Abandono y humillación;
golpes, puños y bofetadas.
Acto de suprema vileza,
el colmo de la maldad.
Era de día y el cielo oscureció por tres horas.
Se hizo de noche como testimonio de lo que acontecía.
Lo misterioso e incomprensible del evento debía ser pintado con tinieblas.
El dolor y la angustia estaban allí.
Con toda su fuerza y lo mejor de su repertorio. Se lucieron.
Crueldad sin límites ni restricciones.
Todo se sintió hasta el infinito porque así era quien lo sufría.
La tristeza y el terror estaban allí completas.
Fijas e inmutables, llenando el cuerpo y agobiando el alma.
Fue un peso inhumano para el humano que estaba allí.
La burla y el odio tuvieron su más alta expresión a esa hora.
Fue una desolación sin mesura.
Hasta que expiró.
Y algunos comenzaron a escupir a Jesús, le cubrían el rostro y le daban puñetazos, y le decían: «¡Profetiza!». También los guardias lo recibieron a bofetadas (Mr 14:65).
Cuando llegó la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora novena Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró (Mr 15:33, 37).
Él es también la cabeza del cuerpo que es la iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, a fin de que Él tenga en todo la primacía (Col 1:18).