×

Definición

La ley de Dios se entiende primeramente en términos de quién es Dios como Creador y Señor, y luego se entiende en su contexto pactual de instrucción y expectativa para el pueblo de Dios. En las Escrituras, la ley de Dios se usa de maneras distintas, pero relacionadas entre sí, las cuales se centran en quién es Dios y en nuestra relación con Él como personas y portadores de su imagen.

Sumario

Este artículo reflexiona sobre cinco maneras en las que las Escrituras hablan de la ley de Dios. Comenzando con la verdad de que Dios es la ley, la discusión gira en torno a Dios como nuestro Creador y Señor; quien merece y exige una obediencia perfecta de sus criaturas para ubicar la discusión de la ley de Dios en el contexto de su pacto con nosotros. La ley de Dios no puede entenderse aparte de Dios como el Creador y el Señor del Pacto, y el cumplimiento de los pactos bíblicos en el nuevo pacto y en la ley de Cristo.

En el uso común, «la ley» —y específicamente «la ley de Dios»— se refiere a los mandamientos de Dios dados a sus criaturas para regular sus vidas y su comportamiento moral. Sin embargo, en las Escrituras «la ley de Dios» ciertamente incluye esta idea, pero también es utilizada en una variedad de maneras, principalmente en el contexto de relaciones pactuales. La ley (heb. torá, instrucción; gr. nomos) está ligada predominantemente a los pactos, comenzando desde la creación de Adán hasta la nueva creación en Cristo. De hecho, en las Escrituras y en la teología, podemos hablar de la ley de Dios por lo menos en cinco maneras distinguibles pero relacionadas.

La ley de Dios es Dios mismo

En primer lugar, debemos pensar en «la ley de Dios» en términos de Dios. El Dios trino es la ley porque su voluntad y su naturaleza son el estándar moral del universo. Por esta razón, solo Dios tiene el derecho y la autoridad para determinar lo que está bien y lo que está mal, y para hacer responsables a sus criaturas morales —tanto la humana como la angelical— con respecto a la obediencia perfecta de sus mandamientos.

¿Por qué es así? Porque Dios es el Señor no creado, independiente y autosuficiente, el Creador de los cielos y de la tierra (Gn 1-2; Sal 50:12-14; 93:2; Hch 17:24-25). Solo Él tiene «vida en Él mismo» (su aseidad), lo que no solo implica su autoexistencia, sino que también es el estándar de lo que es correcto. Las Escrituras subrayan esta verdad en su énfasis de la santidad divina (Éx 3:5-6; 15:11; Lv 11:44; 19:1; Is 6:1; 57:15; Ez 1-3; He 12:28; 1 P 1:15-16; 1 Jn 1:5; Ap 4).

La santidad tiene un sentido primario y secundario en las Escrituras. Primero, se refiere a la autosuficiencia trascendental de Dios: Dios es «Alto y Sublime» — el «Santo» (Dt 26:15; 1 Cr 16:10, 35; 29:16; Sal 3:4; 11:4; 20:6; 22:3; 28:2; 48:1; 65:4; Is 6:1; 40:12-26; 45:11; 47:4; 48:4; 48:17; 52:10; 54:5; 55:5; 57:13-15; 63:10; Jr 25:30; Ez 28:14; Jol 2:1; Am 2:7; Zac 2:13). En segundo lugar, se refiere a Dios como el estándar de perfección moral. Por eso, con relación al pecado, la santidad de Dios se opone a nuestro pecado (Lv 19:2; 20:3, 26; Jos 24:19; 1 S 6:20; Sal 24:3; 60:6; 89:35; 145:17; 1 S 5:16; Jr 23:9; Ez 22:8, 26; 36:22; 39:7; Os 11:9; Am 2; Mal 2:11; He 7:26; 12:10; 1 P 1:15-16; Ap 15:4). Como nos recuerdan las Escrituras: los ojos de Dios son demasiado puros para ver el mal, no puede tolerarlo (Éx 34:7; Ro 1:32; 2:8-16; Is 59:1-2). Estrechamente relacionada con la santidad y la perfección moral de Dios está su ira, es decir, su santa reacción al mal (Ro 1:18-32; Jn 3:36). Sin embargo, la ira de Dios, a diferencia de su santidad, no es una perfección interna; más bien es una función adicional de su santidad, justicia y juicio en contra del pecado. Donde no hay pecado, no hay ira, pero siempre hay santidad. Pero donde el Dios santo enfrenta a sus criaturas en su pecado, debe  haber ira y el pleno ejercicio de su justicia y juicio.

