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La palabra pacto aparece más de 300 veces en la Biblia. En el Antiguo Testamento, la palabra hebrea berit tiene la connotación de un acuerdo contractual entre Dios y una persona, o entre dos seres humanos, el cual implica una acción vinculante entre las partes. De ahí que vemos la palabra pacto aplicada a los tratos entre los hombres, como el caso de Abraham y Abimelec (Gn. 21:27), y también a los tratos de Dios con el hombre en distintos momentos de la historia de la redención, donde se menciona explícitamente esta palabra; por ejemplo: el pacto con Noé (Gn. 6:18; 9:9-17), el pacto con Abraham (Gn. 15:1,21; 17:14), el pacto con Moisés (Éx. 34:28; Dt. 4:13; 9:9,11), y el pacto con David (2 S. 7; Sal.78:60,72). 

¿Qué es un pacto?

¿De qué se trata este pacto entre Dios y el hombre? A lo largo del Antiguo Testamento observamos la iniciativa persistente de Dios haciendo una promesa solemne de mantener esta relación de pacto con el hombre, la cual podemos resumir en esta frase: “Yo seré Su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer. 31:33). 

Pero la gran diferencia entre un pacto entre hombres y el pacto que Dios establece en la Escritura es que en el caso de los hombres, el pacto se mantiene hasta que una de las partes lo quebrante. Pero en el caso de Dios, Él ha definido su pacto como una promesa garantizada con un juramento a manera de testamento (Heb. 6:17; 9:15-17). De hecho, la palabra griega que utiliza el Nuevo Testamento para pacto (diatheke) tiene la connotación de un convenio planteado por una de las partes que debe ser aceptado o rechazado por la otra parte de modo que no pueda cambiarse. Este es un nuevo pacto prometido por Dios y ejecutado por la muerte del testador, su Hijo Jesucristo.

Por esa razón, en el Nuevo Testamento, durante el nacimiento de Juan el Bautista, su padre Zacarías irrumpe en alabanza a Dios con un canto profético, diciendo que Dios se había acordado de su santo pacto (Lc. 1:72) y del juramento hecho a Abraham de que, de su descendencia, la cual es Cristo (Gál. 3:16), todas las naciones serían benditas. De manera que ese pacto prometido por los profetas es cumplido y consumado en la vida, muerte, resurrección, y ascensión de Jesucristo (Mt. 26:28).

La iniciativa divina de hacer un pacto con su pueblo comenzó en la eternidad antes de la fundación del mundo.

Sin embargo, esta iniciativa divina de crear el universo para tener una relación de pacto con criaturas hechas a su imagen y semejanza no comenzó con el nacimiento del Mesías, ni con la llegada de Juan el Bautista, ni con Jeremías, ni con David, ni con Moisés, ni con Abraham, ni con Noé, ni tampoco con Adán. Esta iniciativa comenzó en la eternidad antes de la fundación del mundo. 

El pacto de la redención

La tradición reformada basa su hermenéutica o sistema de interpretación de la Biblia en la teología del pacto, la cual enseña que Dios redime a su pueblo. Desde principios del siglo XVI tenemos registros de teológos como Zwingli, Oecolampadius, Bucer, Bullinger, Musculus, y Calvino haciendo referencia a la teología del pacto con base en sus estudios en la carta a los Hebreos. En la teología reformada, el pacto de la salvación (pactum salutis), también conocido como pacto de la redención o pacto de paz, se define como un acuerdo intratrinitario (entre Dios Padre, Hijo, y Espíritu Santo) desde antes de la creación, donde Dios el Padre promete redimir a su pueblo elegido para dárselo a Dios el Hijo, quien a su vez decide voluntariamente obtener la salvación de su pueblo al encarnarse en un cuerpo humano engendrado por el Espíritu Santo en una virgen. 

De esa manera, Cristo actúa como fiador y como mediador de este pacto de gracia para con su pueblo. Y a causa de esto, Dios el Espíritu Santo aplica la obra de Dios el Hijo a su pueblo a través de los medios de gracia. 

