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De niño conocí un laberinto con paredes altas y una torre en el medio. Cuando los visitantes se perdían, podían mirar la torre para salir del laberinto al seguirla con la ayuda de un guía. Hay un relato bíblico parecido a esta imagen, donde los discípulos de Jesús parecen perdidos en un laberinto, sin entender el camino que deben seguir. Jesús, con la cruz como una torre, les explica la salida de su confusión.

En el Evangelio de Marcos leemos que Jesús anuncia Su muerte por segunda vez mientras viaja con Sus discípulos (Mr 9:30). Qué momento tan climático. El Mesías declara una verdad asombrosa: Su identidad está ligada a una cruz, pues con Su muerte dará vida a Su pueblo. Sin embargo, Sus discípulos «no entendían» esto (v. 33) y, más aún, se ponen a discutir sobre quién de ellos es el más importante (vv. 32-35). Lo que les preocupa es ser reconocidos. Sí, tan antagónico como pueda sonar.

Ellos no entienden el camino en el que deben andar. Están perdidos en el laberinto del egocentrismo y la vanagloria. Cuando estamos allí, solo Jesús con Su cruz en el centro nos puede mostrar la salida. Esta es una verdad para recordar en una época como la nuestra, en la que abunda la autopromoción entre quienes decimos seguir a Jesús.

El laberinto de la autopromoción

Aprender a servir a Dios demanda un cambio radical en ciertas creencias y comportamientos del corazón. En el servicio cristiano se espera que hagamos algo extraño para nuestra naturaleza caída: dejar de pensar en el reconocimiento personal y ser intencionales en servir a los demás (Fil 2:3-4). Es decir, ¡todo lo que jamás habríamos pensado hacer antes de conocer a Cristo! Cuando llegamos a la fe, necesitamos aprender el camino de la cruz y recordarlo constantemente.

La señal de que estamos perdidos se enciende cuando lo que nos importa es nuestra gloria, cuando preferimos ser servidos a servir y cuando queda relegada la promoción del evangelio. La señal se enciende cuando nuestro corazón se inclina al reconocimiento personal y se incomoda con la idea de invertir tiempo y esfuerzo en otras personas, sobre todo si las consideramos menos importantes que nosotros.

La discusión de los discípulos es reveladora y nos dice mucho del corazón humano: «en el camino habían discutido entre sí quién de ellos era el mayor» (Mr 9:34). A diferencia de Jesús, que acaba de anunciar su muerte para salvarlos, ellos discuten sus expectativas de reconocimiento personal. Su agenda ministerial se enfoca en ellos, en cuánta fama lograrán y en cuánto avanzarán en la escalera para ser vistos. 

Lejos de ser mejores, nosotros también nos perdemos en el laberinto de la autopromoción. Basta con poner un pie en el servicio al Señor para ver que nuestro corazón no es distinto al de ellos. Está en nuestra naturaleza. Aunque somos nuevas criaturas, el viejo hombre necesita ser tratado

Recuerdo la primera vez que enseñé en la iglesia: mi corazón estaba ansioso por terminar y escuchar cómo le había parecido mi enseñanza a los oyentes. Estaba interesado en enseñarles la verdad y hacerles el bien, pero también me interesaba saber cuán bueno había sido mi desempeño. Así somos muchas veces: podemos estar haciendo cualquier servicio a Dios y, aún así, en algún rincón del corazón, tener el deseo de ser reconocidos, alabados y puestos en alto.

¿Puedes verlo en otras situaciones? Déjame darte un par de ejemplos. 

  • Quizás nos molestamos porque no podemos ocupar un lugar importante en el ministerio. Mientras ordenamos las sillas, como no es tan visible como ser líder de alabanza, pensamos que nos gustaría tener un puesto de más renombre. 
  • Quizás no nos atrae reunirnos una vez a la semana a leer la Biblia con alguien. Nadie nos verá, pocos sabrán de nuestro esfuerzo y no recibiremos un reconocimiento público.

