Cuando pensamos en impactar nuestra cultura con el evangelio, nuestras mentes suelen sentirse fascinadas por las ideas grandes y espectaculares a ojos humanos: montar un gran escenario, preparar eventos atractivos para miles de personas o desplegar una gran cantidad de voluntarios.
Estos métodos no tienen nada de malo en sí mismos y Dios los puede usar en gran manera, pero cuando pensamos solo en estos términos, es posible que las iglesias pequeñas se sientan amedrentadas.
El objetivo de la gran comisión (hacer discípulos en todo el mundo) ya es desafiante. Si a esto se agrega la idea errónea de que hacer cosas grandes y costosas es la única o la mejor manera de cumplir la misión, es entendible que muchas iglesias pequeñas sientan resignación o fracaso.
¿Cómo podría una iglesia de un puñado de miembros, sin mucho presupuesto ni contactos, lograr algo así?
Iglesias pequeñas
Damos gracias a Dios por las iglesias que pueden alquilar un estadio para mil o quince mil personas y montar un gran evento para predicar el evangelio y equipar a los creyentes para la obra del ministerio. Me he beneficiado muchas veces de estas actividades.
Sin embargo, como pastor de una iglesia pequeña, también sufro el peso de comparar nuestros esfuerzos con estos eventos, y la frustración que a veces acompaña esa comparación. Sospecho que muchas otras iglesias sienten lo mismo.
Si olvidamos la belleza del evangelio, dejaremos de compartir su mensaje con los demás
La enorme mayoría de las iglesias en Latinoamérica son pequeñas y con un presupuesto ajustado. Tengo en la mente y en el corazón a este tipo de iglesias: comunidades modestas que tienen un gran deseo por obedecer la gran comisión, pero que a veces sienten que es una tarea que les queda grande. Tal vez creen que no pueden lograr un «impacto verdadero» en su ciudad, pueblo o comunidad porque no tienen la preparación, los recursos o el presupuesto necesario para montar un escenario y llevar adelante una campaña evangelística con luces y sonido.
Quiero alentar a estas iglesias con una reflexión a partir de las palabras de Moisés en Deuteronomio 6 y 7, cuando el pueblo de Israel estaba a punto de entrar a la tierra prometida para tomarla como posesión. Anhelo que esta reflexión sea de aliento para cumplir con la gran comisión con confianza y en dependencia de Dios.
El aliento del amor demostrado en Cristo
Los israelitas pasaron cuarenta años en el desierto y por fin llegaron hasta la orilla del río Jordán, la frontera de la tierra prometida. Allí Moisés pronunció un último discurso de aliento y advertencia, en el que una de sus mayores preocupaciones era que el pueblo no se apartara tras la idolatría (Dt 6:12-14), sino que demostrara su amor a Dios a través de la obediencia a la ley (vv. 5-6).
Para lograr este propósito, los judíos debían tener siempre presente el amor y la gracia de Dios por ellos. No habían sido elegidos por ser mejores ni más numerosos que otros pueblos, «mas porque el SEÑOR los amó y guardó el juramento que hizo a sus padres, el SEÑOR los sacó con mano fuerte y los redimió de casa de servidumbre» (Dt 6:8).
Si Israel quería tener éxito en su misión, no debía olvidar el amor de Dios y la liberación de Egipto. Aquella historia de redención podía conmover sus corazones para mantenerlos en el camino correcto. Por lo tanto, recordar la gracia y la misericordia de Dios era clave para conquistar la tierra prometida.
Para los cristianos es similar. Si queremos tener éxito en nuestra misión de «conquistar» el mundo entero con la predicación del evangelio, no debemos permitir que nuestro corazón olvide el amor y la gracia demostrada en Cristo. Si olvidamos la belleza del evangelio, dejaremos de compartir su mensaje con los demás.
Por lo tanto, el enfoque de una iglesia que quiere cumplir la gran comisión no debe estar tanto en los métodos o recursos a disposición, sino en las convicciones que alberga en el corazón. Y esto es de gran alivio para una iglesia pequeña y modesta, la cual puede confiar en que, si permanece en la verdad bíblica y atesora el evangelio por sobre todo, Dios la usará en gran manera para la salvación de muchas personas.
El evangelismo, las misiones y la plantación de iglesias deben nacer en respuesta a la gracia y el amor de Dios, no como un cálculo racional entre costos y beneficios
Dios nos eligió para esta misión no porque seamos fuertes, numerosos, acaudalados o ingeniosos; sino por puro amor, demostrado en la cruz (1 Co 1:26-27). Toda iglesia, grande o pequeña, que quiera ser fiel a los propósitos de Dios no debe olvidarse nunca del evangelio. El evangelismo, las misiones y la plantación de iglesias deben nacer como una respuesta a la gracia y el amor de Dios, no como un cálculo racional entre costos y beneficios.
No importa si nuestra iglesia es pequeña y con bajo presupuesto. Mientras nuestros corazones se sigan conmoviendo con el evangelio y seamos fieles a la Biblia, siempre encontraremos la manera de cumplir con la gran comisión.
