Era un pastor en proceso de destruir su vida y ministerio y no lo sabía. Me gustaría poder decir que mi experiencia pastoral es única, pero he llegado a aprender en mis viajes a cientos de iglesias por todo el mundo que tristemente no es así. Por supuesto, los detalles son distintos; pero veo en muchos pastores la misma falta de conexión entre la persona pública y el hombre que son en privado. He escuchado tantas historias con tantas confesiones que me lamento por el estado de la cultura pastoral de nuestra generación. La inquietud de esta preocupación junto con mi conocimiento y experiencia de la gracia transformadora me lleva a escribir esta columna.
Habían tres temas de fondo operando en mi vida y he observado estos mismos temas en la vida de muchos pastores con los que he hablado. Desarrollar estos temas nos ayuda a examinar en qué areas la cultura pastoral es algo menos que bíblica, y a considerar las tentaciones que son, o bien residentes, o bien intensificadas por el ministerio pastoral.
Dejé que el ministerio definiera mi identidad
Siempre lo digo de esta forma: “Nadie te influye más en tu vida que tú mismo, porque nadie habla contigo más de lo que tú lo haces”. Ya sea que te des cuenta o no, estás participando en una conversación sin fin contigo mismo. Lo que te dices a ti mismo da forma a tu manera de vivir. Siempre te estás hablando a ti mismo sobre tu identidad, espiritualidad, funcionalidad, emotividad, mentalidad, personalidad y así sucesivamente. Te estás predicando constantemente algún tipo de evangelio. O bien te predicas el anti-evangelio de tu propia justicia, poder y sabiduría, o el verdadero evangelio de la profunda necesidad espiritual y la gracia suficiente. O te predicas el anti-evangelio de la soledad e incapacidad, o bien te predicas el verdadero evangelio de la presencia, provisión, y poder de un Cristo siempre presente.
Justo en el medio de esta conversación se encuentra lo que te dices a ti mismo acerca de tu identidad. Siempre nos asignamos algún tipo de identidad. Solo hay dos lugares donde buscar. O bien voy a obtener mi identidad de manera vertical, de quién soy en Cristo, o iré a comprarla horizontalmente en las situaciones, experiencias y relaciones de mi vida diaria. Esto es cierto para todos, pero estoy convencido de que los pastores se ven tentados de manera particular a buscar su identidad de manera horizontal.
Esta es, en parte, la razón para la enorme falta de conexión entre mi vida ministerial pública y mi vida familiar. El ministerio se había convertido en mi identidad. No pensaba en mí como un hijo de Dios, que necesitaba de gracia diariamente, que estaba en medio del proceso de santificación, que aún luchaba con el pecado, que aún necesitaba al cuerpo de Cristo, y que estaba llamado al ministerio pastoral. No, pensaba en mi mismo como un pastor. Ese era el fondo del asunto. El oficio de pastor era más que un llamado y un conjunto de dones dados por Dios que el cuerpo de Cristo había reconocido. El pastorado era mi definición.
Vista diferente desde el nivel de la calle
Permite que explique la dinámica espiritual. En formas que todavía no soy capaz de entender, mi cristianismo dejó de ser una relación. Sí, sabía que Dios era mi Padre y yo su hijo, pero a nivel de calle, las cosas parecían diferentes. Mi fe había llegado a ser un llamado profesional. Se había convertido en mi empleo. Mi papel como pastor moldeó la forma en la que me relacionaba con Dios. Dio forma a mis relaciones. Estaba listo para el desastre y si no hubiese sido la ira, alguna otra cosa habría revelado mi complicada situación.
No me sorprenden los pastores amargados, que son incómodos socialmente, que tienen un trato complicado o poco funcional en casa, relaciones tensas con miembros del equipo y líderes laicos, y pecados secretos sin confesar. Nos hemos vuelto muy cómodos a la hora de definirnos en formas que no son del todo bíblicas. Nos acercamos a Dios como si estuviésemos algo menos que necesitados, por lo que estamos menos abiertos a ministrar a otros y a ser declarados culpables por el Espíritu. Esto succiona toda la vida que hay en el aspecto devocional de nuestro caminar con Dios. La adoración tierna y de corazón es difícil para alguien que cree que ya ha llegado al final del camino. Nadie celebra más la presencia y la gracia del Señor Jesucristo que la persona que ha aceptado su necesidad diaria y desesperada de la misma.
