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En nuestros días, el amor se ha vuelto un concepto difuso y liviano. Amamos lo que nos entretiene, lo que nos halaga, lo que nos hace sentir bien. Pero Jesús, en una de las enseñanzas más desconcertantes del Sermón del monte, nos lanza un desafío que trastoca toda lógica humana: «Amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen» (Mt 5:44).

Este mandato no solo es difícil de practicar, sino imposible sin una transformación profunda del corazón. Y, sin embargo, es precisamente ahí donde se revela el verdadero rostro de Dios en nosotros.

¿“Odiarás a tu enemigo”?

Jesús dijo: «Ustedes han oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”» (Mt 5:43). La segunda parte de esta frase no aparece en ninguna parte del Antiguo Testamento. En cambio, es el reflejo de cómo algunos líderes religiosos habían manipulado la enseñanza original de la ley. Es cierto que está escrito: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19:18), pero Dios jamás ordenó odiar al enemigo.

Amar al enemigo es un ejercicio cotidiano: perdonar en lugar de guardar rencor, bendecir en lugar de hablar mal, orar en lugar de desear venganza

Esa segunda parte fue una deducción humana, nacida de un espíritu exclusivista, nacionalista y religioso que deformó el mandato divino original. Con el tiempo, la palabra «prójimo» se redujo a «los míos»: los que comparten mi fe, mi cultura, mi identidad. Todos los demás —extranjeros, samaritanos, gentiles— quedaban fuera del círculo del amor. Así, el amor se volvió selectivo y el odio, justificable.

Jesús confronta esta distorsión de manera directa. No solo rechaza el falso añadido, sino que amplía radicalmente el alcance del amor. Con Sus palabras y con Sus obras, redefine quién es el prójimo. En la parábola del buen samaritano (Lc 10:25-37), el héroe no es el líder religioso, sino el marginado y despreciado.

Es Jesús quien encarna el amor verdadero: un amor que cruza barreras étnicas, sociales y espirituales. Al hacerlo, nos devuelve al corazón de Dios: un amor sin fronteras, sin favoritismos, sin excepciones. Un amor que no nace de la conveniencia, sino de la compasión.

El amor como marca del verdadero hijo de Dios

Esta enseñanza de Jesús en el Sermón del monte tiene una intención clara: distinguir a los hijos del reino. El Señor explica: «Amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen, para que ustedes sean hijos de su Padre que está en los cielos» (Mt 5:44-45, énfasis añadido).

Amar a quienes nos aman no tiene mérito extraordinario; hasta los recaudadores de impuestos y los gentiles lo hacen (vv. 46-47). Lo distintivo del discípulo de Cristo es su capacidad de amar sin reciprocidad.

Jesús nos llama a amar a los enemigos. No de manera superficial ni forzada, sino desde una libertad que solo puede dar el Espíritu Santo

Este amor no es emocional ni superficial. Es un acto de la voluntad, un reflejo de la naturaleza divina. Dios muestra este amor al hacer salir el sol y enviar la lluvia tanto sobre justos como injustos (v. 45). El creyente que ama a sus enemigos está participando activamente del carácter de Dios, demostrando que ha nacido de nuevo.

¿Tengo enemigos?

Quizás alguien escuche las palabras de Jesús y piense: «Yo no tengo enemigos». Pero el Señor no se refiere solo a quien nos odia abiertamente o nos persigue con violencia. En Su reino, el enemigo puede ser todo aquel que nos hiere, nos decepciona, nos contradice o simplemente se convierte en un obstáculo para nuestro bienestar.

A veces, el enemigo tiene un rostro familiar: un padre ausente, un hijo que se ha endurecido, un cónyuge indiferente, un amigo que traicionó nuestra confianza. Otras veces, es más sutil: un compañero de trabajo que nos menosprecia, un hermano en la fe que nos juzga, o una persona cercana que constantemente nos confronta.

