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Definición

Como mediador entre Dios y el hombre, Jesucristo cumple y unifica tres oficios: profeta, mediante el cual se nos da el conocimiento necesario; sacerdote, por el cual somos perdonados y justificados resultando en reconciliación; rey, por lo cual es eliminada nuestra enemistad y somos sometidos al gobierno de gracia de Cristo.

Sumario

Como mediador entre Dios y su pueblo, Jesucristo cumple y unifica tres oficios que están presentes pero son distintos en el Antiguo Testamento. Aquellos que tienen el oficio de profeta son aquellos por quienes el pueblo de Dios recibe el conocimiento necesario acerca de Dios. Jesucristo vino como el profeta perfecto porque es la misma palabra de Dios. Los sacerdotes son aquellos por quienes el pueblo de Dios es perdonado, justificado, y reconciliado con Dios. Jesús vino como el sacerdote perfecto porque es por su muerte en sacrificio y su vida continua que nos reconciliamos con Dios. Los reyes de Israel fueron encargados de llevar a cabo el gobierno de Dios en la tierra. Ahora, Jesús reina como rey sobre toda la creación y ejerce el reinado de Dios perfectamente como Dios. Estos tres oficios fueron claramente delineados y descritos por primera vez por Juan Calvino, y han servido como un principio organizador para el ministerio y la persona de Cristo en confesiones y catecismos posteriores.

Un fundamento bíblico

La persona de Cristo en su encarnación, lógica y ontológicamente, precede a su labor como profeta, sacerdote y rey. La eterna persona del Hijo de Dios, no creado, infinito, compartiendo equitativamente la esencia de su deidad con el Padre y el Espíritu Santo, por medio de un milagro inexplicable abrazó la naturaleza de la humanidad en su persona. En consecuencia, lo eterno existió simultáneamente con lo temporal, lo no creado con lo creado, lo infinito con lo finito, lo inmutable como uno que crecería en “sabiduría, estatura y gracia para con Dios y los hombres” (Lc 2:52). En resumen, Jesús era Emanuel, Dios con nosotros. En una persona particular, una persona representativa del pacto, Dios habitó con nosotros como uno de nosotros. Mientras que nadie puede reducir la grandeza de la encarnación como un acto de poder, sabiduría, inteligencia infinita, humillación insuperable, y de sublime belleza—un acto que en sí mismo debería estimular adoración (así como sucedió en la noche del nacimiento de Jesús)—era también una transacción necesaria para la completa redención de los escogidos por Dios. Así como Anselmo argumentaba con tal agudeza en el siglo once, la encarnación del Hijo de Dios fue y es la única persona que pudo traer completa satisfacción para la honra de Dios, supliendo el acto misericordioso de salvación completamente equivalente con su perfecta justicia.

Las funciones específicas u oficios asignados necesarios para esta obra de restauración aparecieron en el Antiguo Testamento en los oficios de profeta, sacerdote, y rey. A través de uno recibimos el conocimiento necesario, en otro somos perdonados y justificados resultando en reconciliación, y por el tercero, nuestra enemistad es removida y sujetada bajo la gracia y autoridad de Cristo. La importancia de palabras para la liberación total puede ser vista desde el llamado de Dios a Moisés como el primero de los profetas. El temor de Moisés creció por su falta de elocuencia y Dios le dice: “¿quién ha hecho la boca del hombre?… Ahora, pues, ve y Yo estaré con tu boca” (Éx 4:11,12). Aunque nadie fue autorizado para ungir a Moisés como profeta, que el rol profético haya sido considerado como el resultado de una unción de Dios es visto en el ungimiento de Elías a Eliseo (1 Re 19:16). El trabajo profético traía repentinas e intensas manifestaciones del Espíritu en los profetas para proclamar palabras de grandes consecuencias correspondientes a juicio (Ez 34:1-10; Ha 1:5-11), consuelo (Is 40:1, 2, 27-31; Sof 3:14-20), interpretación (Am 4:6-13), o anticipación de eventos futuros (Je 23:5-8; Dan 10:10-17).

