La iglesia cristiana nació en el seno de la cultura greco-romana, contra la cual chocó inevitablemente trayendo como consecuencia hostilidad y persecución. Esa persecución no fue provocada por el hecho de que los cristianos adoraran a Jesús como Dios.
Los romanos eran muy abiertos en asuntos de religión. Nadie se preocupaba por quién adoraba qué, siempre y cuando no se atentara contra la unidad del estado, la cual giraba en torno a la adoración del emperador. Este culto al emperador fue un proceso que comenzó a desarrollarse gradualmente en Roma a raíz de la llegada de Julio César al poder en el 45 a.C.
Antes de que Julio César tomara el mando del imperio, Roma se encontraba en una situación caótica. El senado había sido incapaz de mantener la paz y el orden, lo que preparó el terreno para que la gente, en su desesperación, aceptara un sistema autoritario de gobierno.
Luego de la muerte de Julio César, en el 44 a.C., ascendió al trono su nieto e hijo adoptivo Octavio, que luego fue llamado César Augusto, (63 a.C. – 14 d.C.). En el año 12 d. C., Octavio vino a ser la cabeza de la religión estatal, tomando el título de “Pontifex Máximus”; en ese momento se comienza a ejercer presión para que los ciudadanos del imperio adoraran “al espíritu de Roma y al genio del emperador”. El próximo paso fue declarar la divinidad de los césares, que comenzaron a gobernar como si realmente fueran dioses.
Si los cristianos hubiesen adorado a Jesús y al César juntamente es probable que no hubiesen tenido ningún problema; pero los cristianos rechazaron toda clase de sincretismo religioso.
Además de que estos emperadores autoritarios no estaban dispuestos a tolerar que un grupo de personas clamara poseer verdades absolutas por medio de las cuales podían incluso juzgar al estado y a sus gobernantes.
Fue por defender esa exclusividad del cristianismo que los primeros cristianos fueron perseguidos, la misma razón por la que son perseguidos en el día de hoy. Si los cristianos apoyaran algún tipo de sincretismo religioso quitarían del camino una gran piedra de tropiezo, pero habrán traicionado también la esencia de su fe.
El cristianismo no admite compromiso alguno. Si Cristo es Dios encarnado y la Biblia es Su Palabra, cualquier intento de sincretismo sería una negación de nuestra fe. El Señor fue claro al respecto: “El que no es conmigo, contra mi es; y el que conmigo no recoge, desparrama” (Mateo 12:30).
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