Por un instante renegaron de su miseria.
Están en amargura porque sentían que su piedad no fue recompensada.
O al menos no como esperaban.
Se quejaron para sus adentros viendo a los que no siguen a Cristo;
prósperos, sin aflicción y siempre sonriendo.
Anhelaron, por un segundo, volver a ese estado sin gracia.
Cuando vivían tranquilos y sin las molestias del llamado cristiano.
Por un instante los invadió la nostalgia de Egipto,
porque allá no sufrieron tanto como acá.
La añoranza por sus días impíos los sorprendió como intruso,
cuando la oración no fue respondida como quisieron.
Hastiados de la cruz que debían cargar,
resignados a la aflicción que la providencia había ordenado.
Dejaron el contentamiento y lo cambiaron por quejas. Terrible trueque.
Murmuraron porque no se contentaron con sustento y abrigo.
Recordaron el aroma de la comida, el sonido de la ciudad,
las grandes construcciones, y los deleites de una vida sin restricciones.
El insuperable tesoro, que es Cristo, les pareció un premio de consuelo.
Una tragedia.
Así han estado.
Idealizando Egipto.
Y toda la congregación de los israelitas murmuró contra Moisés y contra Aarón en el desierto. Los israelitas les decían: «Ojalá hubiéramos muerto a manos del SEÑOR en la tierra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos. Pues nos han traído a este desierto para matar de hambre a toda esta multitud» (Éx 16:2-3).