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Mientras nos estrechan la mano en la puerta de la iglesia, a veces a los ministros se nos saluda espontáneamente: “¡Realmente lo disfruté!”, seguido inmediatamente por: “¡Oh! Realmente no debería decir eso, ¿verdad?”. Por lo general, aprieto más fuerte su mano, y extiendo el saludo por un poco más de tiempo, y digo con una sonrisa: “¿No nos anima la primera pregunta del catecismo a hacer eso? Si vamos a regocijarnos en Él para siempre, ¿por qué no comenzar ahora?”.

Por supuesto, no podemos regocijarnos en Dios aparte de glorificarlo. El Catecismo de Westminster pregunta sabiamente: “¿Qué regla nos ha dado Dios para indicarnos cómo podemos glorificarlo y regocijarnos en Él?”. Ella señala que la Escritura contiene la “regla” para regocijarnos en Dios y glorificarlo. Y sabemos que abunda en instrucciones para glorificarlo, pero ¿cómo nos instruye a “regocijarnos”?

Regocijarnos en Dios es una orden, no algo opcional: “Regocíjense en el Señor siempre. Otra vez lo diré: ¡Regocíjense!” (Fil. 4: 4). ¿Pero cómo? No podemos “regocijarnos a la orden”, ¿cierto?

Es verdad. Sin embargo, las Escrituras muestran que los creyentes bien instruidos desarrollan la determinación de regocijarse. Ellos se regocijan en el Señor. Habacuc ejemplificó esto en días difíciles (ver Hab. 3:17-18). Él ejerció lo que nuestros antepasados ​​llamaron “fe activa”, una determinación vigorosa de experimentar todo lo que el Señor ordene, incluso el regocijo, y utilizar los medios dados por Dios para hacerlo. 

Si bien se nos ordena que tengamos gozo, los recursos para hacerlo están fuera de nosotros mismos, y solo son conocidos mediante la unión con Cristo.

Aquí hay cuatro de estos medios en los que podemos regocijarnos y en los cuales también glorificamos a Dios.

Regocijo en la salvación

Regocijarnos en Dios significa saborear la salvación que Él nos da en Jesucristo. “Me regocijaré en el Dios de mi salvación” (Hab. 3:18). Dios se regocija de nuestra salvación (Lc. 15:6-7, 9-10, 32). Entonces deberíamos hacerlo igualmente. En Efesios 1:3-14 se proporciona una descripción magistral de esta salvación en Cristo. Es un baño evangélico en el cual a menudo deberíamos deleitarnos, peldaños en una escalera que con frecuencia deberíamos subir. Todo esto para experimentar el gozo del Señor como nuestra fortaleza (Neh. 8:10).

Si bien se nos ordena que tengamos gozo, los recursos para hacerlo están fuera de nosotros mismos, y solo son conocidos mediante la unión con Cristo.

Regocijo en la revelación

El regocijo emana de devorar la revelación inscrita. El salmo 119 es testigo reiterado de esto. El salmista “se deleita” en los testimonios de Dios “tanto como en todas las riquezas” (Sal. 119:14); véanse también los versículos 35, 47, 70, 77, 103, 162, 174. Piensa en las palabras de Jesús: “Estas cosas les he hablado, para que mi gozo esté en ustedes, y su gozo sea perfecto” (Jn. 15:11). ¿Quiere acaso Él decir que encontrará su gozo en nosotros, para que nuestro gozo sea pleno, o que su gozo está en nosotros para que nuestro gozo sea pleno? Ambas explicaciones, seguramente, son verdad. Encontramos pleno regocijo en el Señor solo cuando sabemos que Él encuentra su gozo en nosotros. El camino hacia el regocijo, entonces, es darnos una exposición máxima a su Palabra y dejarla habitar en nosotros abundantemente (Col. 3:16). El gozo es comida para el alma hambrienta de gozo.

Regocijo en la comunión

Hay gozo en el Señor para ser saboreado en la adoración que disfrutamos en la comunión de la Iglesia. Ella es la Nueva Jerusalén, la ciudad que no se puede esconder, el gozo de toda la tierra (Sal. 48: 2). Encontramos gozo en abundancia en la comunión de alabanza y petición dirigida por el Espíritu; en el pastoreo del alma; la predicación de la Palabra; salmos, himnos y cantos espirituales; en el agua, el pan, y el vino. El Señor se regocija en nosotros con cantos de júbilo (Sof. 3:17). Y nuestros corazones, en respuesta, cantan con gozo.

Regocijo en la tribulación

Esto, de hecho, es una paradoja divina. Hay regocijo para ser conocido en medio y a través de la aflicción. Visto bíblicamente, la tribulación es la mano castigadora del Padre, quien usa el dolor y la oscuridad de la vida para moldearnos a la imagen de Aquel quien, por el gozo puesto delante de Él, soportó la cruz (He. 12:1-2, 5-11; ver Ro. 8:29). Nos gloriamos y regocijamos en nuestras tribulaciones, dice Pablo, porque “el sufrimiento produce… esperanza” en nosotros (Ro. 5:3-4). Pedro y Santiago hacen eco del mismo principio (1 Pe. 1:3-8, Stg. 1:2-4). El conocimiento de la mano segura de Dios en la providencia no solo trae estabilidad. También es un generador de gozo.

Todo esto se suma al júbilo en Dios mismo. En Romanos 5:1-11, Pablo nos lleva de regocijarnos en la esperanza de la gloria de Dios (v. 2), a gozarnos en tribulación (v. 3) y gloriarnos en Dios mismo (v. 11; ver Sal. 43:4). El incrédulo encuentra esto increíble, porque ha sido cegado por la mentira de Satanás de que glorificar a Dios es el camino más elevado para la ausencia de gozo. Afortunadamente, Cristo revela que lo contrario tiene lugar en Él, por nuestra salvación, por su revelación, en la bendita comunión de adoración, y por medio de la tribulación.

¡Regocíjate! Sí, con gozo eterno sobre tu cabeza (Is. 51:11).


PUBLICADO ORIGINALMENTE EN LIGONIER. TRADUCIDO POR CAROLINA HOLGUÍN.
IMAGEN: LIGHTSTOCK.
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