El aliento de una vida santa gracias al Espíritu
Mientras los israelitas escuchaban atentos a orillas del Jordán, Moisés les recordó que el pacto con Dios estaba ligado a su obediencia: «Entonces sucederá, que porque escuchas estos decretos y los guardas y los cumples, el SEÑOR tu Dios guardará Su pacto contigo y Su misericordia que juró a tus padres» (Dt 7:12).
Moisés advirtió al pueblo en todo el libro de Deuteronomio sobre las consecuencias de desobedecer la ley y las bendiciones de practicar los estatutos. Entonces, el éxito de la conquista estaba, en gran medida, ligado a su obediencia a la ley. El resto de la historia de Israel en el Antiguo Testamento es una muestra de la incapacidad humana para mantener su parte del pacto y la fidelidad de las advertencias del Señor.
En el nuevo pacto, hecho en la sangre de Jesús, la cuestión es similar pero diferente. Ahora la solidez de la alianza de Dios con Su pueblo descansa en la obediencia perfecta de Jesús, no en la nuestra; por lo tanto, es inquebrantable y nunca está en riesgo. Sin embargo, nuestra obediencia sigue siendo importante para dar frutos.
Si lo piensas bien, esto es de gran alivio, porque para cumplir con nuestra misión en la tierra no es indispensable contar con abundantes recursos materiales o desarrollar una gran capacidad estratégica. Lo que se requiere de nosotros es que andemos en santidad, agradando a Dios.
Con esto no digo que la santidad sea fácil, pero sí que es un modo de vida que podemos practicar. Tal vez no de forma perfecta, pero sí de manera íntegra y sincera gracias a la acción transformadora del Espíritu Santo que nos moldea a la imagen de Cristo.
No debemos menospreciar el valor que la integridad y la santidad tienen en nuestra misión, porque respaldan e ilustran nuestro mensaje. En el Nuevo Testamento vemos que las iglesias, por pequeñas que sean, pueden tener un gran impacto en sus comunidades cuando viven de una manera agradable a Dios (1 Ts 1:6-8; Ro 1:8).
No debemos menospreciar el valor que la integridad y la santidad tienen en nuestra misión, porque respaldan e ilustran nuestro mensaje
Entonces, podemos transformar nuestras comunidades, nuestras ciudades y nuestros países si nos esforzamos por vivir de una manera santa y agradable a Dios, en dependencia del Espíritu. Él usará nuestras vidas consagradas para trastornar el mundo entero, hasta lo último de la tierra.
El aliento de una victoria segura en Dios
Mientras el pueblo de Israel contemplaba el desafío que los esperaba al otro lado del Jordán, Moisés alentó sus corazones con una verdad maravillosa: «El SEÑOR tu Dios echará las naciones delante de ti… ningún hombre podrá hacerte frente, hasta que tú los hayas destruido a todos» (Dt 7:22-23).
Los israelitas tenían mucho por hacer, pero podían estar seguros de que Dios iba delante de ellos en esta misión. Como Dios había vencido a Egipto, así también Su brazo de poder haría prodigios para asegurar la victoria de Su pueblo. Y el Señor fue fiel, dándoles la tierra prometida y periodos de gran esplendor al reino de Israel; sin embargo, el pueblo fue infiel, lo que en última instancia afectó su propósito y misión.
Los cristianos, en cambio, tenemos una victoria segura por la eternidad. El plan redentor de Dios triunfó: Cristo murió, fue sepultado y resucitó conforme a la promesa de las Escrituras (1 Co 15:3-4). Esta victoria de Jesús es la garantía segura de nuestra victoria y resurrección.
Esto significa que también nuestra misión está asegurada. La iglesia prevalecerá aún sobre los poderes de la muerte y el pecado (Mt 16:18), hasta que toda la tierra sea llena del conocimiento de Dios en Jesús (Is 11:9). ¡Somos más que vencedores en Él (Ro 8:35-39)!
Esta es una verdad que nos llena de confianza, nos alivia de preocupaciones y vigoriza nuestros esfuerzos. No importa qué tan pequeña sea nuestra iglesia, nuestro Dios es grande y cumplirá Su propósito en nosotros.
Alivio y entusiasmo
Con esta reflexión no quise desalentar a las iglesias que quieren hacer grandes eventos, sino alentar a aquellas que no pueden hacerlos. En última instancia, quiero alentar a todos los cristianos a cumplir su misión sin sentimientos de amargura o fracaso, sino con ánimo y entusiasmo. La confianza en lo que Dios ha hecho por nosotros en Cristo, por Su Espíritu, nos alivia del peso de las falsas expectativas autoimpuestas.
La gran comisión es una tarea desafiante, pero es un objetivo posible. Podemos estar seguros de que mientras atesoremos el evangelio, nos comprometamos con una vida santa y pongamos toda nuestra confianza en Dios, Él nos usará en gran manera y nada podrá impedir que cumplamos con nuestro propósito: anunciar las virtudes de Aquel que nos llamó de las tinieblas a Su luz admirable (1 P 2:9).