El rey está en la casa que habita durante la época de invierno. El clima es bastante frío. Allí, en una sección de la casa, un brasero de fuego permanece encendido para calentarlos. El fuego solo sirve para eso, pero ahora el rey lo usará para algo más: quiere que ese fuego también consuma algo. Tiene algo en su mano. Son unos papeles. Para ser más precisos, es un rollo que contiene un mensaje.
Ese rollo se lo quitó de las manos a uno de sus colaboradores que lo leía. Mientras escuchó el mensaje, el hombre no mostró ni una pizca de temor. Estaba más bien indignado. Como rey, gozaba de una autoridad incuestionable y eso incrementaba su sensación de ser todopoderoso, típica de un líder arrogante.
El mensaje contenía algunas advertencias de algo terrible que estaba a punto de pasar. La respuesta apropiada hubiera sido un gran susto, seguido por el rasgamiento de sus ropas en señal de lamento y arrepentimiento. Sin embargo, hasta ese momento nada de eso pasó.
No está contento con lo que escucha, toma el papel y con un cuchillo lo corta en dos partes, luego las tira al fuego para que las consuma. El rollo se quema ante la mirada desafiante del monarca.
Ni una pizca de temblor ni temor. Esto es serio, si tomamos en cuenta que lo que se quemaba eran las mismas palabras que Dios dictó a Jeremías y luego su escriba Baruc registró para que fueran leídas y escuchadas.
Bienaventurados los que se estremecen ante Sus palabras, porque Dios los mirará con favor y benevolencia
El rey era Joacim, quien escuchaba sin ningún sentido de temor ni temblor (Jr 36:1-32; ver v. 24). Escuchó la voz de Dios y no le movió ni un ápice. Permaneció intacto, sin alterarse. Pero ten cuidado de que lo juzguemos sin antes considerar nuestro propio corazón. Podemos descalificar la actitud del rey, ignorando que también pudiéramos ser culpables de la misma insolencia. Cuidado con leer este relato sin ningún sentido de alerta, al pensar que estamos libres de esta horrible actitud y de cometer esta afrenta contra Dios.
Joacim escuchó sin ningún sentido de temor ni temblor, como es el caso de muchos que son parte del pueblo de Dios y dicen creer que la Biblia es Su Palabra.
Pregunto:
- ¿Dónde está nuestro temblor?
- ¿Dónde está ese sentido de reverencia que debe acompañarnos cuando escuchamos Su voz?
- ¿Dónde quedó el estremecimiento que debe seguir cuando oímos al Señor?
- ¿Dónde está ese sentido de temor como la respuesta apropiada de quien oye las Palabras del Todopoderoso?
- ¿Dónde está nuestro temblor?
Las preguntas no son caprichosas ni triviales. Más bien son necesarias y de una importancia enorme. ¡Trascendente! Las preguntas no son un simple antojo, ni una idea romántica. Son indispensables, porque al ser el objeto de la mirada de Dios (con todo lo que eso implica), se supone que debemos temer y temblar ante Su voz.
Necesitamos orar por una mente sensible y por un corazón temeroso, capaz de ser sacudido ante Su Palabra
El Señor le dijo a Su pueblo por medio de un profeta: «Pero a este miraré: Al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante Mi palabra» (Is 66:2). Dios mira, aprueba, muestra Su favor y complacencia sobre aquellos que tiemblan cuando Él habla. Bienaventurados los que se estremecen ante Sus palabras, porque Dios los mirará con favor y benevolencia.
¿Dónde está nuestro temblor y nuestra reverencia hacia Sus palabras? ¿Las tomamos en serio y nos sometemos a ellas? ¿Prestamos atención y obedecemos a lo que nos ordena? ¿Somos influenciados por ellas? ¿Son Sus palabras nuestra máxima autoridad? ¿Le dan forma a nuestros pensamientos y sentimientos?
¿Tiemblas?
Somos una generación de creyentes que no sabe temblar ante la voz de Dios, ni teme cuando Él habla. Escuchamos Su palabra como si fuese la voz de un hombre. Oímos lo que nos dice como si fueran sugerencias, opiniones y como buenos consejos, en el mejor de los casos. Ese es nuestro problema: No temblamos.
Esto es lo que debemos buscar con todas nuestras fuerzas: Debemos arrepentirnos y lamentarnos por tan pobre respuesta ante Su majestad y llorar por nuestro escaso sentido de reverencia. Necesitamos orar por una mente sensible y por un corazón temeroso, capaz de ser sacudido ante Su Palabra. Pidamos el «don» o la capacidad de estremecernos ante la temible, segura e inconmovible realidad de Su voz. Sus palabras son dignas de nuestro temblor. ¡Oh Cristo, ayúdanos a llorar y a temblar!