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Definición

Debido a nuestra unión con Cristo, participamos de Su justificación; Su justicia aprobada por medio de Su resurrección es contada como nuestra, nos es imputada.

Sumario

Este ensayo examina la relación entre la resurrección de Cristo y la salvación que Él provee. La resurrección de Jesús de entre los muertos es la base de la posición del creyente delante de Dios y  la bisagra de la vida transformada.

Introducción

Al hacer uso del Credo Niceno en nuestra adoración, confesamos en parte acerca del Señor Jesucristo que Él:

…por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por el Espíritu Santo fue encarnado de María, la virgen, y fue hecho hombre; y por nosotros fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato; padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras, y ascendió al cielo, y está sentado a la diestra del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y Su reino no tendrá fin.

Junto al resto de la iglesia «única, santa, católica y apostólica» a lo largo de los siglos, afirmamos lo que ha logrado y continúa asegurando nuestra salvación: la muerte, resurrección, ascensión y ministerio celestial del Hijo encarnado, el Hijo eterno de Dios hecho hombre.

Esta confesión motiva la pregunta que quiero considerar aquí. ¿Cómo es específicamente la resurrección «para nuestra salvación»? ¿Cuál es en particular la eficacia salvadora, o «eficiencia», de la resurrección? O para plantear la pregunta en forma negativa: sin la resurrección, ¿qué sería de nuestra salvación?

A la pregunta de cómo la muerte de Cristo es para nuestra salvación, prácticamente es probable que todos los cristianos tengan una respuesta preparada y sincera: Él murió para que mis pecados pudieran ser perdonados, para llevar en mi lugar el castigo eterno que mi pecado merece. La mayoría de los creyentes, si no es que todos, capta en alguna medida la verdad salvadora de la sustitución penal de Cristo «al haberse ofrecido a sí mismo en sacrificio, una sola vez, para satisfacer la justicia divina, y reconciliarnos con Dios» (Catecismo Menor de Westminster, 25). Al mismo tiempo, sin embargo, parece justo decir que, en general, los cristianos no tienen tan clara la respuesta a nuestra pregunta sobre la eficacia salvadora de la resurrección.

Sin resurrección, no hay salvación

Debería ser evidente de inmediato que la muerte de un Cristo muerto, un Cristo que permanece muerto, no logra nada para nuestra salvación. Pablo deja eso claro (1 Co 15). Si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra fe es «falsa» o «inútil», y «todavía [estamos] en [nuestros] pecados» —completamente— y en toda nuestra situación somos «los más dignos de lástima» (vv. 17, 19). Sin la resurrección, la muerte continúa teniendo una finalidad invencible e incesante, y lo hace al ser «la paga del pecado» que tan justamente merecemos (Ro 6:23).

Ciertamente, sin la muerte de Cristo no hay salvación, pero tampoco hay salvación sin la resurrección. Su resurrección, no menos que Su muerte, está en el corazón del evangelio (Ro 1:3-4; 1 Co 15:3-4). La resurrección a menudo se ve principalmente como el milagro asombroso que valida la verdad del cristianismo y el evangelio. Pero es más que esa evidencia suprema, mucho más.

Pecado, salvación, y resurrección

La salvación en su lado negativo es la salvación del pecado. De forma evidente, las consecuencias destructivas del pecado son virtualmente incalculables, su miseria es indecible. Al mismo tiempo, esas innumerables consecuencias pueden dividirse básicamente en dos. Primero, el pecado afecta nuestra posición ante Dios; nos hace culpables, sujetos a Su juicio justo y condenación. Segundo, afecta nuestra condición, ya que nos deja completamente corruptos y esclavizados a Satanás y al pecado como el poder que domina nuestras vidas. La profundidad de los efectos del pecado es tal que, por nuestras propias fuerzas, si no interviene la gracia salvadora de Dios, no estamos más que muertos en nuestros «delitos y pecados» (Ef 2:1, 5). El pecado deja al pecador inexcusablemente culpable y esclavizado sin poder hacer nada.

«Pero donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia» (Ro 5:20). Así como los efectos del pecado, en su abundancia, pertenecen a uno de dos tipos básicos, así también, al contrarrestar y aliviar estos efectos, la gracia —multiforme, sobreabundante en sus efectos— es básicamente doble. La gracia es judicial, al revertir nuestra posición de culpa ante Dios, o renovadora, al revertir nuestra condición corrupta y esclavizada al pecado. El papel de la resurrección en provocar esa reversión se puede ver aquí al enfocarnos en la justificación y la santificación.

