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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro Atesorando a Cristo cuando tus manos están llenas (Poiema Publicaciones, 2019), por Gloria Furman. Puedes descargar una muestra gratuita visitando este enlace.

El amor sacrificial de una madre, fruto de la obra del Espíritu Santo en su corazón, es lo que la lleva a complicar su vida voluntariamente por el bien de sus hijos. Solo piensa en las extraordinarias complicaciones que has observado en tu propia vida, en la vida de tu madre, y en las vidas de otras madres que conoces. De manera particular, las muchas madres adoptivas que conozco han complicado sus vidas voluntariamente y con gozo para poder amar sacrificialmente a sus hijos.

Un amor como el de Cristo le da la bienvenida a las complicaciones de forma voluntaria y con gozo, porque está pensando en el bien de los demás. Si hemos recibido aliento, consuelo, afecto, y compasión de parte de Cristo, y ahora somos parte de Él por Su Espíritu, entonces debemos darle a los demás ese mismo aliento, consuelo, afecto y compasión que fluye de nuestra unidad con Cristo (Fil. 2:2).

Cuando se trata de criar a nuestros hijos, no hay ningún acto de humildad que sea demasiado bajo si tenemos la mentalidad de Cristo

Mientras servimos a nuestra familia, debemos cuidarnos de no hacerlo de tal manera que alimente nuestros egos; con humildad hemos de considerar a los demás como superiores a nosotras (Fil. 2:3). Cuando se trata de criar a nuestros hijos, no hay ningún acto de humildad que sea demasiado bajo si tenemos la mentalidad de Cristo Jesús, el Siervo humilde.

Considera cómo el Señor Jesucristo decidió complicar Su vida voluntariamente y con gozo para poder compartir Su vida con nosotros. Aunque existía en forma de Dios, “no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos. Y al manifestarse como hombre, se humilló a Sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz!” (Fil. 2:6-8 NVI). Como si el hecho de convertirse en Dios encarnado no fuera lo suficientemente humillante para el Creador, el Autor de la vida se humilló aún más al dejarse crucificar como un criminal, siendo inocente.

Es verdad que nuestros hijos necesitan escuchar una y otra vez acerca de este evangelio que da vida. Como madres, nosotras también necesitamos escucharlo.

Recuerdo una mañana en que mi apego al “yo primero” se hizo evidente para toda mi familia. Las cirugías que le habían hecho a mi esposo David en sus brazos le causaron un dolor físico persistente, y los períodos de recuperación fueron bastante intensos. Muchas veces no podía bañarse, vestirse, o alimentarse. ¡En ocasiones tuve que poner a mis hijos más pequeños en fila junto a mi esposo y alimentarlos a todos por turno!

Durante una mañana particularmente difícil, todo el mundo estaba clamando por la ayuda y la atención de mamá. Había que cambiar dos pañales mojados, nadie tenía lista su ropa para ese día, y mi esposo necesitaba que lo ayudara con la ducha y el grifo del lavamanos. En medio del estruendo de los gritos de los pequeños, David decidió bromear, diciendo: “¡Muy bien, niños! ¡El que grite más fuerte se ganará la ayuda de mamá para vestirse primero!”. Yo no me reí. No podía.

Por alguna razón, la amargura que sentía por mi situación era demasiado profunda para ser graciosa. Estaba enojada, y supongo que ya llevaba tiempo enojada. Me había olvidado de que Dios no es indiferente a mi situación. Había dejado de ver la vida como una batalla por el gozo en medio de la tristeza de un mundo caído. En ese momento solo quería que todos me dejaran en paz. Lo dije en voz alta y apretando los dientes: “¿Podrían dejarme en paz, por favor?”. Los niños me ignoraron y siguieron lloriqueando. Mi esposo salió del baño en silencio, sin haber terminado su rutina matutina.

Amar como Jesús ama significa morir a uno mismo mil muertes al día

¿Por qué me faltaba tanto amor por los demás? ¿Por qué tenía una actitud tan hostil hacia la gente que más amo? Cuando oré y reflexioné sobre ese incidente, el Señor en Su misericordia me reveló que tenía un deseo profundo de satisfacer mis propias necesidades antes que las necesidades de los demás.

Vi cómo mi servicio casi incesante hacia mi familia había sido propulsado por intentos de resucitarme a mí misma con mi fuerza de voluntad y de controlar mi ambiente. Pensaba que si tan solo lograba sobrevivir hasta la noche, entonces podría irme a dormir otra vez y nadie me molestaría hasta la mañana (tal vez). Creía que si tan solo organizaba bien los deberes de la casa, entonces el apartamento siempre estaría limpio. Pensaba que si tan solo encontraba por ahí los mejores trucos para una buena crianza, entonces los niños se pastorearían solos, así como en piloto automático.

Y, por supuesto, sentía que si la discapacidad de mi esposo finalmente desapareciera, entonces podríamos seguir adelante con nuestras vidas. Había olvidado al Señor, y esta clase de amnesia puede proyectar una larga sombra sobre el alma.

Amar como Jesús ama significa morir a uno mismo mil muertes al día. Hay momentos en los que nuestra motivación no es el amor de Cristo y nos enojamos con nuestros hijos, no porque quebranten la ley de Dios, sino porque quebrantan la nuestra. Puede que nos alteremos demasiado con nuestros hijos por una pequeña desobediencia o por argumentos sin sentido. Puede que estemos descuidando el bienestar físico, emocional, y espiritual de nuestros hijos. Puede que nos sacrifiquemos mil veces al día (y mil veces por la noche) y que nos estemos resistiendo a entregarnos para servir a otros.

Podríamos incluso estar sirviendo muy bien a los demás, y al mismo tiempo estar quejándonos porque nuestros hijos y nuestros maridos no nos aplauden lo suficiente como para reconocer nuestros esfuerzos.

La humildad de Jesús redefine nuestras ideas mundanas de lo que significa servir a los demás

La humildad de Jesús redefine nuestras ideas mundanas de lo que significa servir a los demás. Él nos dio un mandamiento nuevo: “Este mandamiento nuevo les doy: que se amen los unos a los otros. Así como Yo los he amado, también ustedes deben amarse los unos a los otros” (Jn. 13:34 NVI). Necesitamos ser redimidas y refinadas por la gracia de Dios. Necesitamos someternos al Salvador, quien nos puede liberar de nuestra esclavitud de servirnos y adorarnos a nosotras mismas. Cuando una madre se apropia de la muerte expiatoria de Cristo por la fe, ella ve la muerte de su pecado en la muerte de Cristo. “Por lo tanto, ya no hay ninguna condenación para los que están unidos a Cristo Jesús, pues por medio de Él la ley del Espíritu de vida me ha liberado de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 8:1-2 NVI).

Una madre cuyo pecado ha sido enterrado con Cristo en Su muerte, ha sido resucitada a una nueva vida en Su resurrección. Ahora es esclava de la justicia (Ro 6:18). Hay un canto nuevo en su ser, un estribillo que resonará durante sus días y sus noches: una canción acerca del amor redentor.

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