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Adheridas a la piel,
ellas que descienden
son prueba de la fragilidad
y evidencia del dolor.

Bañan todo los rostros;
los infantiles,
las mejillas más recias
y las arrugas fieles.

Si el ser amado se va,
si los hijos sufren
y la sanidad es esquiva,
¿Cómo no descender?

En la pérdida,
en la derrota,
en la angustia
y en el rechazo,
¿Cómo no descender?

Aquí en este mundo,
algo anda muy mal
desde hace mucho
(y ellas me lo recuerdan).

Pero el mal presupone un bien
y la añoranza una esperanza.
El día llegará y las aguas
dejarán de descender.

La última caricia aguarda,
para enjugar y desaparecer
la evidencia líquida
de una existencia que no volverá a caer.


Él enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado (Ap 21:4).

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