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¿Alguna vez, como cristiano, has sido acusado de legalista? Esta palabra a menudo es usada incorrectamente en la subcultura cristiana. Por ejemplo, algunas personas podrían llamar legalista a Juan porque lo ven como alguien con una mentalidad cerrada. Pero el término legalismo no está relacionado con mentalidades cerradas. En realidad, el legalismo se manifiesta de muchas maneras sutiles. 

Básicamente, el legalismo implica sacar la ley de Dios de su contexto original. Algunas personas se preocupan por seguir una vida cristiana basada en obediencia a reglas y regulaciones, y ven el cristianismo como una serie de “haz esto” y “no hagas aquello”, es decir, una serie de principios morales fríos y mortales. Esa es una forma de legalismo, donde uno meramente se preocupa por mantener la ley de Dios como si fuera ese el único fin.

Ahora, Dios ciertamente se preocupa por nuestra obediencia a sus mandamientos. Sin embargo, hay más cosas que no debemos olvidar. Dios dio las leyes, como los diez mandamientos, en el contexto de un pacto. Primero, Dios fue bondadoso. Él redimió a su pueblo sacándolo de la esclavitud en Egipto, y entró a una relación de amor y dependencia con Israel. Solo después de que se estableciera esa relación basada en su gracia, Dios comenzó a definir leyes específicas que le complacieran. Tuve un profesor en mi programa de maestría quien dijo: “La esencia de la teología cristiana es la gracia, y la esencia de la ética cristiana es la gratitud”. El legalismo toma la ley y la aísla de Dios, quien dio la ley. El legalismo no busca obedecer a Dios ni honrar a Cristo, sino que obedece reglas que carecen de cualquier relación personal.

No hay amor, gozo, vida, o pasión. Es una rutina, un tipo de mecanismo para mantener la ley al que llamamos externalismo. El legalismo se enfoca en obedecer simples reglas, destruyendo el contexto en el que Dios dio su ley: su amor y redención.

Para entender el segundo tipo de legalismo, tenemos que recordar que el Nuevo Testamento hace distinción entre la letra de la ley (su forma externa) y el espíritu de la ley. El segundo tipo de legalismo hace una separación entre la letra de la ley y el espíritu de la ley. Obedece la letra pero violenta el espíritu. Existe una sutil distinción entre este tipo de legalismo y el mencionado previamente.

¿Cómo puede uno obedecer la letra de la ley y violentar el espíritu de ella? Supongamos que un hombre conduce su auto a la velocidad mínima requerida, sin importar las condiciones bajo las que maneja. Si está en una carretera principal y la velocidad mínima es sesenta kilómetros por hora, conduce a esa velocidad, ni un kilómetro menos. Lo hace inclusive durante lluvias torrenciales, cuando conducir a esa velocidad mínima en realidad pone en peligro a otras personas, ya que ellas tienen el buen sentido de reducir la velocidad a unos treinta kilómetros por hora, para así no patinar en el asfalto mojado. El hombre que insiste en ir a sesenta kilómetros por hora en esas condiciones, conduce su carro así para complacerse a sí mismo. Aunque parece que observa y obedece minuciosamente sus deberes cívicos, su obediencia es solo externa, a él no le importa de lo que en sí trata ley. El segundo tipo de legalismo obedece externamente, mientras que su corazón está alejado de cualquier deseo de honrar a Dios, la intención de su ley, o a Cristo. 

El segundo tipo de legalismo es ilustrado por los fariseos, quienes confrontaron a Jesús por sanar a alguien en el día de reposo (Mt. 12:9-14). Su preocupación se concentraba en lo escrito en la ley, evadiendo cualquier cosa que pudiera parecerles trabajo. Estos maestros olvidaron el espíritu de la ley, el cual estaba dirigido en contra de trabajos ordinarios que no eran necesarios para mantener la vida, y no en contra de sanar enfermos. 

El tercer tipo de legalismo agrega nuestras propias reglas a la ley de Dios y las trata como divinas. Este es el tipo de legalismo más común y fatal. Jesús reprendió a los fariseos en este mismo punto, diciendo: “Ustedes enseñan tradiciones humanas como si fueran la palabra de Dios”. No tenemos derecho a crear restricciones en lo que Él no ha restringido.

Cada iglesia tiene el derecho a crear sus propias políticas en ciertas áreas. Por ejemplo, la Biblia no dice nada de las bebidas gaseosas en el compañerismo de la iglesia, pero cada iglesia tiene derecho a regular ese tipo de cosas. Pero cuando utilizamos políticas humanas para de alguna manera atar las conciencias y hacer que esas políticas determinen la salvación de alguien, nos aventuramos peligrosamente a entrar en el territorio que solo le pertenece a Dios.

Muchas personas creen que la esencia del cristianismo es seguir al pie de la letra las reglas correctas, incluso reglas extrabíblicas. Por ejemplo, la Biblia no dice que no podemos jugar cartas o beber una copa de vino al cenar. No podemos hacer de estos asuntos la prueba externa de un cristianismo auténtico. Esa sería una fatal violación del evangelio porque eso sustituiría los frutos reales del Espíritu por costumbres humanas. Nos acercamos peligrosamente a blasfemar al malinterpretar a Cristo en esta forma. Donde Dios ha dado libertad, no debemos esclavizar a las personas con reglas hechas por humanos. Tenemos que prestar atención y cuidado, y luchar contra este tipo de legalismo.

El evangelio llama a los seres humanos al arrepentimiento, santidad, y devoción. Por esto, el mundo ve el evangelio como algo ofensivo. Pero ay de nosotros si añadimos innecesariamente a lo que es ofensivo, distorsionando la verdadera naturaleza de la cristiandad al combinarla con legalismo. Ya que el cristianismo tiene que ver con moralidad, rectitud, y ética, podemos fácilmente hacer un movimiento sutil a partir de una preocupación apasionada por una moralidad piadosa, y caer en un tipo legalismo.


Publicado originalmente en Ligonier. Traducido por Fanny Castro.
Imagen: Lightstock
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