Unas semanas antes de la muerte de mi esposo Jim, me dijo que finalmente podría dejar mi trabajo para ser ama de casa. Ese había sido mi plan desde el primer día que fui a trabajar como enfermera.
No estaba planeado que muriera mi marido. Escogió un buen momento para dejarme: dos hijos en la universidad, y con la renovación de nuestra casa apenas pasando la fase de demolición. “¿En serio, Señor?”, pensé. Contrario a lo que supusieron muchos, el seguro de vida no me convirtió en una mujer adinerada y bien cuidada. En lugar de hacer la transición a casa, tendría que trabajar durante muchos años más.
Cuando Jim y yo nos casamos, me pidió que hiciera una promesa más además de nuestros votos matrimoniales: si muriera prematuramente, debía seguir viviendo. No podía desmoronarme en autocompasión y resentimiento. Los médicos le diagnosticaron cáncer a Jim en su adolescencia, y aunque se le consideraba médicamente curado, vivió sabiendo que su vida era un vapor.
Entonces, después del funeral, volví a trabajar a tiempo completo. La familia y los amigos me dijeron: “Piensa en ello como algo nuevo pero normal”. Odiaba eso. Lo llamaba el “plan que no es mi plan”.
No era un secreto que pasé la mayor parte de mi carrera de enfermería orando y planeando dejarla. El trabajo era un medio para un fin. No podía ver lo que Dios estaba haciendo a través de mis compañeros de trabajo, pacientes, y turnos de 12 horas que me dejaban los pies adoloridos. Las lágrimas de mis hijos cuando los dejaba en la guardería, las visitas a la escuela que dejé pasar, y los estudios bíblicos de mujeres a los que no pude asistir… esas eran las cosas que veía.
Trabajadora cristiana, pero de mala gana
Tengo un cuadro de 2 Corintios 12:9 en la pared de mi habitación. “Te basta Mi gracia, pues Mi poder se perfecciona en la debilidad”. Me sirvió como recordatorio para levantarme de la cama los días que no tenía ganas, lo que parecía ser todos los días.
Había sido bien educada en teología y en la dignidad del trabajo secular. Conocía los capítulos y versículos que hablaban al respecto, incluyendo Efesios 2:10: “Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, que Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas”.
Aún así, operé bajo la idea inconsciente de que estaba viviendo una segunda mejor opción. Volver al trabajo de tiempo completo a mis 50 años fue difícil.
Una vez, una enfermera más joven se me acercó y me dijo: “Me gustaría hacerle una pregunta a una enfermera mayor”.
Levanté una ceja. “Cuando encuentres una, pregúntale”.
Agachó la cabeza y comenzó a alejarse.
Suspiré. “Espera”, le dije. “¿Qué necesitabas?”. Entramos en una habitación y luchamos contra un paciente problemático, le tomamos la mano y nos reímos de sus bromas. Levanté la vista, contuve las lágrimas y sonreí.
Ella frunció el ceño. “¿Qué?”.
“Es la primera vez que me rio del trabajo en mucho tiempo. Gracias”.
Desde ese día en adelante, traté de encontrar placer en mi trabajo, incluso en la dificultad. Invertí tiempo en enfermeras más jóvenes. También comencé a ver que algunas de las mismas reglas que había criticado en realidad tenían sentido. Me quedé el tiempo suficiente para ver que muchos de mis errores se convirtieron en lecciones objetivas y luego en política del hospital. Hice dos presentaciones autocríticas a nuestras nuevas enfermeras, una subtitulada: “Qué hacer cuando realmente te equivocas”. Mientras me preparaba para esas charlas, las páginas de las Escrituras terminaban en mis diapositivas: todo, desde “en cuanto dependa de ti” (Ro. 12:18), hasta “todas las cosas cooperan para bien” (Ro. 8:28).
Todas las cosas. Incluso una muerte no planificada, y un corazón roto. Pero Dios había estado conmigo todo el tiempo. Una enfermera una vez me dijo: “Las penas de este llamado forman a la verdadera enfermera”.
Planes de jubilación
En junio de este año, mi hija y mi yerno tuvieron su primera hija, Jaymes. Me llamaron con dulzura: “Considera acercarte más a nosotros, mamá. Queremos que nuestra hija te conozca”.
Así que renuncié el 20 de septiembre y escribí:
Estimado Hospital Universitario:
Mañana conduzco al trabajo por última vez. No siempre nos llevamos bien. Hubo días en que volví a casa llorando y dije que no volvería mañana.
Pero regresé.
Gracias por detener una reacción anafiláctica que podría haber matado a mi hijo. Gracias por abrir una arteria obstruida en el abuelo de mis hijos antes de que sufriera un ataque cardíaco masivo. Gracias por abrazarme y acompañar con calma a mi esposo hacia la eternidad cuando las complicaciones de la cirugía a corazón abierto se volvieron demasiado grandes. Gracias por llorar conmigo mientras veíamos su corazón dejar de latir.
Al considerar ese proceso de dar dos pasos adelante y uno hacia atrás, cosa que experimenté al ser una enfermera en el Hospital Universitario, estoy muy agradecida de haber tenido la oportunidad de crecer profesionalmente en este lugar.
Algunas de las personas más resistentes, valientes, perspicaces, inteligentes, y competentes trabajan en el Hospital. Estoy agradecida de haber tenido el privilegio de trabajar hombro con hombro con estos héroes.
Así que mañana me iré, y verdaderamente esta vez, no regresaré.
Es curioso. Siempre pensé que este momento se sentiría bien. Impresionante, incluso. Y sin embargo, me tiene en lágrimas.
Dios les bendiga a todos ustedes, los valientes de mi querido Hospital Universitario.
El trabajo no es un llamado a encontrar significado, sino a morir a uno mismo en nombre de los demás.
Aquí hay una lección que me ha llevado más de 30 años aprender: el trabajo no es un llamado a encontrar significado, sino a morir a uno mismo en nombre de los demás. Cristo hizo esto por nosotros. ¿No debemos seguir en sus pasos?
Estoy agradecida de que el Señor nunca me dejó renunciar a la tarea que tenía para mí. Me mantuvo donde Él quería, en el Hospital Universitario, durante casi 30 años. Ahora puedo mirar hacia atrás y llamarlo el “plan A”. El “plan mejor de lo que yo podría haber elegido”.