Cuando Samuel estableció a Saúl como el primer rey de Israel e hizo su discurso de despedida a Israel, dos veces se refirió a Saúl como “Su (del Señor) ungido” (1 Sa 12:3,5). Cuando David se enteró de la muerte de Saúl, él lo llamo “el ungido del Señor” (2 Sa 1:14,16). David mismo se rehusó a matar a Saúl porque era “el ungido del Señor” (1 Sa 26:11, 23). Samuel ungió a David como rey (1 Sa 16:13). Elías ungió a Hazael como rey de Aram y al mismo tiempo ungió a Jehú como rey de Israel (1 Re 19:15, 16).

El ungimiento de los sacerdotes, quienes eran responsables de ofrecer una entera selección de sacrificios, era una cuestión de ceremonia pública: “Los ungirás, ordenarás, consagrarás para que me sirvan como sacerdotes” (Éx 28:41). Este ungimiento es visto como la indicación final de unidad, gozo, y complacencia, “como el óleo precioso sobre la cabeza, el cual desciende sobre la barba, la barba de Aarón, que desciende hasta el borde de sus vestiduras… vida para siempre” (Sal 133:2, 3). En la obra redentora, por lo tanto, encontraremos el propósito de unidad para todos estos oficios.

Los profetas vieron al Escogido como el ungido por el Espíritu para cumplir todo lo que Dios requería y lo que los escogidos necesitaban para un conocimiento verdadero, un conocimiento salvador, y un conocimiento sumiso a Dios. “¡Este es!”, Isaías escribió como las palabras de Dios, “Mi Siervo, a quien Yo sostengo, Mi escogido, en quien mi alma se complace. He puesto mi Espíritu sobre Él. Él traerá justicia a las naciones” (Is 42:1). Este ungido por el Espíritu redimirá (6, 7), revelará (9), y reinará (13).

Jesús es el Cristo, o Mesías, porque cada una de estas funciones es una función consagrada. Visto que, en el Antiguo Testamento, los roles eran llevados a cabo por diferentes personas, Jesús el Cristo los une, porque “Aquél a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, pues Él da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha entregado todas las cosas en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que no obedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él” (Jn 3:34-36). Los oficios de profeta (“habla las palabras de Dios”), rey (“le ha entregado todas las cosas en su mano”), y sacerdote (“el que cree en el Hijo tiene vida eterna”) son vistas en este corto texto. Que Él haya recibido el Espíritu sin medida, significa que estos oficios de consagración serán todos cumplidos y perfeccionados en la persona y obra de Jesucristo. Juan enfatizaba el rol profético de Cristo en su prólogo al enfatizar que “el Verbo era Dios”, y “el Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros”, y que, aunque “nadie nunca ha visto a Dios”, este Verbo divino, quien vive para siempre “en el seno del Padre, Él lo ha dado a conocer” (Jn 1:1-18). Su sacerdocio está a lo largo de todo el libro, pero es resaltado cuando entrega su vida por las ovejas (Jn 10:14-18) y en su unción para su entierro (Jn 12:1-7). Su oficio de rey se encuentra expresado en la declaración de Jesús a Pilato de que Él es realmente un rey, pero no de este mundo (Jn 18:33-38).

El escritor de Hebreos concisamente resume la sucesión de Jesús a todos estos oficios cuando lleva el significado de cada uno de estos a la perfección. Aunque Dios haya hablado en el pasado a través de los profetas en una variedad de formas y ocasiones, en los últimos días “Él nos ha hablado por su Hijo”. El Hijo está perfectamente capacitado para hablar porque Él es “el resplandor de su gloria y la expresión exacta de su naturaleza”. Su obra sacerdotal no puede ser modificada como lo indica la frase, “después de llevar a cabo la purificación de los pecados, el Hijo se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas”. Estas palabras también indican que la obra completa de sacerdote culmina y perfecciona su tarea mesiánica al equipar al Hijo de Dios encarnado para ser Rey Redentor: “Pero del Hijo dice, ‘Tu trono, oh Dios, es por los siglos de los siglos, y cetro de equidad es el cetro de tu reino. Has amado la justicia y aborrecido la iniquidad; por lo cual Dios, Tu Dios, Te ha ungido con óleo de alegría más que a tus compañeros’”. Todo esto para el “bien de aquellos que heredarán salvación” (He 1:1-3, 8-14). La relación entre el sacerdocio perfecto de Cristo y su reino es vista otra vez en 9:25-28 y 10:8-15. Es particularmente llamativo el argumento en el capítulo 7 donde Cristo, como Melquisedec, es visto como Rey de justicia y Rey de Paz en su oficio perfecto de sacerdocio bajo el designio especial de Dios: “Porque la ley designa como sumos sacerdotes a hombres débiles, pero la palabra del juramento, que vino después de la ley, designa al Hijo, hecho perfecto para siempre” (He 7:28).