La resurrección y la justificación

Para la justificación, un texto clave es Romanos 4:25: Jesús «fue entregado por causa de nuestras transgresiones y resucitado para nuestra justificación». En los capítulos anteriores de Romanos, Pablo dijo que la muerte de Cristo fue un sacrificio propiciatorio, para que Dios «sea justo y sea el que justifica» a los creyentes (3:25-26). Luego dice que ahora hemos sido «justificados por Su sangre» (5:9). En 4:25, sin embargo, la justificación se relaciona específicamente con la resurrección de Cristo, la cual se distingue de Su muerte sacrificial.

¿Cómo debemos entender esa conexión? Sobre la base de Su vida de obediencia, que culminó en Su muerte como el representante de los pecadores que llevó su pecado y como el justo sustituto en su lugar (Fil 2:8; Ro 3:25; 8:3; 2 Co 5:21), la resurrección de Cristo es Su propia justificación. Esto es así en el sentido de que la acción de Dios al resucitarlo de entre los muertos —ese acto vivificante en sí mismo— le vindica en Su obediencia y, en efecto, demuestra Su justicia. La resurrección, entonces, es una declaración de facto de Su posición justa ante Dios. Como acontecimiento, la resurrección de Cristo «habla», y lo hace judicialmente, de manera legal.

En 1 Timoteo 3:16 se confirma esto. Allí, se describe a Cristo como «manifestado en la carne, vindicado en el Espíritu». Es casi seguro que esto tiene a la vista la acción del Espíritu Santo al resucitar a Jesús de entre los muertos (Ro 8:11). Esta respuesta del Espíritu estaba justificada por la justicia manifestada en la obediencia de Jesús «en la carne», es decir, durante Su vida en la tierra antes de la resurrección.

Pero la justificación de Cristo en Su resurrección no fue solo por Él mismo, separado de nosotros; también fue para nosotros, «para nuestra justificación». Nuestra justificación fluye de nuestra unión con Él, por la fe obrada por el Espíritu, junto con los otros beneficios de la salvación manifestados por esa unión (Catecismo Mayor de Westminster, 69). Por causa de nuestra unión con Él, entonces, compartimos Su justificación; Su justicia aprobada por la resurrección es contada como nuestra, imputada a nosotros.

Al mismo tiempo, esta unión preserva una diferencia clave —una diferencia significativa en el evangelio— que no debe perderse. La justificación de Cristo, a diferencia de la nuestra, no implica la imputación a Él de la justicia de otro. A diferencia de nosotros, Él es declarado justo sobre la base de Su propia justicia, manifestada durante toda Su vida y comprada con sangre.

Calvino capturó bellamente esta realidad:

Por tanto, a esa unión entre Cabeza y miembros, a esa morada de Cristo en nuestros corazones —en una palabra, a esa unión mística— le damos la mayor importancia, para que Cristo, habiendo sido hecho nuestro, nos haga partícipes con Él en los dones con los que ha sido dotado. No lo contemplamos, por tanto, fuera de nosotros y de lejos, para que nos sea imputada Su justicia, sino porque nos revestimos de Cristo y somos injertados en Su cuerpo —es decir, porque Él se digna hacernos uno con Él. Por esta razón, nos gloriamos de tener comunión de justicia con Él (Institución de la religión cristiana, 3.11.10).

La resurrección y la santificación

Entonces, ¿cómo es esencial la resurrección para nuestra santificación, para el lado renovador de la salvación, para vidas agradables a Dios y marcadas por la santidad? Esa pregunta se puede responder desde varios frentes, incluido el que veremos aquí.

De nuevo, como con la justificación, la unión con Cristo es crucial. Estamos unidos a Él en Su muerte y resurrección, señaladas y selladas para nosotros en el bautismo, «a fin de que como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en novedad de vida» (Ro 6:4). Aquí la resurrección de Cristo se vincula específicamente con la novedad que marca la vida cristiana. Esa novedad seguramente tiene a la vista la vida de Cristo como resucitado, la vida de resurrección que comparte con aquellos que están unidos a Él.

