La historia de Sara es una de las más conocidas en la Biblia.
Al pensar en esta mujer, lo primero que viene a nuestra mente es la medida de su fe, tal como la describió el autor de Hebreos: “También por la fe Sara misma recibió fuerza para concebir, aun pasada ya la edad propicia, pues consideró fiel al que lo había prometido” (He. 11:11).
Sin embargo, cuando leemos su historia, vemos algunas escenas que no presentan precisamente a una mujer de fe. Por ejemplo, Sara se rió al escuchar la promesa del nacimiento de su primogénito en la vejez (Gn. 18:12), y ella misma le propuso a su esposo que tuviera un hijo con su sierva (Gn. 16:3).
Ante hechos como estos, resulta difícil comprender por qué se le daría a Sara un lugar tan especial en el listado de héroes de la fe en Hebreos 11. Sus emociones la traicionaban. Sus decisiones no siempre fueron las mejores. Sin embargo, su fe permaneció hasta el final.
Cuando aprendemos más sobre su vida, entendemos que ella es vista por Dios a través de unos lentes muy diferentes a los que tendemos a usar para ver a quienes nos rodean, e incluso para vernos a nosotras mismas. Sara nos recuerda nuestra incredulidad ante la Palabra, y también la gracia de Dios ante nuestro pecado.
Incredulidad ante la Palabra
Saraí, como es introducida en Génesis 11:29, es descrita como una mujer estéril sin hijos (v. 30). Tal vez te parezca insensible que sea identificada así, pero pronto entendemos por qué era necesario. Esto jugaría un papel fundamental en el plan de Dios.
El Señor llamó a Abraham, su esposo, y le hizo una promesa que incluía una descendencia, una tierra, y una bendición para todas las naciones. Pero ¿cómo se puede cumplir esta promesa con una mujer estéril y entrada en edad? A pesar de las complicaciones evidentes, Saraí siguió a su esposo al lugar que Dios les mostró (Gn 12:1-5). Ante un llamado que parecía ilógico, ella no reprochó ni mostró inconformidad. Y aunque la promesa no fue expresada a ella directamente, sabemos que sí la creyó (He 11:11).
La vida de Sara apunta a la gran historia de la Biblia: nos presenta a una mujer imperfecta que necesita a su Redentor perfecto
¡Así somos muchas de nosotras! Recibimos la instrucción, promesas y mandatos de Dios, y los creemos y damos algunos pasos en pos de Él. Pero también es cierto que nuestra fe puede flaquear en ese camino de obediencia. Aquello de lo que estábamos tan convencidas al inicio, de repente empieza a carecer de sentido y claridad.
En el caso de Sara, pasaron diez años desde que Dios prometió una descendencia pero nada ocurría (Gn 16:3). Así nos encontramos con una Saraí frustrada y desesperada, que en medio de su descontento buscó una solución humana ante la aparente falta de respuestas divinas. Habló con su esposo y le pidió que concibiera un hijo con su sierva Agar.
Leer esto podría aterrorizarnos. Algunos estudiosos sugieren que lo que hicieron Abraham y Sara en este punto fue un terrible error con consecuencias devastadoras sobre generaciones posteriores. Sin embargo, vale la pena mencionar que otros estudiosos comentan, a la luz de ciertos textos legales antiguos de Mesopotamia, que las costumbres de la época permitían esta práctica. Cuando una mujer era estéril, le era permitido tener hijos a través de una madre sustituta, y estos eran considerados hijos legítimos del matrimonio.
Aunque la propuesta de Saraí no era tan descabellada en términos legales como podríamos creer, sí lo era en términos espirituales y se asemeja mucho a lo que con tanta frecuencia hacemos hoy. Dios habla, instruye, y promete, pero al no ver una respuesta o señal como esperamos, o en el tiempo que creímos, entonces empezamos a obrar –¡y no necesariamente a través de medios ilegítimos!– para “ayudar” a Dios a completar su obra.
El gran error de Abraham y Sara fue tomar una decisión así sin consultarla con Dios ni pedirle dirección, buscando el cumplimiento de la promesa por sus propios medios.
Gracia divina ante nuestro pecado
Pero así como Abraham, Sara también creyó a Dios. Fue una mujer que cometió errores y tomó decisiones apresuradas, pero caminó junto a su esposo hacia una tierra desconocida, y anheló el cumplimiento de la promesa. Y ¿cómo la vio Dios? ¿Acaso la condenó y acusó por cada desatino? ¿La rechazó y la excluyó de la promesa? ¡No!
El mismo Dios que rescató a Sara y fue fiel a Su promesa, es el mismo que te rescata hoy y sigue cumpliendo Sus promesas
A pesar de los pecados de Sara, Dios se mantuvo fiel a su promesa. En Génesis 17:16 leemos que dijo de ella: “La bendeciré y será madre de naciones”. Ante estas palabras, no podemos hacer otra cosa más que asombrarnos por la maravillosa gracia inmerecida que recibió Sara, ¡y que también hemos recibido nosotras! Sus obras no la hacían digna, pero Dios la hizo digna. Sus errores la ensuciaron, pero Dios la limpió. Su pecado la condenó, pero Dios la redimió.
La vida de Sara apunta a la Gran Historia: nos presenta a una mujer imperfecta que necesita a su Redentor perfecto. Al igual que a ella, Dios no nos paga conforme a nuestros pecados ni nos mide según nuestros errores. Cristo cargó sobre sus hombros el peso de nuestra maldad, tomando así nuestro lugar. Este sacrificio satisfizo la ira de Dios, y por sus heridas hoy tenemos vida y somos llamados hijos de Dios.
Quizás, ante nuestros ojos, ni Sara ni ninguno de los héroes de la fe merecen estar en la lista de Hebreos 11, pero no es por nuestras fuerzas ni por nuestros méritos que estamos en la lista del libro de la vida. Esto es por la gracia de Dios. Dios vio el corazón de Sara, y también ve el tuyo y el mío hoy. El mismo Dios que rescató a Sara y fue fiel a Su promesa, es el mismo que te rescata hoy y sigue cumpliendo Sus promesas.
¿Estás dudando de Su obra? ¿Sientes que pasa el tiempo y pareciera no llegar la respuesta que anhelas? No hagamos como Sara, tomando el rol que solo corresponde a Dios. ¿Puedes pensar en aquel pecado que te condena y te acusa una y otra vez? En Dios tenemos perdón. ¿Y qué hay de la forma en que vemos y juzgamos a nuestro hermano, a causa de su pecado? Tratemos de ver a nuestros hermanos a la luz de la gracia de Dios.
Oremos que Él aumente nuestra fe (Lc 17:5), y que podamos descansar completamente en Él recordando que Dios es fiel a sus promesas a pesar de nosotros.