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Es sutil, silenciosa y penetrante. No te das cuenta de su presencia hasta que un día te preguntas: «¿Por qué no me importa mi relación con Dios? ¿Por qué no siento nada hacia Él y hacia otros?». Su nombre: Apatía. Es la asesina del interés y quien envenena la perseverancia. A la apatía le gusta disfrazarse como un inocente estado de desconexión de la realidad, como un sentimiento pasajero de aburrimiento ante hábitos, tareas y planes que antes nos emocionaban. Pero su verdadera naturaleza es pecaminosa.

La apatía es un pecado letal de indiferencia que endurece nuestros corazones, infecta nuestra rutina diaria y nos hace insensibles a quién es Dios y a lo que ha hecho por nosotros. Su efecto es el de un potente paralizante que destruye nuestra relación con Dios y el desarrollo de las disciplinas espirituales

En este artículo quiero compartirte cuatro rasgos para identificar el pecado de la apatía —la cual empieza a manifestarse en tu relación con Dios—, para que al reconocerla la arranques de raíz.

El orgullo de la apatía

En la Biblia no encontramos la palabra «apatía», pero sí la frase «y se olvidaron de Dios» (Sal 78:11; 106:21; Dt 4:23; Jue 3:6; 8:34). El orgullo de la apatía comienza cuando nos olvidamos de la presencia diaria de Dios. Entonces, el orgullo endurece nuestro corazón, asumimos el rol de Dios e intentamos convertirnos en los autores de nuestra propia moral. Al buscar nuestro protagonismo, la indiferencia se vuelve el escape para vivir bajo nuestras reglas y condiciones. 

El orgullo de la apatía comienza cuando nos olvidamos de la presencia diaria de Dios

El orgullo de la apatía dice: «Yo sé lo que es mejor para mí, no necesito depender ni dar cuentas a nadie. Es mi vida». Muchas veces, esta actitud viene después de un periodo donde hemos experimentado la bondad y la provisión de Dios (cp. Dt 8:8-14; 32:15-18). Pensemos, por ejemplo, en el pueblo de Israel: recibió innumerables bendiciones divinas cuando fue rescatado de Egipto, pero después de haber entrado en la tierra prometida se olvidó de su Creador y cayó en un espiral descendente de inmoralidad y destrucción, porque «todos hacían lo que bien les parecía» (Jue 21:25).

La pereza de la apatía

Muchas veces he escogido dormir un poco más, en lugar de levantarme a orar; he preferido navegar por las redes sociales, en vez de leer la Biblia o de pasar tiempo con hermanos en la fe. La indiferencia decide que las disciplinas espirituales son una carga en vez de un deleite. Así, la pereza de la apatía nos aleja de todas las bendiciones, situaciones y relaciones que nos acercan a Dios (cp. Pr 13:4).

La Palabra nos llama a ser buenos administradores de lo que Dios nos ha dado (1 P 4:10), a ser diligentes en hacer lo bueno (Ro 12:11) y a trabajar con paciencia por nuestra santificación (Heb 6:12). Sabemos que pecamos si no hacemos estas cosas (Stg 4:17); sin embargo, la pereza de la apatía juzga la perseverancia como difícil y fastidiosa, así que desprecia las responsabilidades y los hábitos diarios que contribuyen a nuestro crecimiento. 

El egoísmo de la apatía

«Es más fácil», me dijo una persona al preguntarle sobre su apatía. «Siento que no quiero hacer nada, solo estar conmigo y en paz». Pero si decidimos quedarnos en la comodidad de estar solo con nosotros mismos, ¿cómo obedeceremos el mandamiento de Cristo cuando nos dice que «los que viven, ya no vivan para sí» (1 Co 5:15), o el mandamiento de amar a Dios y a otros (Jn 13:34-36)? 

La manera más efectiva de luchar contra la apatía es cultivando un corazón de amor, adoración y constante agradecimiento hacia Dios

Al poner en primer lugar nuestro deseo de comodidad, la apatía promueve el egoísmo y nos hace fríos ante Dios y ante los demás, en especial ante aquellos con alguna necesidad o dolor. Así, poco a poco, experimentamos la ausencia de misericordia hacia los demás. Por decirlo de alguna manera, dejamos de ser una imagen de Cristo y nos convertimos en una imagen del pecado.

La mentira de la apatía

Cada vez que el Espíritu Santo me trajo convicción sobre el pecado de la apatía, traté de defenderme basándome en mis obras: «Leo la Biblia, voy a la iglesia, comparto el evangelio, cumplo las tareas de mi trabajo, soy “buena” y tengo relaciones significativas con creyentes. Hago lo que tengo que hacer». Sin embargo, la mentira de la apatía a menudo consiste en mostrarnos solo nuestro buen comportamiento y buenas obras, para decirnos: «Todo está bien» (cp. Ef 2:8-9). Pero Dios también mira las motivaciones y la adoración de nuestro corazón. 

Muchas veces, sin darnos cuenta, encontramos identidad en cómo nos ven otros, en nuestros servicios dentro de la iglesia o en nuestros tiempos devocionales y de oración. Aunque varias de estas cosas son buenas, no sirven de nada sin la correcta motivación de conocer a Dios y disfrutar de Él.

¿Cuál es el antídoto para la apatía?

La apatía va más allá de un comportamiento perezoso, egoísta, orgulloso y engañado, es una actitud interna. Para identificarla, necesitamos ver nuestro corazón antes que nuestro comportamiento. No obstante, la vida piadosa sí refleja un proceder sabio: debemos esforzarnos, pero también descansar; evitar la vagancia, pero no ir al agotamiento; compartir con otros, así como también retirarnos en quietud y adoración a Dios. 

La buena noticia es que ¡tenemos esperanza, porque Cristo pagó por nuestra apatía (Ro 3:23-25)! Él no fue perezoso en cuanto a la misión de morir por nuestros pecados. Él no fue orgulloso al despojarse de Su gloria para otorgarnos perdón. Él no fue egoísta al adoptarnos en Su familia. Él no se dejó engañar por las artimañas del enemigo.

Gracias a la bondad de Dios, al sacrificio de Cristo y al trabajo del Espíritu Santo podemos reconocer nuestro pecado de indiferencia, confesarlo en arrepentimiento y recibir Su perdón. Podemos hacer esto mientras nos maravillamos una vez más de la belleza de Dios, de la fidelidad de Sus obras y de la gracia de Su evangelio. Al contemplar a Dios precioso y aferrarnos a Sus medios de gracia, podemos comenzar a perseverar en las disciplinas espirituales y a ver, en la obra de Cristo, a un Dios sensible y compasivo de nuestras debilidades (Heb 4:14-16).

La manera más efectiva de luchar contra la apatía es cultivando un corazón de amor, adoración y constante agradecimiento hacia Dios. Esto nos mostrará la cercanía divina y Su continua misericordia, de modo que se reavivará nuestra relación con Él y con otros. Mientras más lo cultivemos (Sal 34:1), más experimentaremos lo que el Señor ha preparado para nosotros a través de Su evangelio: gozaremos de Él, mientras anunciamos y extendemos Su compasión.

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