Y de todo cuanto mis ojos deseaban, nada les negué, ni privé a mi corazón de ningún placer, porque mi corazón gozaba de todo mi trabajo, y esta fue la recompensa de toda mi labor (Ecl 2:10).
Bebe, oh alma mía, y embriágate de los placeres del mundo. Bebe de todos los deleites antiguos y de los que se crearán mañana. Sáciate de toda clase de goces: de los legítimos, nobles y, si es necesario, de los impíos e indecentes.
Ten y recibe la tierra con sus bienes. Son para ti con todo el oro, diamantes, sus animales, árboles, sus frutos, su flora, su fauna y sus vastas extensiones. Los océanos serán tu piscina, las nubes cortinas y los alpes tu terraza.
Toma la felicidad de tus hijos, el cariño de la gente, el bienestar de tu familia y la cercanía de los que amas.
Llénate, oh alma mía, de todo el reconocimiento de los hombres. Ponte en pie y mira cómo te miran. Con el pecho erguido, recibe ese aplauso que (tú y yo sabemos) nos halaga. De admiración y respeto llenemos las paredes de casa.
Quédate, alma mía, con los planetas, con la luna, el sol y las estrellas. Desde hoy el universo entero es para ti. Las galaxias que observamos son tuyas y también las que el ojo humano hasta hoy no alcanzó a ver.
¿Qué te pasa alma mía? ¿No te he dado todo? ¿No has bebido lo que saciaba? ¿No era eso lo que ansiabas? No pareces contenta. Insatisfecha estas.
No te entiendo. Pero recuerda las palabras del predicador, las cuales también son para ti:
Alégrate, joven, en tu juventud, Y tome placer tu corazón en los días de tu juventud. Sigue los impulsos de tu corazón y el gusto de tus ojos; Pero debes saber que por todas estas cosas, Dios te traerá a juicio (Ecl 11:9).