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Nota del editor: 

Este breve artículo forma parte de una nueva serie semanal sobre eventos y personas relevantes en la historia de la Iglesia universal antes, durante, y después de la Reforma protestante. Para conocer más sobre la historia de la Iglesia desde tus redes sociales, puedes seguir los perfiles de Credo en Twitter e Instagram.

Policarpo de Esmirna (70-155 d. C.), obispo del segundo siglo, fue discipulado y ordenado por el apóstol Juan (6-100 d. C.) y conoció personalmente a varios de los apóstoles.

Policarpo es reconocido como uno de los tres padres apostólicos junto a Clemente de Roma e Ignacio de Antioquía. Aunque conocemos poco de su vida, el recuento de su persecución y muerte están bien documentados en Martirio de Policarpo (155 d. C.), una epístola de la iglesia de Esmirna (pastoreada por Policarpo antes de su muerte) dirigida a la iglesia en Filomelio y al resto de la Iglesia cristiana. La introducción a la epístola dice:

“Os escribimos, hermanos, un relato de lo que sucedió a los que sufrieron martirio, y en especial al bienaventurado Policarpo… todos los sucesos antes mencionados [sucedieron] para que el Señor pudiera mostrarnos una vez más un ejemplo de martirio que es conforme al evangelio”.[1]

Es probable que al momento de su muerte, Policarpo fuese el último sobreviviente de los que habían sido directamente discipulados por los apóstoles. A los ojos de un Imperio romano que no tenía otro dios que no fuese el César, Policarpo representaba una amenaza, siendo la persona en vida más cercana a la encarnación de Cristo y sus enseñanza.

Por eso, en el año 155, después del martirio de varios cristianos en Esmirna, un grupo leal al Imperio pagano de Roma buscaba a Policarpo para matarle. “Matemos al líder de la iglesia”, decían, “y su iglesia morirá”. Así, Policarpo llegó a ser perseguido y capturado.

Antes de su juicio

“fue recibido por Herodes, el capitán de la policía y por su padre Nicetes, los cuales le [hicieron] subir a su carruaje, y procuraron convencerle, sentándose ellos a su lado y diciéndole: ‘¿Qué mal hay en decir César es Señor, y en ofrecerle incienso… y con ello salvarte?’. Pero él al principio no les dio respuesta. Sin embargo, cuando ellos persistieron, les dijo: ‘No voy a hacer lo que me aconsejáis’. Entonces ellos, viendo que no podían persuadirle, hicieron uso de amenazas y le hicieron bajar rápidamente, de modo que se hirió en la espinilla cuando bajaba del carruaje”.[2]

Posteriormente fue llevado a un estadio para ser juzgado por el Imperio. Se lee en el recuento que al entrar, Policarpo escuchó una voz del cielo que decía: “¡Sé fuerte y muéstrate hombre, oh, Policarpo!”.

Durante ochenta y seis años he sido su siervo, y no me ha hecho mal alguno. ¿Cómo puedo ahora blasfemar de mi Rey que me ha salvado?

El magistrado le dijo:

“‘Ten respeto a tu edad. Jura por el genio de César; y retráctate y di: Fuera los ateos [los que no creen en el César]’. Entonces Policarpo, con mirada solemne, contempló toda la multitud de paganos impíos que había en el estadio, y les hizo señas con la mano; y mirando al cielo, dijo: ‘Fuera los ateos [los que no creen en el Dios real]’. El magistrado insistió y le dijo: ‘Jura, y te soltaré; insulta a Cristo’. Policarpo dijo: ‘Durante ochenta y seis años he sido su siervo, y no me ha hecho mal alguno. ¿Cómo puedo ahora blasfemar de mi Rey que me ha salvado?’”.[3]

El procónsul después dijo:

“‘Tengo fieras aquí y te echaré a ellas como no te retractes’. Pero él dijo: ‘Que las traigan; porque el arrepentirse de lo mejor a lo peor es un cambio que no nos es permitido; pero es noble el cambiar de lo perverso a lo justo’. Entonces le dijo: ‘Haré que ardas con fuego si desprecias las fieras, como no te arrepientas’. Pero Policarpo dijo: ‘Tú me amenazas con fuego que arde un rato y después se apaga; pero no sabes nada del fuego del juicio futuro y del castigo eterno, que está reservado a los impíos. ¿Por qué te demoras? Haz lo que quieras’”.[4]

Atado a la hoguera, a punto de ser prendido, Policarpo dijo sus últimas palabras:

“‘Oh, Señor Dios Todopoderoso, Padre de tu amado y bendito Hijo Jesucristo, por medio del cual hemos recibido conocimiento de ti, el Dios de ángeles y poderes, y de toda creación y de toda la raza de los justos, que viven en tu presencia; te bendigo porque me has concedido este día y hora para que pueda recibir una porción entre el número de los mártires en la copa de [tu] Cristo en la resurrección de vida eterna, tanto del alma como del cuerpo, en la incorruptibilidad del Espíritu Santo. Que pueda ser recibido con ellos en tu presencia este día, como un sacrificio rico y aceptable, que tú has preparado y revelado de antemano, y has realizado, tú que eres el Dios fiel y verdadero. Por esta causa, sí, y por todas las cosas, te alabo, y bendigo, y glorifico, por medio del Sumo Sacerdote eterno y celestial, Jesucristo, tu Hijo amado, por medio del cual, con Él y el Espíritu Santo, sea gloria ahora y [siempre] y por todos los siglos. Amén’. Cuando hubo ofrecido el amén y terminado su oración, el verdugo encendió el fuego”.[5]

El último discípulo de los apóstoles fue quemado en la hoguera y su cuerpo en cenizas fue posteriormente apuñalado.

Contrario a la creencia de sus agresores, la Iglesia de Cristo no moriría con su líder terrenal. Dos siglos después, el cristianismo se convertiría en la religión oficial del Imperio. El testimonio de la fidelidad de Dios para su Iglesia descansa en Mateo 16:18: “Las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”.


[1] Martírio de Policarpo, I.

[2] Martírio de Policarpo, VIII.

[3] Martírio de Policarpo, IX, X.

[4] Martírio de Policarpo, XI.

[5] Martírio de Policarpo, XIV, XV.

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