La fuente y la calidad de esta vida se aclaran aún más, más adelante: «si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de Su Espíritu que habita en ustedes» (Ro 8:11). Lo que Dios Padre hizo al resucitar a Jesús de entre los muertos, también lo hará por los creyentes. El pensamiento dominante aquí es el vínculo o unidad que hay entre la resurrección corporal de Cristo y la de los cristianos.

La naturaleza intrínseca de esa unidad se hace más explícita en 1 Corintios 15:20, 23. Allí se describe a Cristo como «las primicias» de la resurrección. Para extender la metáfora como Pablo seguramente pretende, Su resurrección y la nuestra son el principio y el fin de una sola cosecha.

La resurrección de Cristo es, como se dice a menudo, la garantía de la nuestra, pero debemos apreciar que esto es así porque Su resurrección no es menos que «el comienzo real de este evento general que marca una era» (Geerhardus Vos, Pauline Escatology [Escatología Paulina], p. 45).

Como creyentes, podemos estar seguros de nuestra propia resurrección, no solo porque Dios la ha decretado y prometido (¡lo que seguramente nos bastaría!), sino porque Él ha hecho más: ese decreto ya se realizó, esa promesa ya se cumplió, en la historia; la cosecha de resurrección de la que los creyentes participarán corporalmente al final de la historia, cuando Cristo regrese, ya ha comenzado. Ha entrado en la historia y se ha hecho visible en la resurrección de Jesús.

La resurrección, el Espíritu Santo y el cristiano

Al resaltar esta unidad de la resurrección, Romanos 8:11 trae a la vista la actividad del Espíritu Santo. Dios resucitará nuestro cuerpo, como lo hizo con Jesús, por la acción vivificante del Espíritu. Pero aquí se dice más que solo lo que será cierto en el futuro. El Espíritu de resurrección es el Espíritu que mora en nosotros; Él ya está presente en los creyentes. Esto nos señala una verdad fundamental sobre la vida cristiana: la vida en el Espíritu es compartir la vida de resurrección de Cristo.

Eso se deja ver con claridad en los versículos que preceden inmediatamente (vv. 9-10). Allí están presentes cuatro combinaciones: (1) «ustedes… en el Espíritu», (2) «el Espíritu… en ustedes», (3) ser «de Él [Cristo]», equivalente aquí a «ustedes… en Cristo», y (4) «Cristo… en ustedes». Estas expresiones no pretenden dividir la vida del creyente en cuatro sectores diferentes; juntas brindan una perspectiva unificada y general de esa vida.

En esta morada mutua, Cristo y el Espíritu son uno. En Su presencia y actividad, el Espíritu es «el Espíritu de Cristo» (v. 9). No hay relación, no hay unión con Cristo, que no sea al mismo tiempo comunión con el Espíritu. No hay obra del Espíritu en nuestras vidas que no sea también la presencia de Cristo obrando en nosotros (ver Ef 3:16-17).

Este vínculo inseparable entre Cristo y el Espíritu no comienza con nuestra experiencia; más bien descansa sobre lo que es primeramente verdadero en la experiencia de Cristo. En 1 Corintios 15, se nos dice que Cristo, el último Adán, como «primicias» de la cosecha de la resurrección, se convirtió en «espíritu que da vida» (v. 45). En Su resurrección, no solo fue glorificado al ser transformado en Su naturaleza humana por el poder vivificante del Espíritu. También llegó a una posesión del Espíritu que era tan culminante, tan sin precedentes, tan desbordante, que se capta apropiadamente al llamar a Cristo «espíritu que da vida».

Ten en cuenta que esto de ninguna manera compromete la distinción personal entre Cristo y el Espíritu. La distinción y la igualdad, eternas y esenciales, entre la segunda y la tercera Persona de la Trinidad permanecen sin cambios. Pero debido al hecho de en quién Cristo, en Su naturaleza humana, se ha convertido en Su estado de exaltación, Él y el Espíritu ahora son uno en Su obra de dar vida. Esta vida es nada menos que la vida de resurrección en el Espíritu. Como hemos visto, esta no es solo una esperanza futura, sino una realidad ya presente para los creyentes.

Por supuesto, el vínculo entre Cristo y el Espíritu no comenzó con la resurrección. Cristo fue concebido por el Espíritu (Lc 1:35), y el Espíritu luego descendió sobre Él en Su bautismo efectuado por Juan (Lc 3:21-22).

