acerca de los libros inspirados. El canon crea la iglesia, no viceversa (2 P. 3:7; 1 P 1:23- 25; Stg. 1:21). Podemos dar gracias a Dios por entregarnos Su Palabra.

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