Sin duda, Dios es amor (1 Jn 4:10), pero el amor y la santidad van de la mano. Dios es sus atributos. A medida de que uno avanza por el canon, el santo amor de Dios es revelado, especialmente en la cruz de Cristo y en nuestra justificación. Juan, por ejemplo, no piensa que el amor de Dios ignora nuestro pecado; más bien, él ve el amor divino como aquello que ama al que no es fácil de amar o a quien no merece ser amado. De hecho, la manifestación suprema del amor de Dios se encuentra en que el Padre da a su propio Hijo como nuestra propiciación y hace retroceder Su ira santa que estaba sobre nosotros y satisface las demandas de justicia en nuestro favor (1 Jn 2:1-2; 4:8-10). Es así que en la cruz de Cristo vemos la mayor demostración de la santidad, justicia, juicio y amor de Dios, donde el Dios de la gracia soberana se muestra como el justo y justificador de los que tienen fe en Jesucristo (Ro 3:21-26).

Combinando estas verdades, entonces, las Escrituras identifican principalmente «la ley de Dios» con Dios mismo. Solo Dios es el Juez de la tierra (Gn 18:25), que siempre actúa de manera consistente con quien es. No comprender este punto es malinterpretar quién es Dios y el razonamiento completo del glorioso plan redentor de Dios centrado en la vida obediente y muerte sustitutiva de nuestro Señor Jesucristo.

La ley de Dios es la demanda absoluta de Dios para sus criaturas morales

Como Creador y Señor, Dios legítimamente merece y demanda la perfecta obediencia y amor leal de sus criaturas morales, tanto humanas como angelicales. En este contexto, «la ley de Dios» se refiere a sus mandamientos específicos y demandas hacia nosotros. En la creación, esto se ve reflejado en el mandato de Dios a Adán: «… no comerás» (Gn 2:16-17; cp. Dt 12:23, 25; 16:3; 28:31), un mandato que se exigirá más de una sola vez. En última instancia, la demanda de Dios a Adán, su portador de imagen y criatura del pacto, es obedecer perfectamente a Dios dentro de una relación de amor y confianza.

De hecho, desde el principio, la demanda de Dios a Adán —y por extensión a toda la humanidad— es amarlo con todo nuestro ser y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Adán no fue creado para ser aislado, sino para estar en comunidad; primero para conocer y amar a Dios, y luego para conocer y amar a su esposa, a su familia y, por extensión, a la comunidad humana. El gran mandamiento (Mt 22:36-40), entonces, comienza en la creación y se encuentra en todos los pactos bíblicos; sin embargo, los mandamientos específicos varían de pacto a pacto, pero la demanda moral absoluta está presente en todas partes.

La teología a menudo utiliza la categoría de «la ley» (vs. «el evangelio») para describir la demanda absoluta de Dios para los humanos de amarlo, confiar y obedecerlo de manera completa y plena. Debido a que pertenecemos a Dios y estamos bajo el pacto representativo de Adán, todos los humanos están bajo esta obligación. Desobedecer a Dios resulta en nuestro pecado y condenación, lo cual tristemente fue lo que le sucedió a Adán y ahora a toda la creación humana (Ro 5:12-21; cp. 3:23; 6:23).

Algunos identifican la obligación moral absoluta de Dios para con todos los seres humanos como la ley «natural». Sin duda, esta idea es buena si se coloca en un contexto pactual. Dios nos ha creado para ser santos como Él y para vivir en relación con Dios y los unos con los otros según el orden creado que Él ha establecido. Por eso todos los seres humanos deben amar a Dios, valorar la vida humana (véase Gn 9:6) y vivir de acuerdo con lo que Dios ha mandado y establecido en la creación, como el uso adecuado de nuestra sexualidad y el establecimiento del matrimonio y la familia. Violar el orden creado por Dios es rebelarse contra Dios mismo, convertirse en idólatras y someterse a su condenación justa. Por esta razón, Pablo puede apelar a lo que todos los seres humanos saben de la creación y de su conciencia, pero que tristemente reprimen y rechazan, y esto termina siendo la base de su condena (Ro 1:18-32; cp. 2:12-13).

