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Definición

La mortificación es el término teológico utilizado para describir el llamado de aquellos que están unidos a Cristo y viviendo en el poder del Espíritu (es decir, cristianos) a dar muerte (mortificar) a los impulsos pecaminosos persistentes que surgen en el interior y a resistir las tentaciones que aparecen a lo externo del creyente.

Sumario

La mortificación es el término teológico utilizado para describir el llamado de aquellos que están unidos a Cristo y viviendo en el poder del Espíritu (es decir, cristianos) a dar muerte (mortificar) a los impulsos pecaminosos persistentes que surgen en el interior y a resistir las tentaciones que aparecen a lo externo del creyente. Como nuevas criaturas en Cristo, los creyentes tienen la libertad a no solo resistir el pecado, sino también a participar en amar activamente a Dios y al prójimo. Entendida correctamente, entonces, la mortificación también estará conectada con la vivificación, la cual enfatiza el llamado a vivir respondiendo a la obra continua del Espíritu en la cual Él hace crecer su fruto en nosotros aún cuando el pecado remanente es reconocido y enfrentado.

Vida y muerte

“Porque si ustedes viven conforme a la carne, habrán de morir; pero si por el Espíritu hacen morir las obras de la carne, vivirán”, Romanos 8:13.

Como muchos otros autores del Nuevo Testamento, Pablo a menudo presenta una idea como un conjunto de pares en contraste, tal como luz y oscuridad, aceptación y rechazo, carne y Espíritu, o en este caso, vida y muerte. La vida, por supuesto, es la más fuerte y más importante de las dos: todo el punto de la muerte de Cristo, por ejemplo, fue darnos vida (Ro 6:10). El punto de la mortificación, como se discute en Romanos 8:13, es rechazar todo lo que contradice la nueva vida que tenemos en Cristo por su Espíritu Santo.

Cada criatura viviente recibe su vida del Dios viviente. Los cristianos creen que este buen Dios creó un mundo bueno, un mundo en el cual Él se deleitó y con el cual tenía satisfacción, dando un cuidado especial a sus criaturas humanas que fueron hechas a su imagen y semejanza (Gn 1-2). La intromisión del pecado reta y contradice no solo a Dios, sino también el fundamento y carácter de toda la creación, y en particular el de los humanos (Gn 3). El pecado manchó todas las áreas de la vida humana, afectando todo desde nuestros cuerpos hasta nuestra psicología. Cada esfera de la experiencia humana ha sido afectada negativamente: nuestra relación con Dios, con los demás, con la tierra, y aún con nosotros mismos. Toda esta comunión rota lleva últimamente a la muerte, que es lo opuesto a la vida.

Es necesario apreciar este contexto para entender la mortificación que Pablo nos encomienda, porque de lo contrario podemos muy fácilmente reducir la mortificación a intentos moralistas de evitar hacer cosas “malas”. Vista correctamente, sin embargo, la mortificación no es simplemente negativa, sino también una herramienta en la restauración positiva y es lo positivo del florecimiento humano. El pecado no es dador de vida, sino un virus que ha infectado y desordenado nuestras vidas: no hay un camino de regreso a la vida verdadera, excepto a través de la muerte del pecado. Esto es lo que Cristo ha logrado y que nos dice como Él nos guía.

La vida, muerte, y resurrección de Cristo: la base de la mortificación

Gracias a Dios, la vida, muerte, y resurrección (¡y nueva vida!) de Cristo es la realidad y por ende el paradigma para entender no solo la fe cristiana, sino también la vida cristiana. Fuera de la fe en Cristo somos descritos en términos muy sobrios, aún si las metáforas sean disonantes algunas veces: estamos muertos en pecado (Ef 2:1), en enemistad con Cristo (Ro 8:7), y somos un pueblo necio que está cegado a las cosas espirituales (1 Co 2:14). Sin embargo, el evangelio promete que la vida y la muerte del Mesías traen una nueva creación, de modo que, como el primogénito de entre los muertos (1 P 3; Ap 1:4), Jesús personifica y anuncia las buenas nuevas de una vida nueva. Solo Él restaura nuestra comunión con el Creador y facilita un nuevo amor por nuestro prójimo. Pero nuestros viejos hábitos entran en conflicto con esta vida nueva. Así como Jesús nos ha dado vida nueva, Él también nos llama a caminar con Él siendo un testimonio al mundo: Jesús ha conquistado la muerte y todo el pecado que conducía hacia ella. Nuestra esperanza de poder atravesar cada día descansa en mirarlo a Él y seguirlo a Él, no como un curso de superación personal (eso sería mero moralismo egoísta), sino como una continua comunión gozosa con el Señor vivo que continúa moldeándonos.

