Charles Misner, un científico especialista en la teoría de la relatividad, dijo en una ocasión acerca de Albert Einstein que a pesar de que era un hombre religioso, siempre mostró escepticismo por las iglesias en sentido general.
Y la razón que él supone estaba detrás de todo esto era el hecho de que, habiendo contemplado la magnificencia del universo, cuando escuchaba lo que los predicadores decían acerca de Dios, él sentía que blasfemaban.
Dice Misner: “Mi suposición es simplemente que él sentía que las religiones con las cuales había tenido contacto no tenían un respeto apropiado… por el autor del universo”. No creemos que Einstein haya sido un creyente, y sabemos que la razón primordial por la que era un incrédulo era su propio pecado.
Pero aún así, hermanos, estas palabras deben ponernos a pensar. ¿Reflejan hoy día las iglesias, en el orden y la reverencia del culto, en la letra de los himnos que cantan, en el contenido de su predicación, que están adorando a un Dios lleno de gloria y majestad?
¿A un Dios que subsiste por Sí mismo, que es autosuficiente, infinito en Su Ser y en todas Sus perfecciones; que llama las cosas que no son como si fuesen, que conoce el fin desde el principio; el Dios soberano que hace todas las cosas conforme al designio de Su voluntad, y al cual nadie puede detener ni llamarle a cuentas? ¿El Dios que es celoso de Su propia gloria?
¿O estamos presentando más bien a un dios utilitario? Alguien que está allí para suplir mis necesidades, a quien yo puedo usar a conveniencia. Sólo tenemos que encontrar la fórmula correcta para encontrarnos con El y ya está.
Este dios es mayormente conocido por lo que hace y sobre todo por lo que da; pero a muy pocos les preocupa averiguar cómo es Él.
Como bien señala Tom Wells: “A los hombres nos les preocupa saber cómo es ese dios utilitario, así como tampoco les preocupa conocer el carácter del dependiente con el cual hablan por teléfono” cuando llaman a una tienda (A Vision for Missions; pg. 28).
Mientras el dependiente le sirva y le resuelva su problema con eficiencia usted se siente conforme, sin importarle en absoluto la clase de hombre que es. Y eso es exactamente lo que muchos piensan hoy día acerca de Dios, que es una especie de dependiente celestial.
Es a eso donde nos lleva el colocar las necesidades del hombre en primer plano: Dios es contemplado como un siervo, y un Dios así es más digno de pena que de adoración, porque la verdadera adoración no es otra cosa que la respuesta del hombre a la grandeza de Dios. El que no admira a Dios no puede adorarle, y donde no hay adoración tampoco puede haber obra misionera en el mejor sentido del término.
Cuando estudiamos la vida de los hombres que se han destacado en la obra misionera, hombres como Carey, Ryland, Brainerd, solo para citar algunos, vemos en todos ellos una característica primordial: eran hombres apasionados con la gloria de Dios.
Donde no existe esa pasión por Dios mismo tampoco habrá el combustible necesario para dedicarnos por entero a la salvación de las almas. David dice en el Sal. 9:1: “Te alabaré, oh Jehová, con todo mi corazón; contaré todas tus maravillas. Me alegraré y me regocijaré en ti”.
Las Iglesias que no poseen esta perspectiva de la grandeza de Dios, que no están centradas en la exaltación de Su majestad y Su belleza, difícilmente podrán cultivar un deseo ferviente de declarar “entre las naciones su gloria” (Sal. 96:3).
© Por Sugel Michelén. Todo Pensamiento Cautivo. Usted puede reproducir y distribuir este material, siempre que sea sin fines de lucro, sin alterar su contenido y reconociendo su autor y procedencia.