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Aprendí el significado de “hermano” y “hermana” mucho antes de empezar a usar esos términos bíblicos. Cuando era niña, escuchaba las conversaciones telefónicas (a medias) del lado de mis padres, absorta en un libro, pero algo curiosa sobre quién estaba al otro lado.

La conversación introductoria nunca llamó mi atención. Su transición a pausas silenciosas o tonos solemnes no logró captar completamente mi interés. Pero luego escuchaba a mi papá dirigirse a la persona que llamaba como “hermano” y levantaba la vista de la página.

La persona que hablaba por teléfono era sin duda un miembro de la familia de nuestra iglesia, y ya fuera que llamara por su intimidante diagnóstico médico o pasara por allí para pedir prestadas algunas sillas, probablemente iba a afectar mi vida.

He aquí, tus hermanos y hermanas

En términos bíblicos, las personas en las sillas que nos rodean son nuestra familia. Al igual que los miembros de nuestra familia biológica, no los hemos elegido nosotros mismos, sino que han sido elegidos para nosotros y, por lo tanto, estamos indisolublemente unidos a ellos. Porque pertenecemos a Cristo, pertenecemos a su familia.

Porque pertenecemos a Cristo, pertenecemos a su familia

En el relato de Juan sobre la crucifixión, leemos: “Y cuando Jesús vio a Su madre, y al discípulo a quien Él amaba que estaba allí cerca, dijo a Su madre: ‘¡Mujer, ahí está tu hijo!’. Después dijo al discípulo: ‘¡Ahí está tu madre!’. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su propia casa” (Jn 19:26-27). Con esta declaración de Cristo, María y Juan se convirtieron en familia el uno para el otro y demostraron toda la lealtad que esperaríamos de una madre e hijo biológicos.

Más tarde, cuando Pablo quiso que la iglesia romana diera la bienvenida y ayudara a Febe, la llamó “nuestra hermana” (Ro 16:1); cuando Pedro quiso elogiar a Silvano, lo llamó “fiel hermano” (1 P 5:12). Cuando los escritores apostólicos querían dirigirse a toda una congregación, con frecuencia los llamaban “hermanos” (o “hermanos y hermanas”). De hecho, las personas en los bancos que nos rodean son nuestra familia.

La vida en el hogar

Reconocer el hecho de nuestra relación entre hermanos no es un ejercicio intelectual; es una verdad profunda que debería despertar emociones profundas y desbordar en una expresión tangible.

Debido a que estas personas son familia, aprendemos sus nombres (3 Jn 15) y averiguamos sus intereses. Mostramos “amor fraternal” (Ro 12:10) por todos ellos, renunciando a cualquier indicio de parcialidad (por ejemplo, Stg 2:1). De cientos de formas, buscamos decir: ustedes son mis hermanos y hermanas, y los amo.

A lo largo del Nuevo Testamento, Dios nos llama al cuidado mutuo en la iglesia local. Las epístolas, en particular, nos dicen lo que significa ser hermanos y hermanas y nos enseñan “cómo debe conducirse uno en la casa de Dios” (1 Ti 3:15). Con sus diversos mandatos de “unos a otros”, estas cartas nos recuerdan que la vida en la familia de Dios reorientará nuestra lealtad, no solo los domingos, sino cada hora de cada día.

La vida en la familia de Dios reorientará nuestra lealtad, no solo el domingo, sino cada hora de cada día

La iglesia no es una sociedad creada por el hombre en la que podemos participar, o decidir no participar, de acuerdo con nuestro propio nivel de comodidad. La asociación de padres y maestros, la asociación de vecinos, o el club de apoyo de la biblioteca no nos obligan al sacrificio personal cuando las cosas se ponen difíciles. La familia sí lo hace.

Debido a que el pueblo de Dios es nuestra familia, no nos aferraremos a nuestras propias preferencias y prioridades (Hch 4:32; Fil 2:3-4). Abriremos nuestros corazones y nuestras puertas; acercaremos otra silla a la mesa de la cena y agregaremos otro nombre a nuestra lista de oración. Les daremos nuestras comidas, muebles, y sonrisas. Compartiremos su dolor, pruebas, y decepciones. Buscaremos formas de demostrar amor.

Como resultado, anticipamos tener menos dinero y menos tiempo libre del que tendríamos por nuestra cuenta. Anticipamos tener más dolor. También anticipamos tener un gran gozo. 

Jesús, nuestro hermano

En última instancia, nuestro gozo en nuestra familia espiritual proviene de algo más grande que nuestra experiencia diaria con la gente común que pertenece a la iglesia local.

Nuestro gozo viene de Cristo, nuestro hermano, quien está haciendo que todos los miembros de la familia sean como Él. Romanos 8 nos dice que: “porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos” (v. 29). Toda la obra de redención tiene este enfoque: una gran familia donde todos los miembros se parecen cada vez más a su hermano mayor.

Toda la obra de redención tiene este enfoque: una gran familia donde todos los miembros se parecen cada vez más a su hermano mayor

Sabiendo esto, podemos deleitarnos en las personas específicas que Dios nos ha dado como hermanos y hermanas, sin importar cuán poco excepcionales puedan parecer, porque en ellas comprendemos algo de Cristo. A medida que crecen y maduran en el círculo familiar, su carácter y conducta se asemejan cada vez más a Aquel a quien nuestras almas aman más. Debido a la obra de su Espíritu, hablan sus palabras, aman sus caminos, odian a sus enemigos, reflejan su santidad, y sirven a sus propósitos. Cuanto más ellos, y nosotros, nos volvamos como Cristo, más amaremos a nuestros hermanos. 

En una de las declaraciones más sorprendentes de las Escrituras, leemos que Cristo mira a la gente de su iglesia y “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (He 2:11). ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo puede Cristo mirar a la gente común, débil y, a veces, difícil de su familia y no avergonzarse? No se avergüenza porque Él está siendo formado cada vez más en ellos, y confía en que un día, debido a su trabajo en favor de ellos, su transformación será completada (He 2:10-18; cf. Gá 4:19). Él se identifica con nosotros voluntariamente porque nuestra identidad se encuentra en Él.

Al afirmar nuestra relación con las personas de nuestra iglesia local y desbordar de afecto por ellos, testificamos en voz alta al mundo que tampoco nos avergonzamos de llamarlos hermanos, no porque sean perfectos, sino porque están siendo hechos como nuestro único hermano que sí lo es.

En nuestros hermanos y hermanas cristianos, podemos ver algo que el mundo no puede ver. Podemos ver al mismo Cristo.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.
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