Mientras que los cuatro Evangelios registran los eventos históricos de la crucifixión de Jesús, el apóstol Pablo explica la relación entre la crucifixión de Jesús y nuestras vidas diarias. Gloriándose en la cruz de Cristo, Pablo afirma que “el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo” (Gá 6:14). La muerte de Cristo en la cruz ha cambiado tan completamente la naturaleza y esencia de quién Pablo es, que él tiene que usar un lenguaje extremo de “muerto para el mundo” porque él ha sido, de una manera muy real, crucificado con Cristo “y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gá 2:20). Esto es, la vida de Jesús no solo sirve como un modelo que Pablo nos llama a imitar. Su punto aquí es que él, Pablo, ha muerto, él ya no tiene la vida que solía tener; después de todo, este es el resultado de morir. La crucifixión de Cristo trajo consigo la muerte de Pablo así como la de Cristo, y, sin embargo, de alguna manera Pablo está vivo. El Espíritu ha unido a Pablo con Cristo para que la realidad de Cristo sea ahora la realidad de Pablo. Pablo está vivo porque Cristo vive no solo en el cielo sino también en Pablo. La implicación aquí es que esta muerte y resurrección en Cristo es también verdadera para otros creyentes. Este es el marco de la exhortación de Pablo a los creyentes de dar muerte a los impulsos pecaminosos remanentes.

Aquellos que pertenecen a Cristo son llamados a luchar contra el pecado, no para que ellos puedan ser aceptables delante de Dios, sino porque los viejos hábitos pecaminosos interfieren con su experiencia de esta nueva vida que ellos tienen en Cristo. Pablo afirma que los humanos son “esclavos de aquel a quien obedecen” y las únicas dos opciones que él provee son el pecado y la justicia (Ro 6:16). Aunque todos nosotros éramos esclavos del pecado (Jn 8:34), por la persona y obra de Cristo hemos sido liberados del pecado y del yugo tiránico de Satanás, y ahora nuestras vidas reflejan esta nueva libertad de amar a nuestro Padre celestial (cf., Jn 8:36) y servir a nuestro prójimo (1 P 2:16). Volver atrás a hábitos pecaminosos no quiere decir que perdamos esta vida, pero sí puede perjudicar nuestro caminar en ella.

Tristemente, muy a menudo actuamos como si aún permanecemos encerrados en la prisión del pecado, pero Pablo quiere que nos demos cuenta que este no es el caso. Ya que estamos unidos a Cristo, su muerte quiere decir que nosotros estamos muertos al pecado (Ro 6:5, 7). Él ha destruido el reino del pecado y dominio sobre nosotros. La justicia, no el pecado, debe caracterizar nuestras vidas (Ro 6:17-18). Pablo no está predicando perfeccionismo, el tipo de actitud que dice que la perfección es alcanzable, y que uno debe alcanzarla para poder lograr la aprobación de Dios de nosotros. Pero él obviamente considera que la lucha de los cristianos en contra del pecado es real y difícil (Ro 6:1-14), tanto así que parece querer convertirse en nuestro amo otra vez.

Habiéndonos dado el reino como un regalo (Lc 12:32), Cristo nos capacita para que nosotros vivamos de acuerdo a la naturaleza y valores de su reino, así como también nos enseña sus caminos. Aquí vemos y perseguimos la gracia y la verdad, en vez de los caminos de oscuridad que están llenos de odio y decepción. Aquellos que están en Cristo comienzan a darse cuenta de que el pecado trae consigo un hedor a muerte en vez de vida, y así nosotros también deseamos evitar, resistir, y aún pelear en contra de aquello que conduce a ese camino (2 Co 2:16). Dar muerte al pecado (mortificación) huyendo de él, puede ser una batalla; pero esa batalla, también, es una participación en la vida misma de Cristo y su conquista del pecado. En su vida, nosotros también, nos volvemos vencedores.

