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Me parece un poco triste cuando alguien recuerda su tiempo en la secundaria como la mejor época de su vida. Quizás porque fue la peor época para mí. Por más que intentaba encajar en algún grupo del colegio, me sentía echada a un lado. Era rara. Cuando mis compañeros me invitaban, parecía que lo hacían por lástima. Quizá todo estaba en mi imaginación, pero, sea como sea, me aislé. Decidí dejar de ser una carga para los demás y pasar el tiempo sola. Los libros serían mi fiel compañía.

Todo cambió cuando empecé a asistir a una iglesia local. Los jóvenes me recibieron con los brazos abiertos, con todo y libros. Ahora podía ser rara para Jesús, junto a un vibrante grupo de chicos apasionados por Dios y Su Palabra. 

Aunque desde antes conocía lo básico de la fe cristiana, nunca había aprendido a leer la Escritura por mí misma. Cuando visitaba a mi mejor amiga, sus padres nos mandaban a la cama temprano para que leyéramos la Biblia. Recuerdo estar emocionada cuando ellos me regalaron mi primera Biblia. También recuerdo no entender nada de lo que leía.

El tiempo pasaba y yo escuchaba en predicaciones, conferencias y canciones sobre el maravilloso Jesús que nos había salvado. Para ese entonces había entendido el evangelio: había reconocido mi pecado y abrazado a Cristo como mi único Salvador. Pero no tenía idea de cómo lucía tener una relación personal con Dios. Lo anhelaba, pero no sabía cómo empezar. 

De manera curiosa, tener una relación con Dios luce similar a tener una relación con otra persona

Me decían que leyera la Biblia y que orara cada día, pero cuando lo intentaba me sentía torpe y sin entender nada. Iba a las reuniones de la iglesia y admiraba cómo los líderes oraban con elocuencia y compartían lo que habían aprendido en su estudio personal de las Escrituras. Llegué a la conclusión de que ese tipo de relación con Dios estaba reservada para cierta clase de personas. Personas más espirituales o algo por el estilo.

Así que me conformé con repetir lo que otros decían acerca de Dios.

Tienes lo necesario para conocer a Dios

Se me olvidaba que el evangelio no permite que exista clases entre creyentes. Como escuché decir a uno de mis pastores: «Delante de la cruz, la tierra es plana» (cp. Gá 3:28). En este sentido, no hay cristianos que estén más cerca de Dios que otros. Por el sacrificio de Cristo, todos podemos acercarnos con confianza al trono de la gracia (Heb 4:14-16). Ninguno necesita conformarse con conocer a Dios «de oídas» (cp. Job 42:5); podemos verlo con nuestros propios ojos espirituales.

Cuando medito en todo lo que los creyentes recibimos en Jesús, no puedo evitar concluir que no nos hace falta nada más para cultivar una relación con nuestro Hacedor: nos da un corazón nuevo, capaz de amarlo y obedecerlo; nos envía Su Espíritu Santo, quien mora en nosotros y nos ilumina; en Su misericordia nos ha concedido tener Su Palabra en español, disponible para que nos acerquemos a ella; nos da una mente para reflexionar y comprender, mente que ha de amar al Señor; nos da una comunidad de creyentes junto a quienes podemos crecer, al confesar nuestros pecados y exhortarnos en la verdad.

Todo esto suena muy bien, pero ¿cómo luce, en el día a día, tener una relación con Dios? ¿Cómo puedo pasar de decir «¡amén!» y simplemente repetir lo que otros dicen sobre Dios, a conocer por mí misma más y más al Señor? De manera curiosa, tener una relación con Dios luce similar a tener una relación con otra persona.

Amor en tiempos de Instagram

Nos ha pasado a todos: navegamos por las redes sociales y encontramos una foto que, antes de darnos cuenta, nos lleva a quebrantar el décimo mandamiento:

«Se ven tan alegres. Si tan solo tuviera amigos para pasear en lugares como esos».