Jesús nos llama a amarlos. No de manera superficial ni forzada, sino desde una libertad interior que solo puede dar el Espíritu Santo. Amar al enemigo es un ejercicio cotidiano: cuando elegimos perdonar en lugar de guardar rencor, bendecir en lugar de hablar mal, orar en lugar de desear venganza.

Este amor no niega el dolor, pero se niega a ser gobernado por él. Es la manifestación de que nuestra identidad ya no está definida por lo que otros nos hacen, sino por lo que Cristo ha hecho por nosotros y en nosotros. Solo así podemos vivir como verdaderos hijos del Padre: libres, compasivos y llenos de gracia, incluso ante quienes nos han herido.

3 maneras de amar a nuestros enemigos

Jesús no se limita a dar una orden; nos ofrece ejemplos concretos de cómo ejercer este amor:

  1. Saludar. «Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacen más que otros?» (Mt 5:47). A veces, amar empieza por lo más sencillo: reconocer al otro, romper el hielo, no ignorar. Saludar a quien nos desagrada o nos ha herido es un pequeño acto que puede abrir una gran puerta.
  2. Suplir necesidades físicas. Así como Dios hace llover sobre buenos y malos, nosotros también debemos atender las necesidades básicas de todos, sin distinción. Pablo lo resume así: «Pero si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; y si tiene sed, dale de beber… No seas vencido por el mal, sino vence el mal con el bien» (Ro 12:20-21).
  3. Orar sinceramente. Esta es quizás la demostración más profunda del amor al enemigo. Orar por quien nos ha causado dolor significa que deseamos sinceramente su bienestar espiritual. No pedimos venganza, sino redención. Seguimos el ejemplo de Cristo, quien desde la cruz dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23:34).

¿De dónde viene la fuerza para amar así?

Este tipo de amor no nace de la naturaleza humana. Brota de una transformación interior que solo ocurre cuando hemos sido reconciliados con Dios. Por eso, Jesús dice que quienes actúan así son verdaderos hijos de Su Padre. Nadie puede amar a su enemigo con sinceridad, si no ha experimentado antes el perdón de Dios.

Nadie puede amar a su enemigo con sinceridad, si no ha experimentado antes el perdón de Dios

La motivación también juega un papel crucial. En el Sermón del monte, Jesús también había dicho: «Regocíjense y alégrense, porque la recompensa de ustedes en los cielos es grande» (Mt 5:12). Amar al enemigo no nos hace ganar el cielo, pero demuestra que el cielo es nuestra esperanza más grande. La mirada puesta en la recompensa eterna nos permite soportar el dolor temporal (cp. He 11:26).

Esta enseñanza no está dirigida a toda la humanidad indiscriminadamente. Es un mandato dirigido a quienes hemos sido regenerados por el Espíritu Santo. A los que hemos creído, nos hemos arrepentido y hemos sido sellados por la promesa eterna de Dios. El mundo no puede amar de esta manera porque no ha conocido al amor verdadero: «Nosotros amamos porque Él nos amó primero» (1 Jn 4:19).

Una vida que apunta al cielo

El amor a los enemigos no es una estrategia de convivencia social. Es una manifestación del reino de los cielos. Cada vez que respondemos con bendición en lugar de maldición, que oramos en lugar de maldecir, que ayudamos en lugar de vengarnos, estamos anunciando que nuestro Dios es distinto. Que en Él hay perdón, gracia y una esperanza viva.

Te invito a orar conmigo: «Señor, enséñanos a amar como Tú, incluso a quienes más nos cuesta. Que nuestra vida anuncie que pertenecemos a otro reino. Amén».

Un día Jesús volverá con Su recompensa en la mano. «Por tanto, Yo vengo pronto, y Mi recompensa está conmigo para recompensar a cada uno según sea su obra» (Ap 22:12). Que nuestro amor, aún hacia quienes nos hieren, sea la evidencia de que vivimos para ese día.

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