El apóstol Pablo fue un elocuente, celoso y valiente mensajero, predicador y defensor del Evangelio de Jesucristo. Su predicación se centraba principalmente en la persona y en la obra de nuestro Señor. Sin embargo, aunque su mensaje fue esencialmente una proclamación, también incluía un constante llamado al arrepentimiento y una permanente exhortación a una vida digna de la vocación cristiana.
En sus epístolas hay una constante advertencia a un caminar congruente al carácter de nuestro Señor. A los colosenses les dijo «Y todo lo que hacéis, de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús» (Col 3:17) . Asimismo, recordó a los creyentes de Filipos acerca de cómo debería ser su conducta cuando les dijo: «Solamente que os comportéis como es digno del evangelio de Cristo» (Filipenses 1:27).
Esto quiere decir, que hay una manera de vivir que es conforme al Evangelio, o que se ajusta y es congruente con ese mensaje. Los creyentes que hemos sido salvados por el poder del Evangelio, también debemos vivir en conformidad a él. Desde luego esto incluye nuestras relaciones interpersonales.
Entonces, ¿Cómo influye el Evangelio en nuestras relaciones humanas? ¿Cómo se convierte el Evangelio en nuestro estándar para tratar a nuestros semejantes? O mejor ¿En qué sentido el mensaje de Cristo y de la cruz se convierten en el parámetro para relacionarnos con las demás personas?
Podemos tomar varios textos que nos ayuden en esa dirección. Varios pasajes de las Escrituras nos presentan la obra de nuestro Señor como base para nuestras relaciones personales. Pero creo que hay uno que expresa una estrecha relación entre el Evangelio y nuestro trato con los demás. Veamos:
Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. (Fil 2:3-8)
En este pasaje, el apóstol está enfocando su atención a las relaciones entre los Filipenses, e invita a imitar la actitud que tuvo Jesucristo cuando vino a salvar a los pecadores. Nuestro trato con los demás debe estar marcado por un profundo respeto y una genuina estima hacia el prójimo.
Los creyentes nunca deberíamos mirar con desprecio a nuestros semejantes, aun si tenemos diferencias o si estamos en alguna posición de ventaja con respecto a ellos. Más bien nuestra actitud de ser «estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo». Pablo resalta la gran demostración de humildad de nuestro Señor quien siendo Dios, «no estimo el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse». Dejó Su gloria, dejó los cielos, dejó Su trono para vivir como un simple hombre con todas las limitaciones de la experiencia humana. Cristo se humilló a sí mismo. Se hizo hombre, se hizo obediente y murió en la cruz. Una muerte digna del más vil delincuente y murió por hombres dignos de la condenación eterna.
Esa es la actitud que debe ser imitada, según el apóstol. Allí está la obra de nuestro Salvador como el parámetro que dirige y gobierna nuestro trato hacia los demás. Es decir, debemos ser humildes como Cristo, quien se humilló para salvarnos. Debemos tener en alta estima a los demás hombres, como nuestro Salvador la tuvo con los pecadores.
Adoremos a Dios por nuestra redención; demos gracias por nuestro Salvador y meditemos constantemente en el precio que se pagó y en la actitud que demostró para redimirnos. Este es el bendito Evangelio que nos salva y nos transforma. Este es el glorioso Evangelio que dirige cada área de nuestras vidas, incluso nuestras relaciones con el prójimo.