Dos caminos de vida: el Espíritu como el autor de la mortificación

De acuerdo al apóstol Pablo, vivir “conforme a la carne” se opone a vivir “conforme al Espíritu” (cf. Ro 8:5). Uno es el camino que lleva a la vida, el otro es camino de muerte. Aunque en el Nuevo Testamento la palabra “carne” a veces se refiere simplemente al cuerpo físico (1 Co 15:39), en otros lugares se refiere a nuestra naturaleza física y animal, como la plataforma donde opera el pecado para oponerse al Espíritu (Ro 8). Carne y Espíritu, en este contexto, son también dos formas diferentes de existir. La primera lleva a la muerte (Ro 8.12) ya que la vida en la “carne” representa una rebelión en contra de Dios, abandonando su voluntad y sus caminos. Por ende, cuando Pablo dice que el Hijo fue enviado “en semejanza de carne de pecado”, no quiere decir que Jesús estaba pretendiendo tener un cuerpo físico. Esto sería una herejía llamada “Docetismo”. En cambio, Pablo está enfatizando que el eterno Hijo de Dios se encarnó, viviendo y caminando verdaderamente entre nosotros como uno de nosotros; como uno de nosotros en todo (incluyendo tener un cuerpo físico) pero Él era sin pecado (Jn 1:14; Heb 4:15). Él siempre subordinó su naturaleza física al Padre por el poder del Espíritu, teniendo así afectos y acciones correctas.

La vida en el Espíritu incluye nuestras vidas físicas, poniendo nuestra carne en el lugar que le corresponde al ser guiada por el Espíritu en vez de ser llevada por sus propias pasiones desordenadas. “Sin embargo, ustedes no están en la carne sino en el Espíritu, si en verdad el Espíritu de Dios habita en ustedes. Pero si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de Él” (Ro 8:9). El Nuevo Testamento también usa las imágenes de regeneración (Tit 3:5), nacer de nuevo del Espíritu (Jn 3:3-8; 1 P 1:3), y ser hechos nuevas criaturas en Cristo (2 Co 5:17). Donde mora el Espíritu allí está Cristo, y ahí está la misma presencia de Dios que levantó a Jesús de entre los muertos (Ro 8:9-11). Este mismo Espíritu ahora mora en nosotros y nos da vida, propósito, dirección, y poder. Ese poder incluye la habilidad de resistir la tentación y cultivar el fruto del Espíritu en nuestras vidas.

Mortificación: viviendo a la luz de la cruz

Basados en el apóstol Pablo, la tradición cristiana con frecuencia ha hablado claramente de la mortificación en palabras de hacer morir al “viejo hombre” o “antiguo yo”. Pablo exhorta a los creyentes a “que en cuanto a la anterior manera de vivir, ustedes se despojen del viejo hombre, que se corrompe según los deseos engañosos” (Ef 4:22). El propósito y posibilidad de mortificar la “carne”, sin embargo, yace en la vida provista por el Espíritu: “[vístanse] del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4:24). Podemos usar Gálatas 5:14-26 como un marco de referencia para examinar las prácticas de la mortificación y vivificación.

Pablo llama a la iglesia a que “anden por el Espíritu”, y el resultado será que “no cumplirán el deseo de la carne” (Gá 5:16). Como antes, su contraste de “carne” y “Espíritu” no se refiere al mundo material e inmaterial, sino más bien en sí somos guiados por los impulsos mundanos y por ende nos involucramos en las “obras de la carne” como él las describe (v. 19-21), o somos guiados por el Espíritu y producimos el fruto correspondiente (v. 22-23). “Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne, pues estos se oponen el uno al otro, de manera que ustedes no pueden hacer lo que deseen” (Gá 5:17).

Pablo nombra las obras de la carne (“Ahora bien, las obras de la carne son evidentes, las cuales son: inmoralidad, impureza, sensualidad, idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, enojos, rivalidades, disensiones, herejías, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes” (Gá. 5:19-21). La lista mezcla los pecados externos y llamativos (como borracheras y orgías) con los pecados internos y más silenciosos (como la envidia y disensiones). Nuestra cultura finalmente condena los pecados más obvios y llamativos, pero nosotros debemos de tomar los demás con la misma seriedad. La borrachera no es peor que minimizar la unidad entre el pueblo de Dios. Cualesquiera que sean nuestros pecados, es fácil condenar lo que vemos en otras personas. La amplitud y variedad de esta lista nos muestra el alcance del pecado y las formas en las que ignorar la dirección del Espíritu puede subestimar el bien común y la preocupación por la justicia.

Nuestra tentación con estas obras es real, pero Jesús es más real. Él no nos ha dejado solos, ni tampoco nos ha dejado solo con un libro guía: Él mismo está con nosotros por su Espíritu, fortaleciéndonos y reconfortándonos.

Prácticamente hablando, tú cometerás errores, algunos de ellos muy grandes. Esto no quiere decir que Jesús se dio por vencido contigo. Te encontrarás a ti mismo cometiendo el mismo tonto pecado por enésima vez y ni siquiera disfruntándolo. Aprende a odiar el pecado y no a ti mismo. Aprende a cultivar el fruto del Espíritu que más directamente se opone a cualquier trampa en la que sueles caer. Hacer una lista de métodos prácticos de cómo alejarse del pecado y acercarse a escuchar a Jesús más claramente tomaría más espacio del cual es permitido en este ensayo, pero recuerda que Jesús quiere tu bienestar más que de lo que tú lo quieres.