En efecto, Pedro reconoció a Jesús como el profeta del cual Moisés habló, “El Señor Dios les levantará a ustedes un profeta como yo de entre sus hermanos; a Él prestaran atención en todo cuanto les diga”. Este profeta también fue sacerdote y rey ​​porque se cumplieron las palabras de que “su Cristo padecería”, y por su muerte y resurrección “la fe que viene por medio de Jesús, le ha dado a este esta perfecta sanidad”. Este profeta-sacerdote ahora ha sido recibido en los cielos hasta que Él venga como rey a “restaurar todas las cosas” (Hch 3:13-22). A través de todo 1 Pedro, estos argumentos se encuentran bajo las palabras como una presuposición para el argumento de Pedro. El capítulo 3, versículos 18-22, condensa estos temas al mostrarnos que Cristo como un sacerdote ha “sufrido por los pecados una sola vez”. En su ascensión después de su resurrección, Él emite una proclamación profética de victoria al estar sentado a la “a la diestra de Dios, habiendo subido al cielo después de que le habían sido sometidos ángeles, autoridades y potestades”.

En la última escena de Apocalipsis vemos la plenitud de la revelación profética, las consecuencias eternas de Su obra sacerdotal, y el reinado de gracia conectados en el Cristo: “Ya no habrá más maldición, (sacerdote). El trono de Dios y del Cordero estarán allí (rey), y… ellos verán su rostro… porque el Señor Dios los iluminará (profeta)” (Ap 22:3-5).

Síntesis sistemática y confesional

Esta síntesis bíblica de los oficios de Cristo encontró su primera extendida y clara expresión en los Institutos de Juan Calvino (II. xv). Él inicia la discusión con este título: “Para saber con qué fin ha sido enviado Jesucristo por el Padre y los beneficios que su venida nos aporta, debemos considerar en Él principalmente tres cosas: su oficio de profeta, su reina, y el sacerdocio”. Calvino afirmaba que los “judíos tuvieron siempre en sus corazones arraigada la creencia de que era necesario esperar hasta la venida del Mesías para conseguir plena claridad y comprensión” [Institutes, 1:495]. Considerando esto, Calvino llamó a Cristo “la plenitud y culminación de toda revelación”, porque “la misma dignidad profética que hay en Cristo tiende a que sepamos que todos los elementos de la perfecta sabiduría se encierran en la suma de doctrina que nos ha enseñado.” [496].

Calvino insistía en que el señorío de Cristo es “espiritual en naturaleza”. El linaje del reino davídico terrenal se fue menoscabando más y más “hasta quedar por completo destruido en una vergonzosa ruina”, pero en Cristo Jesús la promesa de que “su descendencia será para siempre, y su trono como el sol delante de mí” encontró su cumplimiento perfecto [497]. La espiritualidad de su reino significa que sus bendiciones, que soberanamente otorga, son eternas y trascienden todos los placeres y plagas de riquezas terrenales, paz, placeres de la carne, y comodidades temporales. “Nuestro rey nunca nos dejará destituidos, sino que proveerá para nuestras necesidades, nuestra guerra terminó, hemos sido llamados para la victoria” [498-99]. Como rey, Cristo no solamente pone a sus enemigos bajo sus pies y los juzga con una vara de hierro para quebrantar y desmenuzar como si fueran vasijas de alfarero, sino que también defiende a la iglesia, le da todo lo que necesita incluyendo la presencia y el poder del Espíritu, y finalmente la lleva a la vida eterna. La “preservación eterna de la iglesia” está fundada en “el trono eterno de Cristo” quien ha sido escogido para esta tarea y esta victoria segura por “el inmutable decreto de Dios” [497-98].