Sé que no estoy solo. Muchos otros pastores han desarrollado hábitos que son espiritualmente traicioneros. Se contentan con una vida devocional inexistente y son secuestrados constantemente por la preparación. Se sienten cómodos viviendo fuera o por encima del cuerpo de Cristo. Son rápidos para ministrar, pero no están muy abiertos a recibir ministerio. Desde hace tiempo han dejado de verse a sí mismos con precisión y tienen una tendencia a no recibir muy bien la confrontación amorosa. Además tienden a llevarse esta categoría de identidad única al hogar, lo cual los hace poco humildes y poco pacientes con sus familias.
Cuando te das cuenta de que necesitas desesperadamente todas las verdades que puedes dar a otro, eres más amoroso, paciente, amable y tienes más gracia. Cuando te das cuenta de que la persona a quien ministras es más parecida a ti que diferente, eres más humilde y gentil. Cuando te has puesto a ti mismo en otra categoría que tiende a hacerte pensar que estás a otra altura, es muy fácil ser juzgador e impaciente.
Fijando la ley
En cierta ocasión escuché a un pastor expresar bien este problema sin darse cuenta. Mi hermano Tedd y yo estábamos en una conferencia grande sobre la vida cristiana, escuchando a un pastor bien conocido hablar sobre la adoración en familia. Hablaba de historias sobre celo, disciplina, y dedicación a la adoración personal y familiar de los grandes padres de nuestra fe. Pintó cuadros asombrosos acerca de cómo eran los devocionales privados y familiares. Creo que todos sentimos que era muy condenatorio y desalentador. Sentí el peso de la carga sobre el público mientras escuchaba. Me decía a mí mismo, “consuélanos con la gracia, consuélanos con la gracia”, pero la gracia nunca llegó.
En el camino de vuelta al hotel, Tedd y yo viajábamos junto con el conferenciante y otro pastor, que era nuestro conductor. Nuestro conductor pastor claramente sintió la carga, e hizo una pregunta brillante al orador. “Si un hombre de su congregación se acercase a usted y dijese, ‘Pastor, sé que se supone que tengo que tener devocionales con mi familia, pero la situación es tan caótica en mi casa que apenas puedo levantarme de la cama y hacer que los niños coman y vayan a la escuela, no sé cómo podría ser capaz de incluir devocionales también’, ¿qué le diría usted?” (La siguiente respuesta no es inventada ni está editada en modo alguno). El conferenciante respondió: “Le diría: ‘Soy un pastor, lo que significa que llevo muchas más cargas por muchas más personas que usted, y si puedo incluir una adoración familiar diaria, usted también debería poder hacerlo’”. No hubo ninguna identificación con la lucha del hombre. No hubo ministración de la gracia. Fijó la ley aun de forma más pesada, con poca compasión o entendimiento.
Al escuchar su respuesta me enfadé, hasta que recordé que yo había hecho justo lo mismo una y otra vez. En casa era demasiado fácil para mí cumplir con el juicio, mientras que era demasiado tacaño dando gracia. Esta categoría de identidad única como pastor no solo definía mi relación con otros, sino que también estaba destruyendo mi relación con Dios. Cegado a lo que sucedía en mi corazón, era orgulloso, irreprochable, defensivo y demasiado cómodo. Era un pastor, así que no necesitaba lo que otra gente sí necesitaba.
Para ser claro, a nivel teológico y conceptual, hubiese argumentado que todo esto eran tonterías. Ser un pastor era mi vocación, no mi identidad. Mi identidad, comprada por la cruz era la de hijo del Altísimo. Mi identidad era la de miembro del cuerpo de Cristo. Mi identidad era la de un hombre de camino a su propia santificación. Mi identidad era la de un pecador que aún necesitaba gracia que rescata, que transforma, que da poder, que libera.
No me daba cuenta de que estaba buscando horizontalmente lo que ya había recibido en Cristo, produciendo una cosecha de malos frutos en mi corazón, ministerio y relaciones. Había permitido que mi ministerio se convirtiese en algo que nunca debería ser (mi identidad), y miraba hacia él para darme lo que nunca me podría dar (un sentido interior de bienestar).