Después del pecado de Adán, la demanda absoluta de Dios continúa para todas las personas, pero debido a nuestro pecado estamos condenados y bajo la sentencia de muerte (Gn 3; 5; Ro 3:23; 6:23). Nuestra única esperanza se encuentra en la provisión de nuestro Señor Jesucristo (Gn 3:15), quien es plenamente humano y, por lo tanto, en su vida es capaz de rendir obediencia perfecta al pacto por nosotros (Ro 5:12-21; He 2:5-18); pero también es el Hijo divino, el único que puede satisfacer Su propia demanda en contra de nosotros como sustituto penal.

La ley de Dios como Escritura

Sobre la «ley de Dios» también se puede hablar como la Palabra de Dios escrita o la Escritura. De hecho, así como un concepto bíblico de la ley (heb. torá, instrucción) está directamente vinculado a los pactos, así también los pactos en las Escrituras —como es de esperar— están escritos. Este es el caso con la ley mosaica (heb. torá) o pacto escrito como instrucción para gobernar y dirigir la nación de Israel (Éx 24:12, 31; 31:18; 32:15-16; 34:1). El propósito del pacto y de la instrucción que Dios da es para que Él gobierne en medio de Su pueblo como su Señor y Rey, y para guiar e instruir sus vidas.

La ley pactual que está escrita, entonces, junto con todo el Pentateuco, es conocida como la torá de Moisés o «el libro de la ley de Moisés» (Jos 8:31; 23:6; 2 R 14:6; cp. Dt 28:61; 29:21; 30:10; 31:26). No solo incluye los «mandamientos» y «decretos» de Dios (Dt 30:10); sino también incluye instrucciones sobre cómo vivir ante Dios y cómo acercarse a Él al tratar con el pecado a nivel colectivo e individual (p. ej., Levítico), y cómo vivir el uno con el otro de manera apropiada y justa.

A medida que se agregan las Escrituras posteriores en la revelación progresiva, expresiones como «la ley y los profetas» se constituyen en nuevas maneras de referirse a todo el Antiguo Testamento como Escritura (Mt 5:17; 7:12; 11:13; 22:40; Lc 16:16; 24:44; Jn 1:45; Hch 13:15; 24:14; 28:23; Ro 3:21; cp. 2 Ti 3:15-17). Con la llegada del Hijo de Dios y la inauguración de un nuevo pacto, se añade la Escritura del Nuevo Testamento (He 1:1-3; cp. 1 Ts 1:4; 2:13; 2 P 3:16), que ahora resulta en todo un canon de la Escritura. En este sentido, entonces, «la ley de Dios» puede referirse a la Escritura, específicamente a la Torá, pero ahora se extiende a la totalidad de la Escritura como Palabra inspirada de Dios dada para dirigir, instruir y guiar a Su pueblo santo.

La ley de Dios como el pacto mosaico

La expresión «pacto mosaico» tiene un uso predominante en las Escrituras. La ley (heb. torá; gr. nomos) se refiere principalmente al pacto del Sinaí y su ratificación dictada en tierra de Moab y registrada en Deuteronomio. Esta ratificación de la ley fue entregada a Israel y está orgánicamente relacionada con lo que le precedía, es decir, los llamados pacto abrahámico y el de la creación. De diversas maneras, la ley anticipa y señala al futuro a la venida de Cristo y la llegada del nuevo pacto.

Es mejor ver la ley pactual como una unidad o paquete. La teología pactual a menudo ha dividido el pacto de tres maneras: la ley moral (Éx 20; Dt 5) que refleja la demanda moral universal de Dios vinculada a la creación y las leyes civiles y ceremoniales para Israel, las mismas que ahora se cumplen en Cristo. Sin duda, hay mérito en ver el pacto de esta manera. Las Escrituras hacen varias distinciones dentro del pacto (p. ej., ciertos principios son más importantes Mt 5:24; 9:13; 23:23), las leyes relativas a los sacrificios (Lv 1-7) frente a los asuntos civiles o incluso señalan el lugar central del Decálogo. Sin embargo, en general, las Escrituras ven a la ley mosaica como una unidad que cumple un papel específico en el plan de Dios para Israel y, como un pacto completo, se ha completado en Cristo y en el nuevo pacto.