Vivificación: viviendo en el poder del Espíritu

Algunas veces en las tradiciones como la mía (la reformada), solemos sonar más confiados en la realidad del pecado que en la presencia y poder del Espíritu. Ese tono es contrario a la enseñanza de Pablo: aunque él no es ingenuo concerniente a sus propias luchas con la tentación y el poder del pecado, él es aún más enfático sobre el poder de Jesús quien ha vencido el pecado por nosotros y quien nos da su propia vida. Porque nosotros estamos, de hecho, muertos al pecado y vivos para con Él, el pecado no es nuestro amo sino nuestro enemigo en el campo de batalla de la vida. El pecado no encaja con lo que somos nosotros ahora. (Ro 6:1-23; Gá 5:13).

La tradición también habla de la “vivificación”: vivificar es dar vida, animar, o hacer que viva. Esto es exactamente lo que el Espíritu hace con el pueblo de Dios. La vida que ahora tenemos es la misma vida de Cristo vivida a través de nosotros. Como aquellos que han recibido vida a través del Espíritu, hemos “sido llamados a libertad”, una libertad que no se convierte en una excusa para pecar, sino en una libertad del pecado, para vida, para servirnos el uno al otro (Gá 5:13). El pecado se opone a la vida y a la bondad de la creación; vivir en Cristo significa que nos unimos a Él en darle muerte al pecado porque el pecado destruye el shalom que Dios destinó. La justicia significa confiar y seguir a Cristo, escuchar la guía del Espíritu, y servir a nuestro prójimo.

El Espíritu siempre ha sido el vehículo de nuestra vida y se ha opuesto a la muerte. Cuando el Espíritu de Dios es retirado vemos un cese de vida (cp. Job 22:4; 34:14-15; Sal 104:29). Por ende, el fruto del Espíritu es dador de vida: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio” (Gá 5:22-23). Estas características nos fortalecen, aclaran nuestra visión, profundizan nuestra confianza en Dios, y nos permiten distinguir entre el tesoro eterno de las modas pasajeras. Nos permiten conectar con los demás, edificarlos, o ser edificados por ellos. Nos permiten escuchar a Dios más claramente, amarlo a Él más completamente, y seguirle más fielmente. Las obras de la carne nos aíslan y conducen a la muerte. El fruto del Espíritu nos conecta con Dios y con nuestro prójimo, y conduce a la vida.

Los creyentes han sido trasladados fuera del reino de las tinieblas hacia el reino del Hijo de Dios (Col 1:13). Continuar caminando en tinieblas es, entonces, insensato y autodestructivo. Hemos sido injertados en la vida y amor de Dios. Podemos responder bien o mal a esa situación, pero ahí es donde estamos. Pablo proclama el evangelio de que Jesús nos ha tomado por completo, que estamos muertos y hemos resucitado de nuevo con Él, y ahora ¿qué? Aquí estamos en este mundo hermoso, dañado, y desordenado, viviendo vidas hermosas, dañadas, y desordenadas, pero no lo hacemos solos. Nunca solos, porque Dios mismo en la carne ha caminado primero que nosotros esta misma senda, retándonos y destruyendo el pecado. En nuestras vidas, Jesús nos vivifica y nosotros nos mortificamos a nosotros mismos para seguirlo a Él. Quien quiera hallar la vida debe perderla por su causa (Mt 16:25; Mr 8:35, Lc 9:24, Jn 12:25). Para poder tener las manos libres para agarrar ese tesoro eterno, tenemos que soltar la basura que tan falsamente brilla. Jesús no nos soltará. Dentro de esa seguridad, nuestro reto es cómo pelear la próxima batalla.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Equipo Coalición.


Este ensayo es parte de la serie Concise Theology (Teología concisa). Todas las opiniones expresadas en este ensayo pertenecen al autor. Este ensayo está disponible gratuitamente bajo la licencia Creative Commons con Attribution-ShareAlike (CC BY-SA 3.0 US), lo que permite a los usuarios compartirlo en otros medios/formatos y adaptar/traducir el contenido siempre que haya un enlace de atribución, indicación de cambios, y se aplique la misma licencia de Creative Commons a ese material. Si estás interesado en traducir nuestro contenido o estás interesado en unirte a nuestra comunidad de traductores, comunícate con nosotros.