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Si perteneces a una iglesia cristiana, es probable que en algún momento hayas oído las palabras “Gran Comisión” en alguna conversación o enseñanza. En el cristianismo, ese es el término que usamos para hablar del mandato de Jesús a sus discípulos en Mateo 28:18-20:

“Acercándose Jesús, les dijo: Toda autoridad Me ha sido dada en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado; y ¡recuerden! Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.

Este texto es particularmente importante para la Iglesia porque resume con perfección su misión de evangelizar, bautizar, y discipular a personas de todas las naciones, y nos muestra que debemos hacerlo recordando la autoridad de Cristo y Su presencia con nosotros. Sin embargo, no entenderemos la importancia de esta misión si primero no entendemos lo que Jesús hizo por nosotros.

El Hijo de Dios vino a este mundo para redimirnos viviendo la vida perfecta que no podíamos vivir y soportando la muerte que nosotros merecemos recibir. Él no se quedó en una tumba, sino que resucitó con poder. Y Él nos promete que, por medio de la fe en Él, tenemos perdón por nuestros pecados, recibimos vida eterna, y hemos llegado a formar parte de su pueblo redimido, la Iglesia. ¡Así de grande es el amor de Dios!

Este amor debe impulsarnos a dar la vida por amor a nuestro prójimo con tal de que otros puedan conocer al Señor –que nos salvó y es digno de adoración–, y puedan crecer unidos a Él en la Iglesia (2 Co. 5:14-21; Ef. 4:15-16). El Rey del universo nos ha rescatado de la muerte eterna por gracia. ¿Cómo no buscar cumplir la Gran Comisión para que otras personas puedan conocerlo y se deleiten cada día más en Su bondad?

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