«¡Qué lindos sus hijos, tan cambiaditos para la iglesia! Ojalá los míos dejaran de ver un rato la televisión y platicaran conmigo».

«Míralos, celebrando su aniversario número quince. Nosotros con trabajo estamos llegando al tercero. ¿Será que vamos a aguantar?».

Cuando dejamos que nuestra mente cultive estos pensamientos, caemos en la trampa de reducir las relaciones de otros a esos momentos de fotografía. Como si los amigos de Pedro siempre estuvieran alegres y de viaje. Como si los hijos de Sandra nunca respondieran con groserías. Como si Víctor y Marcela jamás se hubieran faltado el respeto durante la cena

Vemos las imágenes, construimos historias de fantasía, las comparamos con nuestra vida y nos derrumbamos. Nos aislamos o buscamos en alguna otra parte lo que otros no pudieron satisfacer. Eso fue lo que me pasó en la secundaria: tenía una idea específica de cómo tenían que lucir mis amistades, quizás tomada de los libros o de la televisión, y como no era lo que tenía en la vida real, me rendí y me aislé. Después, sin darme cuenta, hice lo mismo con Dios.

La belleza de lo cotidiano

Sin embargo, las relaciones personales se cultivan con la interacción cotidiana. Sí, puedo tener una cita romántica con mi esposo de vez en cuando, pero lo que nos lleva a profundizar en el corazón del otro es construir un hogar juntos: tomamos café, cocinamos, doblamos la ropa, peinamos a nuestros hijos, jugamos videojuegos, discutimos, leemos, reímos, bailamos en la sala y discutimos otra vez. Las amistades funcionan igual. Viajar con los que amamos es fantástico, pero la amistad crece al pasarnos recetas, llamarnos cuando estamos aburridos o cansados, reírnos de memes en WhatsApp o charlar después de la reunión dominical sobre el nuevo episodio de nuestra serie favorita.

Para cultivar la relación con Dios debemos escucharlo en Su Palabra y hablarle en oración

Antes esperaba que mi relación con Dios luciera siempre tan dramática como la del líder de alabanza, de rodillas y con lágrimas corriendo por sus mejillas. Quería experimentar cada día lo que veía en mis hermanos que oraban con fervor. Jamás se me ocurrió que esos eran momentos bellos y significativos, pero al final solo momentos. Jamás se me ocurrió que ellos podían pasar sus mañanas frente a la Biblia, en ocasiones con entendimiento claro de lo que leían y otras veces con mucha confusión. Jamás se me ocurrió que podían orar sin cesar (1 Ts 5:17), pero no siempre a viva voz y con las manos en el aire, sino también cuando lavaban los platos o mientras esperaban nerviosos una reunión de trabajo.

Para cultivar la relación con Dios —¡relación que ya tenemos por el sacrificio de Jesús y que nadie nos puede quitar!—, debemos escucharlo en Su Palabra y hablarle en oración, en vez de solo conformarnos con lo que dicen otros cristianos sobre Él. Como cualquier otra relación, toma tiempo. Habrá momentos en los que nos sentiremos torpes, incómodos o aburridos. Habrá momentos de emoción intensa y momentos solo cotidianos, ¡en los que también aprenderemos a encontrar belleza!

Jen Wilkin escribe que entender la Biblia, conocer a Dios, «requiere que nuestro estudio tenga un efecto acumulativo, a través de las semanas, los meses y los años, de manera que la interrelación de una parte de la Escritura con otra se revele lentamente y con gracia, como el lienzo que cubre una obra maestra y se desliza centímetro a centímetro hasta mostrarla» (Mujer de la Palabra, p. 66). 

No permitas que la impaciencia te impida contemplar la hermosura del Señor por ti mismo. Ni que las historias de fantasía imaginarias te hagan conformarte con repetir lo que has escuchado sobre Dios, ¡conócelo por ti mismo!

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