Textos como Gálatas 5:3 y Santiago 2:8-13 apuntan en esta dirección. Mantener o romper una parte de la ley supone el mantener o romper toda la ley. O, como el escritor de Hebreos sostiene, el pacto mosaico es un todo integrado basado en el sacerdocio (He 7:11), y con un cambio en el sacerdocio (Sal 110; He 7), hay necesariamente un cambio completo del pacto, no solo en partes de él (He 7:12; 8:7-13). Además, Pablo puede decir que antes de ser cristiano, él estaba bajo la Ley mosaica, pero ahora —en Cristo— él está bajo el nuevo pacto (1 Co 9:21). Pablo ve los pactos como paquetes completos, ya que los pactos antiguos alcanzaron su cumplimiento en Cristo.

Además, la Escritura ve a la ley mosaica como un pacto que es temporal en el plan de Dios, sirviendo a un número de propósitos, pero al final apuntándonos al futuro cumplimiento en Cristo (Ro 10:4; Gá 3:15-4:7; He 7:11-12). Por esta razón, la ley mosaica, como pacto, ya no se vincula directamente al cristiano. De hecho, la ley supervisa al pueblo de Dios y, dirigiendo su comportamiento como paidagōgos (Gá 3:24), ha alcanzado su fin con la venida de Cristo y el nuevo pacto (Gá 4:1-7).

Como la ley mosaica fue dada en la historia redentora como parte del plan de Dios, su propósito central era revelar el carácter de Dios, la naturaleza del pecado humano al someter a Israel bajo pecado y también instruir al pueblo en cómo Dios en su gracia lo redimiría en sacerdocio y sacrificio (p. ej., Ro 3:19-20; 5:20; 7:7-12; 8:2-3; Col 2:14; He 7:11; 10:3). La ley mosaica tenía como promesa la vida (Lv 18:5; Ro 2:13; Gá 3:12), pero debido al pecado humano no pudo salvarnos a pesar de ser «santos, justos y buenos» (Ro 7:12). De hecho, Dios nunca tuvo la intención de que la ley mosaica nos salvara, pero en sus patrones tipológicos (p. ej., sistema de sacrificios, tabernáculo-templo, sacerdocio, etc.) indicaba cómo Dios redimiría a su pueblo en el futuro. Pero al final, la justicia de Dios se aparta del pacto mosaico (Ro 3:21) y solo se encuentra en el nuevo pacto (Ro 3:21-31; 8:2-4; Gá 3:13-14; 4:4-7).

Sin embargo, es importante enfatizar que la ley mosaica sigue funcionando para nosotros como Escritura, enseñándonos sobre el glorioso plan redentor de Dios, haciéndonos sabios para la salvación en Cristo e instruyéndonos en cómo vivir sabiamente en el mundo como el pueblo del nuevo pacto de Dios.

La ley de Dios como la ley de Cristo

Ahora que Cristo ha venido, los cristianos ya no están «bajo la ley» (pacto mosaico) como un pacto; en cambio, estamos bajo el nuevo pacto (p. ej., Ro 6:14-15; 1 Co 9:20-21; Gá 4:4-5; 5:13-18). En el plan de Dios, la ley mosaica cumplió su propósito, pero ahora —en Cristo— ha alcanzado su telos (palabra griega que significa: fin y meta; Ro 10:4; Gá 3:15-4:7).

En este punto, 1 Corintios 9:20-21 es importante. Como cristiano, Pablo ya no se ve a sí mismo como «bajo la ley» (ley mosaica) y, notablemente, ¡la ley de Dios no equivale a la ley mosaica! En cambio, Pablo se ve a sí mismo como bajo la ley de Dios, pero la ley de Dios ahora se define completamente en relación a Cristo (ennomos Christou), «en la ley de Cristo».