Calvino resumió el oficio sacerdotal de Cristo en términos de “reconciliación e intercesión”. Así como los sacerdotes estaban bajo el antiguo pacto, así Cristo tuvo que venir con un sacrificio expiatorio para “obtener el favor de Dios y aplacar su ira” [501]. Cristo, en su obra sacerdotal, ha removido la transgresión y los pecados que nos excluían de cualquier acceso a Dios. En su muerte, la “eficacia y el beneficio de su sacerdocio” nos alcanza. Por su intercesión, no solamente recibimos garantía que nuestras oraciones son escuchadas, un Padre siempre a nuestro favor y conciencias limpias, sino que también somos recibidos como sacerdotes en Él. Incluso ofrecemos sacrificios en oración y alabanza que son como un aroma fragante a Dios.

Millard Erickson discute los oficios de Cristo bajo la nomenclatura de “funciones” y utiliza los términos “revelar, gobernar. y reconciliar” [Christian Theology, 779-797]. El rol revelador de Cristo proviene desde su labor pre-encarnada cuando el Logos hablaba a través de los profetas y en teofanías. En su estado encarnado, Él enseñó La Palabra siendo Él mismo La Palabra, la plenitud de la deidad en un cuerpo. Después de su asunción, Él envío su Espíritu para completar la revelación del carácter de su obra redentora. En su venida, Jesús dará una nueva revelación cuando “todas las barreras a un conocimiento completo de Dios y de las verdades que Cristo habló sean removidas” [785].

El reinado de Cristo es “el dominio de Cristo”. El dominio de Cristo es visto en la creación y preservación del mundo. Él gobierna en la iglesia, particularmente cuando su pueblo obedece a su señorío. Él reina ahora en un estado de gloria que será revelada en su venida cuando “todo bajo su dominio, ya sea voluntaria y ansiosamente, o involuntariamente y de mala gana” [787].

El sacerdocio de Cristo es “la obra reconciliadora de Cristo”. El énfasis inicial de Erickson se enfoca en el ministerio intercesor de Cristo. En Juan 17, Jesús intercede por sus discípulos y por todos los que creerán en su palabra. Él intercede por Pedro particularmente, para que su fe no desmaye. En el presente, Él intercede por su pueblo en base a su justificación, para que ellos sean perdonados de sus pecados diariamente, y para que ellos sean perfectamente santificados. Erickson dedica tres capítulos a su discusión acerca de la expiación, la coronación a la obra ministerial del sacerdocio de Cristo.

Las confesiones y catecismos que están en la tradición Reformada contiene secciones en estos oficios mesiánicos de Jesús. Las confesiones y catecismos de Westminster da claros resúmenes de Cristo como profeta, sacerdote, y rey. Las confesión de Westminster introduce el artículo sobre el Mediador con las palabras: “Agradó a Dios, en su propósito eterno, escoger y ordenar al Señor Jesús, su Hijo unigénito, para que fuera el Mediador entre Dios y el hombre; Profeta, Sacerdote y Rey”. La Segunda Confesión Bautista de Londres agrega después de la palabra “Hijo” la frase “conforme al pacto hecho entre ambos”. La Confesión de Westminster tiene ocho párrafos en el capítulo, mientras que la versión Bautista agrega dos párrafos, específicamente devotos a los oficios de Cristo. “Este oficio de mediador entre Dios y el hombre es propio solo de Cristo, quien es el Profeta, Sacerdote y Rey de la iglesia de Dios; y no puede, ni parcial ni totalmente, ser transferido de Él a ningún otro. Esta cantidad y orden de oficios son necesarios; pues, por nuestra ignorancia, tenemos necesidad de su oficio profético; y por nuestra separación de Dios y la imperfección del mejor de nuestros servicios, necesitamos su oficio sacerdotal para reconciliarnos con Dios y presentarnos aceptos para con Él; y por nuestra falta de disposición y total incapacidad para volver a Dios y para rescatarnos a nosotros mismos y protegernos de nuestros adversarios espirituales, necesitamos su oficio real para convencernos, subyugarnos, atraernos, sostenernos, librarnos, y preservarnos para su reino celestial”.