La salvación de nuestros hijos no tiene precio; sus necesidades espirituales son muy superiores a sus necesidades físicas. Necesitan nuestras oraciones, nuestras oraciones fervientes con corazones encendidos, tanto para su arrepentimiento inicial y su llegada a Cristo por fe, como para su vida y su crecimiento continuado en la fe. Matthew Henry declaró acertadamente que, para los padres que mueren, es mejor dejar detrás un tesoro de oración por sus hijos, que dejar un tesoro de plata y oro.
Mi madre murió recientemente. Financieramente era poco lo que ella tenía para dejar a sus hijos, pero atesoramos los años de oraciones que ella y mi padre almacenaron para nosotros. Cuando mis padres conmemoraron el quinceavo aniversario de su boda, nosotros cinco decidimos darles las gracias por algo que ellos habían hecho por nosotros. Sin haberlo consultado antes, cada uno de nosotros eligió agradecer a mi madre por sus oraciones. Todos sabíamos cuántos años ella había orado con intensidad, fervientemente y con perseverancia por cada uno de nosotros.
No estamos solos en modo alguno. En una conferencia de ministros en Italia, pregunté a los asistentes cuántos de ellos fueron influenciados por las oraciones de sus madres. Desde el podio me pareció que casi todos levantaron la mano. Dios bendice las oraciones sinceras de los padres por el bien espiritual y eterno de sus hijos.
De acuerdo con la promesa de Dios (Génesis 17:7; Hechos 2:39), los niños de padres creyentes están incluidos en el pacto de gracia y deben ser recibidos como miembros de la iglesia por el bautismo. Esta promesa es preciosa, y los privilegios que confiere a nuestros hijos son en verdad grandes. Pero no nos dan base para presuponer que nuestros hijos han sido regenerados, ni razón para tratarlos como tales antes de que lleguen a la fe salvadora y al arrepentimiento.
Bautizamos a los niños basándonos en muchos puntos, pero no en base a una “presunta regeneración”. Los resultados de este punto de vista, que dice que debemos suponer que todos los hijos del pacto han sido regenerados a menos que un pecado flagrante muestre lo contrario, pueden ser bastante trágicos. El conocimiento y la moralidad a menudo se sustituyen por la salvación, sin una regeneración obrada por el Espíritu, convicción de pecado, arrepentimiento para vida, fe salvadora, y los necesarios frutos que la acompañan (Juan 3:5; 16:8-11; Lucas 13:1-9; Juan 3:16, Gálatas 5:22-23). Conocer a Dios de manera salvadora y personal se reemplaza con estar involucrado en las “actividades del reino” en el hogar, en la iglesia, en la escuela y en la comunidad en general.
Como judío, Nicodemo estaba incluído en el pacto, recibió la señal del pacto (circuncisión), y fue educado en las Escrituras, pero Cristo le dijo: “Tienen que nacer de nuevo” (Juan 3:7). (Aquí Cristo utiliza la forma en plural porque Él incluía a todos los otros israelitas en su prescripción sin excepciones). Hasta que nació de nuevo, Nicodemo estaba espiritualmente ciego a las verdades del reino de Dios (vv. 3, 10).
De manera similar, sin la obra salvadora de la gracia de Dios, nuestros hijos son caídos y pecadores, no son justos (Salmos 51;5; 58:3). La Confesión Belga (artículo 15) dice: “El pecado original se extiende a toda la humanidad, el cuál es una corrupción de toda la naturaleza y una enfermedad hereditaria en la que los infantes mismos también son infectados, en el mismo vientre de la madre”. Para ser salvos por Cristo, ellos deben “ser integrados a Él, y recibir todos Sus beneficios, mediante una fe verdadera” —la fe— “que el Espíritu Santo obra mediante el evangelio” en sus corazones (Catecismo de Heidelberg Q & A 20-21).
Los hijos de los creyentes tienen una santidad externa –tienen un lugar en la iglesia visible– pero no forman parte en la salvación prometida en el pacto a menos y hasta que sean regenerados por el Espíritu Santo. Él debe convertir a los hijos de Abraham para que ellos reciban la bendición que Dios prometió a Abraham (Hechos 3:25-26). Los padres cristianos necesitan orar por la salvación de sus hijos y llamarles a que confíen en Jesucristo como el único Salvador, porque solo su sangre nos limpia de todo pecado (1 Juan 1:7).
Dios, efectivamente, hizo una promesa a Abraham de que Él sería un Dios para él, para sus hijos, y los hijos de estos después de ellos, hasta mil generaciones (Génesis 17:7; Salmos 105:8). Pero el Señor también dijo a los judíos, a través de su profeta Juan Bautista: “No piensen que pueden decirse a sí mismos: ‘Tenemos a Abraham por padre,’ porque les digo que Dios puede levantar hijos a Abraham de estas piedras”. (Mateo 3:9). A los que pusieron su confianza en su ascendencia, Jesús dijo: “Si son hijos de Abraham, hagan las obras de Abraham” (Juan 8:39), obras que son fruto de la fe salvadora que demuestra un linaje espiritual, no solo un linaje físico (Romanos 4:11-12). La promesa de Dios es hecha a todos aquellos que, como Abraham, creen para justificación y vida.
¿Cómo debemos orar por la salvación de nuestros hijos? He aquí una oración ofrecida por el predicador del siglo XIX, Alexander Whyte: “Oh, Dios Todopoderoso, Padre Celestial nuestro, ¡danos una semilla que esté bien contigo! Oh Dios, danos a nuestros hijos. Por segunda vez, y por un mucho mejor nacimiento, ¡danos a nuestros hijos para estar a nuestro lado en Tu santo pacto!”
No hay nada automático en lo que respecta a la salvación. No hay lugar para la simple suposición; la paternidad cristiana es una empresa de fe. La promesa de Dios nos da un cimiento sólido para todas nuestras oraciones y esperanzas para nuestros hijos. Pero Él también ordena que utilicemos los medios que han sido asignados para obtener Sus buenos dones. ¿Oras diariamente por tus hijos? ¿Oras diariamente con tus hijos? Si no es así, ¿qué puedes esperar del Señor? Ya sea que sean o no salvos, ¿puedes decir, por la gracia de Dios, que irrumpes en el trono de misericordia por ellos con un corazón inflamado por su bienestar y por la gloria de Dios?