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Hablar de “predicarnos el evangelio a nosotros mismos” puede ser curioso para algunos creyentes, confuso para otros, y quizá provocativo para la mayoría.

La primera vez que leí al respecto fue en 1991, en un libro de Jerry Bridges, La disciplina de la gracia. El tercer capítulo de ese libro se titula: “Predícate el evangelio a ti mismo”. Bridges argumenta que el evangelio no es solo para que los incrédulos puedan llegar a Cristo, sino que es para toda la vida, llevándonos a obedecer y caminar en santidad, en dependencia del Espíritu Santo.

Necesitamos, entonces, definir claramente el evangelio, si queremos entender su centralidad e impacto en nuestra vida. Romanos 3:20-26 nos ayudará a conocer mejor este evangelio que amamos y predicamos, y cómo se aplica en nuestra vida diaria.

El propósito de la ley

El apóstol Pablo califica la ley como santa, justa, y buena (Ro. 7:12). Pero Romanos 3:20 enseña que, aun siendo buena, la ley no me permite obtener salvación:

“Porque por las obras de la Ley ningún ser humano será justificado delante de Él; pues por medio de la Ley viene el conocimiento del pecado”. A través de las obras de la ley es imposible obtener salvación, porque la ley, al revelar el carácter de Dios, solo me permite conocer mi pecado.

La ley, entonces, refleja el carácter de Dios, de manera que cada vez que la violo, estoy atacando el carácter de Dios. No podemos cumplir con las obras de la ley para ser salvos porque, como revela Romanos 8:7, el hombre pecador no se somete a la ley de Dios, y ni siquiera puede hacerlo. Si hemos de ser salvos, debe ser a través de otra vía. ¿Cuál? El texto sigue explicando.

La ley, entonces, refleja el carácter de Dios, de manera que cada vez que la violo, estoy atacando el carácter de Dios.

Justicia en Cristo para todos los que creen

En los versículos 21-22 leemos:

“Pero ahora, aparte de la Ley, la justicia de Dios ha sido manifestada, confirmada por la Ley y los Profetas. Esta justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo es para todos los que creen. Porque no hay distinción…”.

Cuando Pablo habla de la justicia de Dios, se refiere por un lado al carácter moral de Dios, y por otro lado a la posición de estar justificado delante de Dios, que es lo que yo requiero para ser salvo. Aquí el apóstol nos enseña que lo necesario para ser salvo es algo que adquirimos aparte de la ley.

La palabra traducida allí como justicia implica un estatus ante Dios que se adquiere después de haber sido declarado justo sin serlo, ya que el juez ha declarado que soy sin culpa. Esa rectitud requerida para la salvación nos ha sido dada no por medio de la ley, sino por medio de Jesucristo. Eso es lo que el mensaje del evangelio proclama.

La rectitud moral perfecta necesaria para entrar al reino de los cielos no estaba disponible antes, y no era alcanzable por medio de la ley. Pero ahora es alcanzable aparte de la ley. Y como el versículo 22 afirma, esta salvación viene por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen, sin distinción alguna (v. 22).

Justificación por gracia

Pablo continúa instruyéndonos, y nos deja ver que toda la raza humana no ha podido obedecer a Dios; no ha podido complacer a Dios porque no puede obedecer a cabalidad las obras de la ley. Por consiguiente, Dios salió a buscar a esa persona que no merece salvación. Nuestra justificación es enteramente por gracia:

“Por cuanto todos pecaron y no alcanzan la gloria de Dios. Todos son justificados gratuitamente por Su gracia por medio de la redención que es en Cristo Jesús”, (v. 23-24)

La palabra “justificados” en el griego es dikaio, e implica una acción judicial. Es un término aplicado a las cortes judiciales, específicamente cuando alguien entraba a esa corte siendo acusado de un crimen, y era despachado por el juez y declarado inocente. De manera que el apóstol nos dice que el evangelio es buenas nuevas porque nos informa que nosotros, en algún tiempo, éramos culpables ante la ley de Dios, ante el tribunal divino, y entramos a ese juzgado siendo justamente acusados, pero nuestro juez nos ha declarado justos sin que lo seamos.

Dios nos declara inocentes simplemente por su gracia, sin ningún costo para mi persona. Sin embargo, el hecho de que la justificación sea gratuita para nosotros no significa que no costó nada. Aunque la salvación es gratis para nosotros, se logró a través de un alto pago: la vida y sangre preciosa de nuestro Señor Jesucristo. Él pagó para que yo fuera liberado de la condenación.

El evangelio es buenas nuevas porque nos informa que nosotros éramos culpables ante la ley de Dios, pero nuestro juez nos ha declarado justos sin que lo seamos.

Redención por gracia

Otra palabra clave que leemos en Romanos 3:24 es redención. En su lenguaje original, esta palabra significa liberar de la esclavitud a alguien por medio del pago de un precio. Somos libres de la esclavitud del pecado y la condenación que merecemos, no por medio de nuestros esfuerzos, sino por el pago que Cristo hizo en la cruz.

Ahora podemos entender por qué Pablo escribió a los Efesios en 2:8-9,

“Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”.

No es por las obras de la ley, ya que nadie las puede cumplir. Al no poder cumplir la ley, nos hemos quedado cortos de la gloria de Dios.

