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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado de ¿Es razonable creer en Dios? Convicción, en tiempos de escepticismo. Timothy Keller. B&H Español.

Existe un gran abismo entre la idea de que Dios nos acepta debido a nuestros esfuerzos y la idea de que Dios nos acepta por lo que Jesús ha hecho (Ef. 2:8-9, Rom. 5:1). La religión opera sobre la base del principio de «Obedezco; luego soy aceptado por Dios». En total contraste, el principio del evangelio es «Dios me acepta por lo que Cristo hizo, y por eso yo ahora le obedezco». Puede sin duda darse el caso de dos personas que se rigen en la vida por estos dos principios tan distintos y que, aun así, se sientan la una junto a la otra en la iglesia. Ambas oran, practican el diezmo con generosidad y son leales y fieles a sus respectivas familias y a la iglesia; se esfuerzan además por vivir honesta y dignamente. La cuestión, sin embargo, es que lo hacen por motivos muy distintos y con identidades espirituales en extremo diferentes; viven en consecuencia de forma casi diametralmente opuesta.

La principal diferencia está en la motivación. En el ámbito de la religión, nos esforzamos por obedecer las ordenanzas divinas por temor. Creemos que, si no obedecemos las normas, vamos a perder la bendición de Dios tanto en este mundo como en el próximo. En el evangelio, en cambio, la motivación es de gratitud por una bendición ya experimentada en Cristo. Y si bien los moralistas se ven forzados a obedecer, por temer un rechazo, el cristiano se apresura en cambio a obedecer movido por el deseo de complacer y asemejarse a Aquel que entregó su vida a favor nuestro.

Otra diferencia importante es la relativa a la identidad y a la autoestima. En el marco de lo religioso, la persona vive convencida de estar actuando de forma superior respecto a los demás y desprecia a los que no siguen el verdadero camino. Eso es cierto tanto si tu religión es liberal (en cuyo caso te sientes superior respecto a los creyentes de mentalidad estrecha, llenos de prejuicios) como si es conservadora (en cuyo caso te sientes superior respecto a los menos morales y devotos). Si no llegas a cumplir tus propias normas, acabarás odiándote a ti mismo. Incluso te sentirás mucho más culpable en ese caso que si hubieras prescindido de Dios y de la religión por completo.

El evangelio nos hace ver que nuestra imperfección es tan grande que Jesús tuvo que morir por nosotros, pero al mismo tiempo Jesús me ama tan profundamente que estuvo dispuesto a morir para remediarlo.

En mi caso, mientras mi comprensión del evangelio fue muy limitada, oscilaba entre esos dos polos tan opuestos. Cuando tenía éxito en algunas de las áreas que me había propuesto como meta (los estudios, las relaciones personales), me sentía lleno de confianza en mí mismo pero no humilde. De hecho, tendía a sentir un cierto orgullo y a no tener paciencia para con los fallos ajenos. Cuando, por el contrario, era yo el que no daba la talla necesaria, me sentía humilde pero falto de confianza y un verdadero fracaso. Descubrí entonces que el evangelio contiene los recursos necesarios para fundamentar una identidad muy real y propia. En Cristo podía tener la certeza de ser aceptado por gracia, no solo a pesar de todos mis defectos, sino por estar yo dispuesto a admitir su existencia. El evangelio cristiano nos hace ver que nuestra imperfección es tan grande que Jesús tuvo que morir por nosotros, pero al mismo tiempo Jesús me ama y me aprecia tan profundamente que estuvo dispuesto a morir para remediarlo. El así entenderlo nos mueve a la vez a una profunda humildad y a una sublime confianza. Elimina a la vez la altivez y los sentimientos de inferioridad. Ya no es posible sentirse superior a nadie, pero tampoco hay por qué demostrar nada extraordinario uno mismo. Uno no se siente más, pero tampoco hay que sentirse menos. Pero sí deja uno de estar centrado de forma exclusiva en uno mismo. Ya no hay necesidad de estar constantemente pendiente de la propia existencia, de lo que se hace, de cómo me consideran los demás.

La religión y el evangelio difieren fundamentalmente en su trato del Otro, de aquellos que no tienen sus mismas creencias y que tienen prácticas diferentes. Los pensadores posmodernos plantean un yo formado y fortalecido mediante la exclusión del Otro, de aquellos que no tienen los mismos valores y rasgos en los que yo baso mi propio sentido y valía. Las personas tendemos a definirnos enfatizando lo que no somos. Y tratamos de sentirnos superiores desprestigiando a los que tienen creencias, prácticas o razas distintas de las nuestras. Pero la identidad genuinamente basada en el evangelio nos proporciona una base para construir nuevas y más justas y armoniosas relaciones sociales. La dignidad y el valor del creyente no se derivan de la exclusión de terceros, sino de la persona y obra del Señor que fue excluido a mi favor. Esa gracia Suya me hace ser más humilde de lo que podría hacerlo la práctica de una religión (por cuanto mi incapacidad de fondo impide que pueda salvarme por mis propios medios), aunque también me imparte una confianza infinitamente más real y poderosa de lo que podría hacerlo la religión (porque puedo tener la absoluta certeza de la aceptación incondicional de Dios).

En la práctica, eso significa que no puedo despreciar a todos aquellos que no crean lo mismo que yo o de la misma forma. Y puesto que no he sido salvado por mi creencia en la doctrina correcta o por una práctica religiosa aceptable, la persona que tengo delante, aun con creencias erróneas, podría ser moralmente superior a mí en múltiples formas. Pero también eso significa que no tengo que dejarme intimidar por nadie. No soy tan inseguro que temo al poder, el éxito o el talento de otras personas. El evangelio hace que sea posible superar las sensibilidades exageradas, la necesidad morbosa de criticar a los demás y el estar constantemente a la defensiva. La genuina identidad cristiana no depende de la buena opinión que puedan tener los demás de nosotros, sino del valor que tenemos para Dios en Cristo.


Imagen: Lightstock.
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