Para nosotros hoy es difícil entender lo que el templo de Jerusalén significaba para un judío, pero en aquellos días era el eje alrededor del cual giraba toda la vida nacional del pueblo de Israel. Este edificio simbolizaba la presencia de Dios en medio de ellos y era lo que daba a los israelitas un sentido de pertenencia e identidad. Pero por encima de todo eso, el templo era el lugar donde se llevaban a cabo los sacrificios instituidos por Dios en la ley de Moisés y que anunciaban de antemano la venida de Dios el Hijo y Su sacrificio en la cruz. Él era el Cordero de Dios que vino a quitar el pecado del mundo.
De manera que la existencia misma del templo era un recordatorio de que no podemos acercarnos a Dios a menos que Alguien pague por nosotros las cuentas que tenemos pendientes con Su justicia perfecta por causa de nuestros pecados. Lamentablemente, los mismos líderes religiosos que estaban supuestos a recordar estas verdades al pueblo, terminaron corrompiendo y profanando este lugar de adoración y reconciliación.
Tratemos de imaginar por un momento la escena que el Señor debe haber visto en el templo en aquel día. Todo el patio exterior del edificio era conocido como el atrio de los gentiles, porque era el único lugar permitido para aquellos que no eran judíos, y allí se habían colocado un montón de puestos donde se vendían los animales para el sacrificio.
De más está decir que los sacerdotes eran dueños de la mayoría de esos puestos de venta; y que los puestos que no eran suyos tenían que pagarles un impuesto. Aparte de que los animales que se vendían en el templo eran más caros que en cualquier otro lugar. Y si alguien decidía traer su propio animal para el sacrificio, estaba corriendo el riesgo de que no pasara la inspección oficial de los sacerdotes y tuviera que comprarlo comoquiera en el mercado del templo.
Pero el asunto no terminaba ahí. Todos esos peregrinos que llegaban a adorar desde otros países, debían cambiar sus monedas, porque los sacerdotes no aceptaban pagos en el templo con monedas extranjeras. Y, por supuesto, la tasa de cambio era muy superior a la oficial. En pocas palabras, la religión en Israel había llegado a ser un negocio redondo, sobre todo para sus líderes. Cuando Marcos dice en el vers. 11 del cap. 11 que al final del domingo de ramos el Señor había entrado en el templo y había mirado todas las cosas a su alrededor, muy probablemente era a esto que se refería.
Así que la maldición de la higuera de la que hablamos en el artículo anterior no ocurrió en un vacío. Jesús estaba profundamente indignado con todo lo que estaba sucediendo allí. El templo parecía cualquier otra cosa, menos un lugar en el que los hombres podían encontrarse con Dios y reconciliarse con Él: “Vinieron, pues, a Jerusalén; y entrando Jesús en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban en el templo; y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y no consentía que nadie atravesase el templo llevando utensilio alguno. Y les enseñaba, diciendo: ¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones” (Mr. 11:15-17).
El Señor está mezclando aquí dos pasajes del AT. El primero se encuentra en Is. 56:6-7, donde se anuncia explícitamente que el propósito del templo era atraer a personas del mundo entero para que conocieran al Dios vivo y verdadero: “Y a los hijos de los extranjeros que sigan a Jehová para servirle, y que amen el nombre de Jehová para ser sus siervos… yo los llevaré a mi santo monte, y los recrearé en mi casa de oración; sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptos sobre mi altar; porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos”.
Cuando Dios llamó a Abraham para hacer de él una gran nación, en Gn. 12, el Señor le expresó claramente que su propósito era bendecir a todas las familias de la tierra. Israel nunca estuvo supuesto a ser una nación exclusivista, sino el instrumento a través del cual el nombre de Dios sería dado a conocer a todos los pueblos de la tierra (comp. Ex. 19:5-6; Is. 49:1-7). Pero Israel había perdido de vista por completo su razón de ser como nación, a tal punto que convirtieron el atrio de los gentiles en un mercado.
El otro pasaje que usa el Señor aquí se encuentra en el capítulo 7 del profeta Jeremías, y este es más contundente que el anterior. Dice en el vers. 4: “No fiéis en palabras de mentira, diciendo: Templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es este”. Jeremías está anunciando un mensaje de juicio contra la nación de Israel por causa de sus pecados, pero ellos pensaban que eran inmunes al castigo de Dio, porque contaban con la bendición de tener el templo en medio de ellos. En otras palabras, el templo era para ellos una especie de talismán que los protegía del castigo divino. Sigue diciendo el Señor en el vers. 8: “He aquí, vosotros confiáis en palabras de mentira, que no aprovechan. Hurtando, matando, adulterando, jurando en falso, e incensando a Baal, y andando tras dioses extraños que no conocisteis, ¿vendréis y os pondréis delante de mí en esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, y diréis: Librados somos; para seguir haciendo todas estas abominaciones? ¿Es cueva de ladrones delante de vuestros ojos esta casa sobre la cual es invocado mi nombre?” (Jer. 7:8-11).
La ciudad de Jerusalén tenía muchas cuevas a su alrededor que los ladrones usaban como escondites para escapar de la justicia. Y lo que el Señor está diciendo a los judíos en Mr. 11 al citar este pasaje de Jeremías, es que ellos estaban haciendo lo mismo con el templo. En vez de acudir a la casa de Dios para arreglar sus cuentas con Él, estos judíos se escudaban detrás de sus rituales religiosos para protegerse del castigo divino. Su fachada religiosa era una especie de refugio para seguir viviendo sus vidas como mejor les pareciera. Habían convertido el templo en una cueva de ladrones.
