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Desde los primeros días de la historia de la Iglesia han abundado los malentendidos sobre la identidad de María Magdalena. Ha sido confundida con la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8:1-11); con la mujer pecadora que ungió los pies de Jesús (Lc 7:36-50); con María de Betania, quien también ungió los pies de Jesús (Mr 14,3-9; Mt 26:6-13; Jn 12,1-8); con la samaritana (Jn 4:1-42); y con la supuesta esposa de Jesús (según el Evangelio gnóstico y apócrifo de Felipe).

Parte de la confusión que rodea la identidad de María Magdalena se debe a lo común que era su nombre. María o Miriam en hebreo/arameo, era el nombre más común para una mujer en la época de Jesús. Es más, una cuarta parte de las mujeres judías de la época se llamaban María. Solo en el Nuevo Testamento encontramos al menos seis Marías.

La confusión ha hecho que se le tache injustamente de ser una mujer sexualmente inmoral. Sin embargo, un examen más detallado de su vida, tal como se presenta en los Evangelios, nos demuestra que fue una mujer de fe irreprochable, leal y generosa: una líder entre las mujeres del entorno de Jesús.

Otro motivo de confusión está relacionado con la naturaleza de la condición de María Magdalena antes de su conversión. Nuestro primer encuentro con ella es en el Evangelio de Lucas, donde se la describe como «María, que se llamaba Magdalena, de la que habían salido siete demonios» (8:2). Muchos han deducido demasiado de esta pequeña frase.

Si bien en la época actual vemos la actividad demoníaca en la vida de un individuo como el resultado de decisiones pecaminosas de su parte, el trato que Jesús y los discípulos tenían hacia los endemoniados demuestra que no los veían como malvados ni como cómplices del maligno. Más bien, los consideraban como enfermos y víctimas de un poder ajeno. María era, por tanto, «una inválida curada, no una descarriada social». Si se hubiera entendido esto, no se habría confundido tan fácilmente a esta discípula amada con una prostituta.  

¿Quién era María Magdalena?

En la siguiente porción de la Biblia encontramos detalles que nos permiten conocerla más de cerca:

«Poco después, Jesús comenzó a recorrer las ciudades y aldeas, proclamando y anunciando las buenas nuevas del reino de Dios. Con Él iban los doce discípulos,  y también algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malos y de enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Chuza, mayordomo de Herodes; Susana y muchas otras que de sus bienes personales contribuían al sostenimiento de ellos» (Lucas 8:1-3).

Su nombre

A diferencia de muchas mujeres citadas en el Nuevo Testamento, a esta María no se la identifica como esposa o madre de alguien, sino por su lugar de origen: Magdala, una ciudad en la orilla occidental del mar de Galilea. Esto probablemente indica que no tenía esposo o hijos y que, por lo tanto, tenía el control de sus propios bienes.

Sus numerosas compañeras

El texto menciona a «mujeres que habían sido sanadas» (v. 2). Aunque Lucas menciona específicamente a tres de estas mujeres, también nos indica que Jesús seleccionó a «muchas otras» (v. 3) para que formaran parte de su entorno. Como integrantes de su equipo viajero de discípulos, es muy posible que ellas también recibieran instrucción a los pies de Jesús junto con los apóstoles y otros discípulos varones.

Su riqueza

Se habla de María, Juana, Susana y «muchas otras que de sus bienes personales contribuían» (v. 3). Es notable que estas mujeres no solo caminaron y aprendieron a los pies de Jesús, sino que también participaron activamente en el sostenimiento del ministerio.

María: la discípula

María de Magdala aparece a continuación en la última semana de la vida de nuestro Señor antes de su crucifixión. Ella había viajado a Jerusalén con los discípulos de Jesús para celebrar la Pascua. Esto se constata cuando la ubicamos entre las mujeres a los pies de la cruz: 

«Había también unas mujeres mirando de lejos, entre las que estaban María Magdalena, María, la madre de Jacobo el menor y de José, y Salomé, las cuales cuando Jesús estaba en Galilea, lo seguían y le servían; y había muchas otras que habían subido con Él a Jerusalén» (Marcos 14:40-41).