Hay una extraña inclinación en nuestro corazón hacia perseguir la gloria personal, incluso en el servicio a Dios. Esa inclinación nos hace revisar nuestros perfiles en las redes sociales repetidas veces al día, analizando en detalle cómo aumentan nuestros «me gusta» cuando publicamos algo edificante. Así nos medimos y medimos a otros: con la vara de la popularidad en las redes sociales, como si la grandeza consistiera en ser reconocidos en la esfera pública. 

Un asunto frecuente, y que atañe a la historia que relata Marcos, es el hábito de no estar dispuestos a servir a aquellos que consideramos menos importantes. En el tiempo de los discípulos, un grupo valorado como menos importante era el de los niños. Entonces, es fácil imaginar cómo los discípulos se preguntaban: ¿por qué invertir tiempo en ellos? ¿Acaso no hay cosas más importantes para hacer? (cp. Mr 10:13).

Hay una extraña inclinación en nuestro corazón hacia perseguir la gloria personal, incluso en el servicio a Dios

Así también nosotros podemos ser selectivos con los demás cuando estamos en el laberinto de la vanagloria y la autopromoción. Somos selectivos con ese desconocido que vemos al terminar el culto dominical y que decidimos no saludar. Con los niños que corretean por la iglesia y que parecen demasiado bajitos para verlos. Con el hermano débil que tenemos que discipular, pero con el que nos volvemos impacientes porque pensamos que no vale la pena hacer tanto sacrificio por él.

¿Qué perdemos en el laberinto de la autopromoción? Perdemos lo más importante: el avance del evangelio, el bien de los demás y la gloria de Cristo. Precisamente, todo lo que deberíamos buscar en nuestro servicio a Dios.

La salida de la cruz

El evangelio nos muestra que la salida para el laberinto del egocentrismo es la cruz. Mi problema y el tuyo, detrás de la autopromoción, es no entender el significado de la cruz. Los discípulos, cuando escuchaban a Jesús, «no entendían lo que les decía» (Mr 9:32). ¿Qué no entendían? ¡Muchas cosas! Pero, principalmente, no entendían la cruz.

El modelo de la cruz es el servicio amoroso y sacrificial. Mira por un momento la respuesta de Jesús: «se sentó, llamó a los doce discípulos y les dijo: “Si alguien desea ser el primero, será el último de todos y el servidor de todos”» (Mr 9:35). En otras palabras, la grandeza en el reino de Dios consiste en buscar ser los últimos y ser siervos de todos. Consiste en buscar ser los últimos, porque lo que nos interesa es el bien de los demás y la gloria de Cristo, no la nuestra. Buscamos servir a todos porque queremos que todos crean el evangelio y glorifiquen a Cristo.

Lo que los discípulos no entendían es que la cruz muestra el servicio humilde y sacrificial. El camino de la cruz nos lleva a morir en la periferia de los aplausos, porque solo deseamos el bien de otros. La cruz representa servicio, humildad y anonimato. En un mundo que aplaude y persigue algoritmos exitosos, la cruz nos invita a morir a nosotros mismos, como nos lo recuerdan las palabras del obispo alemán Nikolaus von Zinzendorf: «Predica el evangelio, muere y sé olvidado».

La grandeza en el reino de Dios consiste en buscar ser los últimos y buscar ser siervos de todos

Pero ¿qué pasa si, al mirar la cruz, nuestro servicio se parece poco al de Jesús? ¿Y qué si nos damos cuenta de que hemos estado persiguiendo la autopromoción? Me maravilla pensar que mientras los discípulos discutían algo tan absurdamente ególatra, Jesús caminaba firmemente a la cruz para pagar la deuda de su egolatría.

Mientras tú y yo caminamos por el laberinto de la autopromoción, al final del día Él nos ofrece perdón y restauración por Su cruz. Si queremos desarrollar un servicio buscando en verdad el bien de los demás, la cruz también nos ofrece el mejor ejemplo a seguir: el de nuestro Señor crucificado.

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