Esto nos enseña que mucha gente religiosa se encuentra tan lejos de Dios como el más depravado de los hombres. Esa es la advertencia de nuestro Señor Jesucristo en Mt. 7:21ss: “No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad”.
Este pasaje es sencillamente aterrador. En el día del juicio muchos llegarán engañados creyendo que son lo que no son. Personas que tienen un follaje hermoso, como la higuera con la que Jesús se topó en aquel día, con muchas hojas y ningún fruto. Estos individuos profesan ser cristianos, tal vez visitan regularmente una iglesia, leen su Biblia con cierta regularidad, oran antes de la comida, tienen un lenguaje muy piadoso, pero no producen los frutos de la verdadera fe y del verdadero arrepentimiento.
La Biblia enseña que la salvación es por gracia, por medio de la fe, no por obras, para que nadie se gloríe, dice Pablo en Ef. 2:8-9. La salvación es un regalo de Dios que se recibe únicamente descansando en Cristo y en Su obra redentora. Pero todo aquel que realmente cree y se arrepiente manifiesta a través de sus frutos la realidad de su fe y de su arrepentimiento: el creyente obedece a Dios, no perfectamente pero sí sinceramente; toma en serio Su Palabra, lucha contra la tendencia pecaminosa de su corazón motivado por el deseo de agradar a Dios y glorificar Su nombre.
Pero esta clase de persona de la que estamos hablando aquí se esconde detrás de sus actividades religiosas para no tener que lidiar delante de Dios con la realidad de su pecado y su necesidad de arrepentimiento. Convierten la iglesia o la religiosidad en una cueva de ladrones. “Este pueblo de labios me honra – dijo el Señor en otra ocasión, mas su corazón está lejos de mí” (Mr. 7:6). Estas personas estaban en el lugar correcto, diciendo las palabras correctas, pero el deseo de exaltar el nombre de Dios y de buscar Su gloria no era lo que dominaba sus corazones.
Noten lo que sigue diciendo Marcos en el vers. 18: “Y lo oyeron los escribas y los principales sacerdotes, y buscaban cómo matarle; porque le tenían miedo, por cuanto todo el pueblo estaba admirado de su doctrina”. Ellos no estaban indignados por lo que Jesús había hecho en el templo. Ni siquiera manifiestan desacuerdo con Su teología o Su interpretación de las Escrituras. La razón por la que querían matar a Jesús era el temor de que las multitudes se fueran detrás de Él y ellos perdieran su posición de influencia y autoridad y comenzaran a perder clientes. Esto no tiene nada que ver con el honor y la gloria de Dios, sino con el orgullo de sus corazones. Su pensamiento se reducía a esto: “Si Cristo gana, nosotros perdemos; si Cristo pierde, nosotros ganamos”.
Muchas personas escogen el camino de la religiosidad en vez de escoger a Cristo porque la religiosidad les brinda una plataforma para exhibir sus propios méritos y logros personales, mientras que seguir a Cristo comienza con el reconocimiento de que no tenemos absolutamente nada bueno en nosotros mismos que pueda recomendarnos en la presencia de Dios. La religiosidad le da gloria al hombre, el cristianismo le da toda la gloria a Dios en la persona de Su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Pero ahora viene la parte más irónica, y al mismo tiempo más extraordinaria, de este relato. Como hemos dicho ya, la maldición de la higuera y la purificación del templo ocurrieron el lunes; el Señor fue arrestado el jueves en la noche, juzgado apresuradamente en la madrugada y crucificado el viernes en la mañana durante la fiesta de la Pascua. De esa manera, y sin darse cuenta, estos líderes religiosos contribuyeron al cumplimiento del plan redentor de Dios a través de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, simbolizada en todos esos sacrificios que el pueblo de Israel había llevado a cabo durante siglos en el altar del templo.
Lo irónico de todo esto es que fue ese sacrificio del Señor en la cruz del calvario lo que hizo completamente innecesario la existencia del templo. El sacrificio de Cristo en la cruz le puso punto al final a todo el sistema sacrificial del AT, porque con una sola ofrenda Él hizo perfectos para siempre a los santificados, dice en He. 10:14.
La higuera que Cristo maldijo aquel día se secó desde las raíces, dice en el vers. 20 de Mr. 11, y lo mismo ocurrió con ese sistema religioso que esta higuera simbolizaba. Unas décadas más tarde, en el año 70 de nuestra era, el templo de Jerusalén fue completamente destruido para no volver a ser reedificado nunca más, tal como fue profetizado por Jesús en Mt. 24:2.
No son rituales en un templo lo que necesitamos para ser salvos, ni profesar que somos evangélicos, sino confiar únicamente en el sacrificio perfecto que nuestro Señor Jesucristo llevó a cabo en la cruz del calvario, muriendo en lugar de pecadores, “para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”, como dice en el conocido texto de Jn. 3:16.
¿En qué descansa tu esperanza para cuando te toque partir de este mundo? ¿En tu decencia y religiosidad o en la Persona y la obra de Cristo en la cruz del calvario? Porque la Biblia dice que en ningún otro hay salvación fuera de Jesús, porque no hay otro nombre bajo el cielo dado a los hombres en el cual podamos ser salvos (Hch. 4:12). ¿Manifiestas en tu vida los frutos de la verdadera fe y el verdadero arrepentimiento, o eres como esa higuera llena de hojas, pero completamente estéril?
Todo aquel que en verdad ha creído en Cristo tiene deseos de obedecer a Cristo, toma en serio Su Palabra, se mantiene en pie de guerra contra la tendencia pecaminosa de su corazón, ama al pueblo de Dios, se deleita en adorarle. Nadie será salvo por sus frutos, sino por su fe; pero la verdadera se evalúan por sus frutos.
Ver el artículo anterior: «La semana de la pasión: La maldición de la higuera».