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Porque la vida es una cosa extraordinaria: Vivir, respirar y existir;
la gente que te ama, sentarse a la mesa y comer,
los descansos, los sueños y las risas.
Colocarse frente al recién nacido, tenerlo en brazos,
contemplarlo, cruzar miradas y sentirlo.

Caminar, correr y saltar. Mojar la frente sudada.
Beber agua y sentir una fiesta en la garganta.
Contemplar el atardecer, acariciando la retina.
El firmamento, la luna y el cielo estrellado.

La sombra generosa que prodiga el roble,
el sonido de sus hojas y sentir la brisa masajeando el rostro.
La sensación de logro cuando algo es terminado.
El sentido de satisfacción cuando cumplimos promesas.

La vida es algo extraordinario. Una realidad inmensa, misteriosa, difícil, pero estupenda.
Con un poco de silencio, casi todo cobra importancia.
Con mirada atenta, un nuevo horizonte se abre desde lo ordinario.
Con un poco de cuidado seríamos tocados por el esplendor que tenemos delante.
La vida es un don. El don del Dador.


Toda buena dádiva y todo don perfecto viene de lo alto, desciende del Padre de las luces, con el cual no hay cambio ni sombra de variación (Stg 1:17).

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