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Nota del editor: 

Este es un fragmento adaptado del libro Una teología puritana: Doctrina para la vida (Poiema Publicaciones, 2022), por Joel R. Beeke y Mark Jones.

Los puritanos nos mostraron cómo manejar el orgullo. Dios odia el orgullo (Pr 6:16–17). Odia al orgullo con Su corazón, lo maldice con Su boca y lo empuja con Su mano (Sal 119:21; Is 2:12; 23:9).

Reflexiona en la gravedad del orgullo

El orgullo fue el primer enemigo de Dios. Fue el primer pecado en el Paraíso y el último que derramaremos al morir. «El orgullo es la camisa del alma, que se pone al principio y se quita al final», escribe George Swinnock.

Como pecado, el orgullo es único. «La mayoría de los pecados se alejan de Dios, pero el orgullo es un ataque directo contra Él. Eleva nuestros corazones por encima de Dios y contra Dios», dijo Henry Smith (1560–1591). El orgullo procura destronar a Dios y entronarse a sí mismo. Los ministros puritanos no se consideraban a sí mismos inmunes a este pecado. Veinte años después de su conversión, Jonathan Edwards (1703–1758) gimió sobre «las profundidades infinitas y sin fondo de orgullo» que quedaban en su corazón.

Un creyente piadoso lucha contra el orgullo, mientras que uno mundano lo alimenta

El orgullo echa a perder nuestro trabajo. Como observó Richard Baxter: «Cuando el orgullo ha escrito un sermón, se va con nosotros al púlpito. Forma nuestro tono, anima nuestra entrega, quita de nosotros lo que podría ser desagradable para el pueblo. Nos pone en la búsqueda de los aplausos vanos de nuestros oyentes. Hace que los hombres se procuren a ellos mismos y su gloria».

El orgullo es complejo. Jonathan Edwards dijo que toma muchas formas que rodean el corazón como las capas de una cebolla; cuando sacas una capa, hay otra debajo. 

Dimensiona los alcances del orgullo

Nosotros los ministros, siempre en el ojo público, somos particularmente propensos al pecado del orgullo. Como advierte Richard Greenham: «Mientras más piadoso es el hombre y más misericordias de Dios están sobre él, más necesita orar porque Satanás está más ocupado con él y porque es el más propenso a inflarse con una santidad presumida».

El orgullo se alimenta de casi todo: una buena medida de habilidad y sabiduría, un solo halago, una temporada de prosperidad sorprendente, un llamado a servir a Dios en una posición de prestigio, incluso el honor de sufrir por la verdad. «Es difícil hacer morir de hambre a este pecado, cuando puede vivir casi de cualquier cosa», escribió Richard Mayo (1631–1695).

Reconoce lo susceptibles que somos

Los puritanos dijeron que si pensamos ser inmunes al pecado del orgullo, deberíamos preguntarnos esto: ¿Cuán dependientes somos de la alabanza de otros? ¿Nos importa más nuestra reputación por la piedad que nuestra piedad misma? ¿Qué dicen de nosotros los regalos y recompensas de otros por nuestro ministerio? ¿Cómo respondemos a la crítica?

Un creyente piadoso lucha contra el orgullo, mientras que uno mundano lo alimenta. Cotton Mather (1663–1728) confesó que cuando el orgullo lo llenó con amargura y confusión delante del Señor: «Me esforcé para tomar la imagen de mi propio orgullo como la misma imagen del diablo, contraria a la imagen y gracia de Cristo; como una ofensa contra Dios y como contristar al Espíritu Santo; como la locura y necedad más irracional para alguien que no ha tenido nada singularmente excelente y ha tenido una naturaleza tan corrompida».

Thomas Shepard (1605–1649) también luchó contra el orgullo. En su diario del 10 de noviembre de 1642, Shepard escribió: «He mantenido un ayuno privado para recibir luz para ver la gloria completa del evangelio y para la conquista de todo el orgullo de corazón restante».

En ninguna parte se cultivó tanto la humildad como en el jardín del Getsemaní y en el calvario

¿Te puedes identificar con estos pastores puritanos en tu lucha contra el orgullo? ¿Te importan lo suficiente otros cristianos para amonestarlos en amor sobre este pecado? Cuando John Eliot (1604–1690), un misionero puritano, se dio cuenta de que un colega tenía una consideración de sí mismo demasiado alta, le dijo: «Estudia la mortificación, hermano; estudia la mortificación».

Somete el orgullo

¿Qué tan dispuestos estamos a luchar? ¿Entendemos cuán profundamente arraigado está en nosotros el orgullo y cuán peligroso es? ¿Alguna vez protestamos contra nosotros mismos como el puritano Richard Mayo?:

¿Debería ese hombre estar orgulloso de que ha pecado como tú has pecado, vivió como tú has vivido, desperdició mucho tiempo, abusó tanto de la misericordia, omitió demasiados deberes y descuidó tanto los medios —eso que ha contristado tanto al Espíritu de Dios—, violando tanto la ley de Dios, que terminó deshonrado tanto el nombre de Dios? ¿Debería ese hombre estar orgulloso, que tiene un corazón como el que tú tienes?

Si has de mortificar tu orgullo mundano y vivir en humildad piadosa, mira a tu Salvador, cuya vida, dice Calvino, fue una serie de sufrimientos. Cuando el orgullo te amenaza, considera el contraste entre una persona orgullosa y nuestro humilde Salvador. Canta con Isaac Watts (1674–1748): 

Cuando estudio la maravillosa cruz,
en la que el príncipe de gloria murió,
cuento mi ganancia más grande como perdida
y derramo desprecio en todo mi orgullo. 

Aquí hay algunas otras maneras de someter el orgullo, aprendidas de los puritanos y sus sucesores:

  • Mira cada día como una oportunidad para olvidarte de ti mismo y servir a otros. Abraham Booth (1734–1806) escribe para los ministros: «No olvides que toda tu obra es ministerial, no legislativa; que no eres señor en la iglesia, sino un siervo». El acto del servicio es innatamente aleccionador.
  • Procura un conocimiento más profundo de Dios, Sus atributos y Su gloria. Job e Isaías nos enseñan que no hay nada más aleccionador que conocer a Dios (Job 42; Is 6).
  • Lee las biografías de grandes santos, tales como Journals, The Life of David Brainerd [Diarios de la vida de David Brainerd] de Whitefield y Early Years [Primeros años] de Spurgeon. Martin Lloyd-Jones dice al dirigirse a ministros: «si eso no te baja a la tierra, entonces pronunció que eres solo un profesional y no tienes esperanza».
  • Ora por humildad. Recuerda como Agustín de Hipona respondió a la pregunta: «¿Cuáles son las tres gracias que un ministro necesita más? Diciendo: “humildad, humildad, humildad”».
  • Medita mucho en la solemnidad de la muerte, la certidumbre del Día del juicio y la vasta eternidad.

Recuerda diariamente que «antes del quebrantamiento es la soberbia; y antes de la caída, la altivez de espíritu» (Pr 16:18). Vive como un creyente que comprende que en ninguna parte se cultivó tanto la humildad como en el jardín del Getsemaní y en el calvario.

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