La diferencia, la trascendental diferencia, es esta: en Su bautismo, Cristo recibió el Espíritu como un don para llevar a cabo la tarea mesiánica que tenía delante, la tarea que finalmente lo llevó a la cruz. Pero en Su exaltación, en Su resurrección que conduce a Su ascensión (Hch 2:32-33), Él recibió el Espíritu como la recompensa consumada por haber completado esa tarea del reino que le fue asignada. Cristo no se queda con esta recompensa para «Su propio uso privado» (Calvino); el Espíritu se convierte en el regalo consumado que Cristo comparte permanentemente con Su pueblo en Pentecostés.

Así, Jesucristo —el espíritu que da vida y quien resucitó— nos prometió: «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28:20). Él está con la iglesia para quedarse, morando en los creyentes mientras provee toda bendición y recurso espiritual que necesitamos para llevar a cabo nuestra tarea de edificar la iglesia y expandir el reino al discipular a las naciones. Así también, como espíritu que da vida, está presente con nosotros de manera especial y sacramental cuando nos invita a tener comunión con Él en Su mesa.

Incluso más aún

Entonces, ¿cómo resucitó Cristo «por nosotros y por nuestra salvación»? Aquí he hecho poco más que comenzar a considerar la respuesta. Todavía no he tomado nota de lo que es más importante que nada: Cristo, «el que murió, sí, más aún, el que resucitó», intercede por nosotros a la diestra de Dios (Ro 8:33-34). Esa intercesión de Cristo, resucitado y ascendido, tan llena de gracia como costosamente gratuita, refuta todas y cada una de las acusaciones que pondrían en tela de juicio la justificación de los elegidos de Dios. Además, asegura, con una eficacia infalible, que «nunca caigan del estado de justificación» (Confesión de Fe de Westminster, 11.5).

Finalmente, considera Romanos 8:29. El propósito de la predestinación de Dios para los creyentes se centra en última instancia en que sean «hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos». Esta «imagen» es la del Hijo una vez resucitado, específicamente en Su naturaleza humana ahora glorificada. Él es «el primogénito entre muchos hermanos» solo como «el primogénito de entre los muertos» (Col 1:18).

Nuestro privilegio, grandioso más allá de nuestra comprensión, es este: hemos sido escogidos en Cristo «antes de la fundación del mundo» (Ef 1:4) para el fin fundamental de que seamos como Cristo. Esta conformidad a Su imagen, que ya va siendo desarrollada en nosotros por el poder santificador del Espíritu (2 Co 3:18; Gá 4:19), será realizada por completo cuando, como Él, seamos resucitados corporalmente.

Pero hay más que decir sobre esto que el propósito final para nosotros. Incluso lo más central en los propósitos de la predestinación de Dios es lo que está en juego para el Hijo a nivel personal en nuestra salvación, es decir, aquello que Él ha invertido para Sí mismo. Esto, no menos que los otros propósitos, es el porqué desde toda la eternidad el Hijo quiso, junto al Padre y el Espíritu, hacerse hombre, sufrir y morir. Él lo hizo para, habiendo resucitado triunfante sobre el pecado y la muerte, poder tener hermanos como Él: hermanos glorificados, no debido a algo en ellos mismos, sino únicamente por Su misericordia salvadora. Ellos compartirán con Él en este triunfo y magnificarán por siempre Su preeminente gloria de exaltación. Así «Su reino no tendrá fin».

Sin duda no puede haber perspectiva más definitiva sobre la resurrección de Cristo «por nosotros y por nuestra salvación» que esta.


Este ensayo fue publicado originalmente en New Horizons, en abril del 2017, bajo el título For Us and For Our Salvation (Por nosotros y por nuestra salvación). Publicado con permiso en The Gospel Coalition. Traducido por Isaac Gutiérrez.


Este ensayo es parte de la serie Concise Theology (Teología concisa). Todas las opiniones expresadas en este ensayo pertenecen al autor. Este ensayo está disponible gratuitamente bajo la licencia Creative Commons con Attribution-ShareAlike (CC BY-SA 3.0 US), lo que permite a los usuarios compartirlo en otros medios/formatos y adaptar/traducir el contenido siempre que haya un enlace de atribución, indicación de cambios, y se aplique la misma licencia de Creative Commons a ese material. Si estás interesado en traducir nuestro contenido o estás interesado en unirte a nuestra comunidad de traductores, comunícate con nosotros.

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