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Martyn Lloyd-Jones, pastor por mucho tiempo en la Capilla de Westminster en Londres, Inglaterra, describió la predicación como “el más alto, el más grande, y el más glorioso llamado al que cualquiera puede ser llamado”.[1] Estoy de acuerdo con la elevada evaluación de la predicación que tenía Lloyd-Jones. El llamado a predicar es sagrado, y la tarea de predicar debe realizarse con claridad, convicción, y pasión.

Es fácil darse cuenta de que el pastor moderno lleva puestos muchos sombreros. Sin embargo, dentro del contexto de la iglesia local, creo que la predicación es la responsabilidad primordial del pastor. La predicación es su tarea indispensable, su deber más importante, y su tarea más importante y urgente. Para el pastor, la predicación es la prioridad número uno.

Para el pastor, la predicación es la prioridad número uno.

Además, no es solo que el pastor debe predicar, sino que debe predicar la Palabra. Esto se logra mejor a través de la exposición bíblica. Pero, antes de que lleguemos a eso, debemos hacernos una pregunta importante: “¿Por qué predicar?”.

La determinación a predicar la Palabra es primero un compromiso teológico. Predicamos la Palabra porque la Palabra es verdadera, autoritativa, y vivificante. La Escritura está repleta de este testimonio sobre sí misma. Por ejemplo, considera 1 Pedro 1:23–25:

“Pues han nacido de nuevo, no de una simiente corruptible, sino de una que es incorruptible, es decir, mediante la palabra de Dios que vive y permanece. Porque: ‘TODA CARNE ES COMO LA HIERBA, Y TODA SU GLORIA COMO LA FLOR DE LA HIERBA. SECASE LA HIERBA, CAESE LA FLOR, PERO LA PALABRA DEL SEÑOR PERMANECE PARA SIEMPRE’. Esa es la palabra que a ustedes les fue predicada”.

De manera similar, Santiago testifica: “En el ejercicio de Su voluntad, Él nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que fuéramos las primicias de sus criaturas” (1:18).

Estos pasajes nos enseñan que el Señor trabaja soberanamente en el corazón del oyente por medio de su Espíritu y por medio de su Palabra. Creer en esta dinámica de la Palabra y el Espíritu es un compromiso teológico, y por lo tanto, nos empuja hacia la exposición bíblica. Como observó Lloyd-Jones:

“La justificación final para afirmar la primacía de la predicación es teológica. En otras palabras, argumentaría que todo el mensaje de la Biblia afirma esto y nos lleva a esta conclusión. Quiero decir que en el momento en que consideras la necesidad real del hombre, y también la naturaleza de la salvación anunciada y proclamada en las Escrituras, llegas a la conclusión de que la tarea principal de la iglesia es predicar y proclamar esto, para mostrar la necesidad real del hombre, y para mostrar el único remedio, la única cura para su necesidad”.[2]

Lloyd-Jones tiene razón, y es por eso que la predicación, un tema constante en todas las Escrituras, ha sido una práctica continua en todo el cristianismo protestante.

Un tema consistente a lo largo de las Escrituras

Dios envió a los profetas de antaño a predicar. Los evangelios nos dicen que “Juan el Bautista predicó el arrepentimiento”. Jesús, también, “vino predicando”.

En pentecostés, en Hechos 2, la iglesia nació a través de la predicación de Pedro. A lo largo del libro de los Hechos, los apóstoles predicaron y pusieron al mundo de cabeza, y con su predicación fertilizaron el campo para la iglesia. El oficio del diácono se formó para facilitar la oración y el ministerio de la Palabra. Pablo solía ir a la sinagoga y razonaba desde las Escrituras.

En 1 Timoteo 3 se dice que el anciano debe ser “capaz de enseñar”. En 1 Timoteo 4, Pablo le dice a Timoteo: “Entretanto que llego, ocúpate en la lectura de las Escrituras, la exhortación y la enseñanza”. Y, por supuesto, el último encargo de Pablo a Timoteo es: “predica la Palabra”.

De manera más persuasiva, la lógica hermética de Pablo en Romanos 10 nos recuerda cuán altas son realmente las apuestas: es a través de la predicación que los perdidos se salvan. El apóstol escribe:

“Porque: ‘TODO AQUEL QUE INVOQUE EL NOMBRE DEL SEÑOR SERA SALVO’. ¿Cómo, pues, invocarán a Aquél en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquél de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados? Tal como está escrito: ‘¡CUAN HERMOSOS SON LOS PIES DE LOS QUE ANUNCIAN EL EVANGELIO DEL BIEN!’”, Romanos 10:13-15.

Por lo tanto, de las Escrituras queda claro por qué debemos predicar, pero esto también se muestra claramente en la historia de la Iglesia.

Un tema consistente a través del protestantismo

Los hombres que han avanzado más poderosamente a la Iglesia y han sacudido al mundo lo han hecho a través del púlpito.

Las estructuras, funciones, e historia de la iglesia, especialmente después de la Reforma, refuerzan la centralidad de la predicación. Los hombres que han avanzado más poderosamente a la Iglesia y han sacudido al mundo lo han hecho a través del púlpito.

Como protestantes, nuestras iglesias también nos recuerdan esta realidad. Nuestra arquitectura coloca el púlpito al frente y al centro en nuestras casas de adoración. Nuestra liturgia presenta la predicación como el punto culminante en nuestro orden de adoración. Nuestra jerga incluso refuerza la centralidad de la predicación (o al menos solía hacerlo). A los comités de búsqueda de pastores les llamaban “comités de púlpito”. Un llamado al ministerio era un “llamado a predicar”, y al pastor a menudo se le llamaba simplemente “el predicador”.

La respuesta a “¿por qué predicar?” no es un misterio, sino una que está claramente confirmada tanto en las Escrituras como en la historia de la iglesia. Por lo tanto, al evaluar el pastorado, digamos de nuestros pastores que ellos son, ante todo, predicadores.


[1] Martyn Lloyd-Jones, Predicación y Predicadores (Grand Rapids: Zondervan, 1971, 9.

[2] Ibid., 26.


Publicado originalmente en For the Church. Traducido por Equipo Coalición.
Imagen: Lightstock.
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