Sin embargo, esto no implica que se pueda ignorar la ley mosaica, ya que es una Escritura autoritaria (2 Ti 3:15-17). De hecho, el Nuevo Testamento enseña tanto el reemplazo como el cumplimiento del pacto mosaico por el nuevo. Por un lado, en el nuevo pacto, lo antiguo es reemplazado con la ley de Cristo (1 Co 9:20-21). En lugar de confiar en el pacto mosaico, confiamos en Cristo (Gá 2:19-20; Fil 3:4-14), y discernimos la voluntad de Dios en Cristo y en la instrucción apostólica (Gá 6:2; 1 Co 7:19; 9:21). Por otro lado, el nuevo pacto cumple el antiguo.

Un texto crucial en relación con esto es Mateo 5:17-20. A pesar de que existe debate con respecto a este texto, su cumplimiento se entiende mejor en un sentido histórico-redentor (véase Mt 1:22; 2:15, 17, 23; 4:14; 8:17; 12:17; 13:35; 21:4; 27:9). Jesús cumple la Ley y los Profetas ya que a Él lo señalan, y Jesús es quien los lleva a su fin. La Ley y los Profetas, entonces, tienen una función profética, ya que anticipan y predicen la venida de Cristo. Sin duda, la anticipación profética varía dependiendo de si se trata de un patrón tipológico (p. ej., éxodo, sacrificios, sacerdocio y templo) o si se trata de la instrucción de la ley. Sin embargo, a la luz de la antítesis de Mateo 5:21-48, Jesús enseña que ha cumplido las profecías del Antiguo Testamento tanto en sí mismo como en sus enseñanzas. En la enseñanza de Jesús, no solo aclara lo que decía el Antiguo Testamento; de una manera mucho más importante, cumple la ley al mostrar lo que el Antiguo Testamento señalaba, es decir, su venida y toda la era del nuevo pacto.

Es por eso que para los cristianos, toda la Escritura es para nuestra instrucción, pero se aplica a nosotros en y a través de su cumplimiento en Cristo. En este sentido, todo el Antiguo Testamento, incluyendo la ley mosaica, es para nuestra instrucción, aunque no toda su instrucción es aplicable a nosotros. Ya no estamos bajo la ley mosaica como un paquete de pacto, pero las demandas morales, comenzando en la creación, expresadas por medio de la ley mosaica, continúan aplicándose a nosotros en y por medio del nuevo pacto. De hecho, la demanda divina de amar a Dios y a nuestro prójimo, dada por primera vez en la creación, se distorsionó en la caída y luego se recuperó en los pactos del Antiguo Testamento, continúa y se transforma en Cristo y en el nuevo pacto. En la nueva creación, no habrá más pecado y rebelión, y nuestra obediencia a la ley de Dios se expresará en completo amor, lealtad, confianza y obediencia. Incluso ahora, por nuestra unión de pacto en Cristo, forjada por el Espíritu, estamos siendo conformados a Cristo, lo cual será consumado en su regreso y se verá reflejado en nuestra glorificación.


Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Lauren Charruf Morris.

Este ensayo es parte de la serie Concise Theology (Teología concisa). Todas las opiniones expresadas en este ensayo pertenecen al autor. Este ensayo está disponible gratuitamente bajo la licencia Creative Commons con Attribution-ShareAlike (CC BY-SA 3.0 US), lo que permite a los usuarios compartirlo en otros medios/formatos y adaptar/traducir el contenido siempre que haya un enlace de atribución, indicación de cambios, y se aplique la misma licencia de Creative Commons a ese material. Si estás interesado en traducir nuestro contenido o estás interesado en unirte a nuestra comunidad de traductores, comunícate con nosotros.

Lecturas adicionales

  • T. D. Alexander, “Law” in Zondervan Study Bible, ed., D. A. Carson (Grand Rapids, MI: Zondervan, 2015), 2649-2651.
  • Peter J. Gentry and Stephen J. Wellum, God’s Kingdom through God’s Covenants (Wheaton: Crossway, 2015).
  • Michael Hill, The How and Why of Love: An Introduction to Evangelical Ethics (Kingsford, Australia: Matthias Media, 2002).
  • Michael S. Horton, Justification, vol. 2 (Grand Rapids, MI: Zondervan, 2018).
  • Brian S. Rosner, Paul and the Law: Keeping the Commandments of God (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2013).
  • Thomas R. Schreiner, 40 Questions about Christians and Biblical Law (Grand Rapids, MI: Kregel, 2010).