La palabra traducida como «servían» es la misma palabra griega que encontramos en Lucas 8:3, y es el término del que se deriva la palabra diácono o diaconisa. Según un comentarista, María y las demás mujeres tenían una presencia continua en la obra itinerante de Cristo:

«Seguir y servir a [Jesús] “desde Galilea… hasta Jerusalén” abarca la duración de su ministerio. Los verbos en griego en tiempo imperfecto no indican un acompañamiento y un servicio ocasional o esporádico, sino la presencia y el servicio continuo a Jesús durante todo su ministerio. Estas y “muchas otras mujeres” han hecho lo que Marcos, a lo largo de su Evangelio, ha definido como discipulado: seguir y servir a Jesús».

Y así como Pedro surge como el líder entre los apóstoles, con su nombre siempre al principio de la lista, María de Magdala parece ocupar una posición similar entre las mujeres del séquito de Jesús. En los Evangelios sinópticos, su nombre figura en primer lugar entre las mujeres nombradas. Esto sugiere que María Magdalena era tenida en alta estima en la iglesia primitiva.

María: la afligida

La devoción de María Magdalena por Jesús se hizo evidente en su presencia durante la pasión de Cristo. Todos los hombres del séquito de Jesús, excepto Juan (Jn 19:25-27) habían huido, siendo Pedro visto por última vez en el juicio de nuestro Señor ante el Sanedrín (Mr 14:53-72). Pero ella, María la madre de Jacobo el menor y de José, y Salomé se quedaron mirando de lejos (Mr 14:40-41).

El relato de Juan sobre las mujeres junto a la cruz incluye a la madre de Jesús, a la hermana de su madre y a María, la mujer de Cleofás (Jn 19:25). Eso hace que haya al menos seis mujeres identificadas por su nombre, además de las que formaban parte de la multitud (Lc 23:27).

María Magdalena y sus compañeras de duelo podrían haberse dispersado una vez que Jesús exhaló su último suspiro (Mr 15:37). Pero cuando José de Arimatea pidió el cuerpo de Jesús y lo depositó en un sepulcro, ella y María la madre de José lo siguieron para ver dónde había sido enterrado su Señor con el fin de volver después del sábado y ungirlo debidamente (Mr 15:42-47).

María: improbable testigo ocular

El testimonio de una mujer no era admisible en un tribunal según la ley judía. Por lo tanto, si los evangelistas hubieran querido impactar a otros con el testimonio de la resurrección, no hubieran incluido el testimonio de María Magdalena como la primera testigo ocular, de modo que el relato fuera «más creíble».

En su soberanía, Dios había elegido a María Magdalena, a María la madre de Jacobo el Menor, a Salomé, a Juana «y las demás mujeres con ellas» (Lc 24:10) para que descubrieran el sepulcro vacío, escucharan el anuncio de los mensajeros celestiales y dieran testimonio de su resurrección a los discípulos (Mt 27:61-28:8; Mr 16:1-8; Lc 24:1-11; Jn 20:1-17).

El relato de Juan se centra especialmente en María Magdalena, añadiendo que se quedó llorando junto al sepulcro después de que Pedro y Juan se fueran (Jn 20:1-10). Jesús fue a su encuentro y, al reconocer la voz de su amado Rabí, María se aferró a Él. Jesús le pidió que no lo hiciera, sino que le encargó que llevara la buena noticia de su resurrección al resto de los discípulos (Jn 20:16-17). Jesús la eligió para dos propósitos especiales ese día: para ser la primera en ver al Resucitado, y para ser la encargada de anunciar esta gloriosa noticia a sus discípulos.

Aferremonos a Jesús

Todas estaremos de acuerdo en que Jesús, y no María, es el héroe de nuestra historia. Pero así como Hebreos 11 nos ofrece una panorámica de los santos del Antiguo Testamento, cuya fe se nos invita a emular, el Nuevo Testamento nos ha permitido conocer el relato de la devoción de María Magdalena. Que su vida de fe nos inspire a aferrarnos a Jesús como lo hizo ella. Que su misión sea también la nuestra: llevar el glorioso evangelio de nuestro Señor resucitado a los que más necesitan oírlo.

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