La salvación nos llega por la gracia de Dios el día en que ponemos nuestra fe en Cristo. Así, el evangelio me da una esperanza, me dice que no depende de mí y de mi obrar, sino de la obra redentora de Dios en su Hijo, hecha para nuestro beneficio.

Cristo por nosotros

Los versículos siguientes, Romanos 3:25-26, nos ayudan a entender cuánto hizo Dios a favor del pecador en Cristo:

“[A Cristo] Dios exhibió públicamente como propiciación por Su sangre a través de la fe, como demostración de Su justicia, porque en Su tolerancia, Dios pasó por alto los pecados cometidos anteriormente, para demostrar en este tiempo Su justicia, a fin de que El sea justo y sea el que justifica al que tiene fe en Jesús”.

Aquí vemos que quien crucifica al Hijo a favor del pecador es Dios Padre, porque es Él quien lo exhibe públicamente como propiciación.

Este término, propiciación, en esencia tiene dos significados: 1) cubrir con sangre, y 2) aplacar la ira de una deidad. Este concepto era conocido en el mundo pagano, y pasó al cristianismo para ayudarnos a entender que Dios ciertamente había estado airado contra el pecado del hombre, y contra el hombre por su pecado. Por lo tanto, Dios había revelado que no dejaría impune al culpable. Dios en su perfección tenía que satisfacer su ley, la cual había sido violada. Para no dejar esa ley sin cumplir, existían dos opciones: enviar a toda la humanidad a una condenación eterna, o pagar Él mismo el precio de esa condenación.

Dios, en su amor por nosotros, pagó el precio de nuestra salvación y cumplió así Su justicia. Por eso el texto dice que Dios hizo esto “como demostración de Su justicia, porque en Su tolerancia, Dios pasó por alto los pecados cometidos anteriormente”. Dios anteriormente había pasado por alto el pecado del hombre, pero lo hizo en espera de un pago futuro. El tiempo de ese pago llegó y Dios, para demostrar el cumplimiento de su justicia, sacrificó a su Hijo en la cruz, y descargó sobre Él todo el peso de su ira y justicia.

Por eso Pablo puede decir que Dios es justo, ya que que hace cumplir su justicia. Al mismo tiempo, Dios es el que justifica al pecador, cosa que sucede cuando ése pecador deposita su confianza en la persona de Jesús, quien vivió una vida perfecta en nuestro lugar.

En el sentido final, los romanos y judíos no fueron quienes llevaron a Jesús a la cruz. Ellos simplemente fueron la causa instrumental de cómo esto se llevó a cabo. Los antiguos filósofos, como Aristóteles, diferenciaban la causa instrumental de la causa final. La causa instrumental es solo el medio de cómo algo se realiza, y la causa final es la causa o razón por la que se llevó a cabo. En la crucifixión de Cristo, la causa final que explica el sacrificio del Hijo para el perdón de nuestros pecados es la perfección de Dios, que requiere la satisfacción de su santidad y justicia.

Resurrección victoriosa

En 1 Corintios 15:1-4 Pablo habla más sobre el evangelio al explicar su mensaje: que el Señor Jesús murió según las Escrituras, y que resucitó también según las Escrituras. Esos dos hechos son los dos portalibros que encierran la noticia del evangelio.

La resurrección de Cristo es el amén del Padre al sacrificio que Cristo hizo.

El apóstol dice que si Cristo no resucitó, aún estamos en pecado (v. 17). Esto se debe a que si Cristo hubiera permanecido en la tumba, sería indicación de que el Padre no había quedado satisfecho con su sacrificio. Pero la resurrección de Cristo es el amén del Padre al sacrificio que Cristo hizo tres días antes. Es lo que sella la obra redentora, y es nuestro grito de victoria. Es lo que termina de completar el gozo que el mensaje del evangelio nos trae.

Amor que nos transforma

El evangelio, pues, es el mensaje de salvación de Jesucristo para la raza humana, la cual quedó bajo condenación después de la caída de Adán y Eva. Para que ese mensaje pudiera llegarnos, Dios Padre envió a su único Hijo, quien vivió una vida en perfecta obediencia para cumplir la ley de Dios a favor de nosotros, y quien se ofreció al final de sus días en una cruz.

En la cruz, Jesús murió como sacrificio en nuestro lugar, de manera que Aquel que no conoció pecado fue hecho pecado por nosotros, para luego resucitar al tercer día, de modo que todo aquel que crea en Él, no se pierda y tenga vida eterna (Jn. 3:16; 2 Co. 5:21).

Este evangelio habla entonces del amor inexplicable de Dios por nosotros mostrado en Jesús. Por eso, el apóstol Pablo decía:

“Pues el amor de Cristo nos apremia, habiendo llegado a esta conclusión: que Uno murió por todos, y por consiguiente, todos murieron. Y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para Aquél que murió y resucitó por ellos”.

Lo que Pablo nos deja ver es que lo que Cristo hizo debe motivarnos al máximo a vivir en obediencia, avanzando en nuestra santificación, viviendo únicamente para Él. Los imperativos en la vida cristiana, que son las cosas que tenemos que hacer, son motivados por los indicativos, que son las cosas que Dios ya ha hecho.

Teniendo claro esto en el evangelio, puedo entonces aplicarlo al incrédulo, al llamarlo a creer en Jesús, y puedo también aplicarlo a mi propia vida como creyente, para crecer cada día más a imagen de Cristo, viviendo agradecido por su amor.


Imagen: Lightstock
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