¿Cómo se relacionan todos estos pactos en la Biblia? La respuesta a esta pregunta define cuál es tu interpretación de la Escritura y la continuidad o discontinuidad en el tiempo presente de los diversos tratos de Dios con el hombre a lo largo de la historia de la redención. La respuesta a esa pregunta dentro de la tradición reformada es que existen tres pactos distintivos: 

  1. el pacto de la redención o salvación (pactum salutis)
  2. el pacto de la creación (foederus naturae)
  3. el pacto de gracia (foederus gratiae)

Los demás pactos (noético, abrahámico, mosaico, davídico) se agrupan debajo de estos tres pactos precedentes.

De ahí que la historia de la redención inicia en la eternidad con el pacto de la salvación, continúa con la creación del mundo bajo el pacto de la creación (o pacto de obras), y, en tercer lugar, al producirse la Caída del primer Adán, de inmediato Dios anuncia el pacto de gracia (Gn. 3:15). Con este pacto Dios promete que la descendencia de la mujer (es decir, del Mesías) aplastaría la cabeza de la serpiente (el diablo). A partir de ese pacto de gracia desde Génesis 3:15 (llamado el protoevangelio, que significa “primer evangelio”), los pactos con Noé, Abraham, Moisés, y David son diferentes tipos de administraciones del mismo pacto de gracia que apunta al Mesías, el cual se cumple cuando Cristo aplasta la cabeza de la serpiente en la cruz y declara: “¡Consumado es!” (Jn. 19:30). 

Un pacto de gracia

Es decir que, de este lado del sol, el contraste entre el antiguo y el nuevo pacto que Pablo y el autor de la carta a los Hebreos distinguen no se trata de dos pactos sucesivos (primero la ley y luego la gracia), sino de dos pactos que coexisten lado a lado (ley y promesa) bajo el pacto de la redención diseñado por la Trinidad antes de la fundación del mundo. Este pacto se despliega en la historia de la salvación en la creación, caída, redención, y restauración. 

En otras palabras, la ley natural fue dada en la creación y fue quebrantada por el primer Adán, y la gracia de Dios fue dada desde el principio cuando Dios cubre la desnudez de ellos con pieles de animales. El mismo patrón de ley y evangelio, de letra y Espíritu, de condicionalidad e incondicionalidad, se mantiene en todos los pactos de la promesa que Dios mismo entrega en la persona del Hijo, quien viene como el último Adán para cumplir perfectamente la ley y darnos la promesa de Emanuel: Dios con nosotros.

Diversas confesiones históricas, redactadas después de la Reforma protestante, han dado testimonio a esta comprensión de un pacto de salvación diseñado en la eternidad entre Dios el Padre y Dios el Hijo. Esto se deriva de muchos textos en la Escritura que hablan del Padre que escoge a su pueblo para redimirlos en Cristo “desde antes de la fundación del mundo” (Mt. 13:35; 25:34; Jn. 17:24; Ef. 1:4; 1 Pe. 1:20; Ap. 13:8). De hecho, cuando Jerónimo tradujo Zacarías 6:13 en la Vulgata latina, lo tradujo como consilium pacis, o pacto de paz, interpretando que este era el pacto entre el SEÑOR de los ejércitos y el Renuevo que vendría a salvar.

La teología del pacto propone que Cristo obedeció con el fin de obtener de su Padre una recompensa: su exaltación y la salvación de su pueblo escogido.

Pero más claro aun son aquellos textos que describen esta conversación del Padre exaltando al Hijo a su diestra y prometiéndole un reino de gente santa cuando ponga a sus enemigos por estrado de sus pies (Sal. 110; Heb. 1:5-13; Lc. 4:18; Is. 45:23; comp. Fil. 2:9-11). ¿O cómo explicar por qué exactamente Cristo obedeció y se subordinó en la condición de hombre ante el Padre? La teología del pacto de la redención propone que Cristo obedeció con el fin de obtener de su Padre una recompensa: su exaltación y la salvación de su pueblo escogido (Is. 53:11-12; Ef. 4:8-10). Tanto John Owen (1616-1683) como Hermann Witsius (1636-1708) argumentan que esta subordinación del Hijo encarnado no era ontológica (en esencia), sino en función al pacto de la redención establecido en la eternidad, pero administrado bajo la temporalidad de la creación. 

En conclusión, Jesucristo vino para obedecer y cumplir perfectamente todas las demandas del pacto que había sido quebrantado por la humanidad, para que los que fueron constituidos pecadores por la desobediencia del primer Adán sean ahora constituidos justos por la obediencia del segundo Adán, de manera que donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Ro. 5:12-21).


Imagen: Lightstock.
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