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Ronda Rousey es reconocida a lo largo del mundo por sus grandes logros. Luego de superar diversas situaciones académicas y familiares en su niñez —incluyendo el suicidio de su padre cuando ella tenía apenas 8 años, ella logró alcanzar logros significativos. Ella fue la primer atleta norteamericana en ganar una medalla en las olimpíadas de Judo, ha actuado en películas con personajes tan reconocidos como Sylvester Stallone, y ha sido campeona de la UFC, llegando a ser la atleta mejor pagada de ese deporte. Sin embargo, luego de perder un par de peleas y darse cuenta de que ya no era la mejor del mundo, ella afirmó lo siguiente:

“Mi pensamiento fue, estando en el área médica sentada en la esquina: '¿Ahora qué soy si no soy más esto?'. Literalmente estaba sentada pensando en suicidarme en el instante que decía, 'No soy nadie, ¿ahora qué hago si a nadie le importo sin esto?’”.

¿Qué está sucediendo en este corazón?

Las buenas nuevas

Si llegaste hasta este artículo, es muy probable que conozcas bastante bien el contenido del evangelio. De acuerdo al clímax de la metanarrativa de la Escritura, Dios bajó de los cielos en la persona de Cristo Jesús. Él vivió en nuestro lugar la vida perfecta que nadie pudo haber vivido jamás y pagó de forma definitiva el precio de todos nuestros pecados como nuestro sustituto (2 Cor. 5:21). Este evento es un regalo divino que, por definición, no se puede merecer o ganar por medio de nuestro moralismo o religiosidad. De hecho, la única condición para recibir dicho regalo es abandonar nuestra confianza en nuestro desempeño y poner dicha confianza o fe en la Persona y obra de Jesús (e.g., Hch. 13:38-39; 16: 30-31).

Este es el anuncio al cual llamamos “el evangelio”. En Cristo Jesús, nuestro estatus cambia de condenados a justos de modo que podamos tener vida eterna en Cristo (cp. Jn. 3:16).  

Con todo, de acuerdo a la Escritura, las implicaciones del evangelio van mucho más allá del perdón de pecados, la vida eterna, y nuestro cambio de estatus. A través del evangelio, Dios nos adopta en su familia (Ef. 1:5; Rom. 8:15) y nos concede una nueva identidad en Cristo, independientemente de nuestra raza, sexo, y estatus social (Gal. 3:26-28). De esta manera, una de las implicaciones del evangelio es la idea de que nuestra identidad —aquello que más nos define— es nuestra posición en Cristo. De ahí que el apóstol Pablo haya exhortado a la iglesia en Colosas a vivir una vida recta, no apelando al moralismo o a la religiosidad, sino a la conclusión lógica de que si nuestro sentido de identidad se encuentra en lo que Cristo hizo por nosotros, entonces vivir de tal forma debería ser lo más orgánico del mundo (Col. 3:1-3; cf. Rom 12:1-1).

La fragilidad de las alternativas al evangelio  

El problema es que no siempre vivimos a la luz de esas verdades. Como seres humanos afectados por nuestra pecaminosidad y finitud, solemos derivar nuestro valor de la aprobación de otros, de nuestro estatus económico, de nuestro desempeño moral o religioso, de nuestras habilidades, de nuestra inteligencia, de nuestro físico, de nuestro trabajo, o de nuestra influencia y poder social.

Al poner nuestra identidad en cosas que, aunque sean buenas, no son el evangelio, las convertimos en nuestros dioses funcionales. Aunque no los adoremos verbalmente o nos arrodillemos físicamente ante ellos, cuando estos conceptos consumen nuestro amor y nuestros pensamientos, se convierten en nuestros dioses en la práctica.

Ni la afirmación de otros, ni el dinero, ni nuestra moralidad están diseñados para fundamentar nuestra identidad. Cuando intentamos hacer de estas cosas lo que nos define, experimentamos sentimientos de ansiedad, inferioridad, e inseguridad porque ninguna de ellas puede satisfacer el alma humana de forma plena. Solo Dios puede hacer eso; solo su evangelio puede darnos la seguridad que necesitamos para permanecer firmes no importa lo que venga.

Los dioses falsos nos destruyen. De ahí que decenas de personas se hayan quitado la vida cuando la bolsa de valores cayó en picada en el 2008. De ahí que los problemas de depresión y adicciones sean tan comunes entre personas de alto perfil, aun cuando cuentan con enorme fama, influencia, belleza, poder, y dinero. De ahí la existencia de casos como el de Ronda Rousey.

Si somos honestos, aunque quizá no hemos llegado a esos extremos, también luchamos en contra de sentimientos similares cuando empezamos a poner nuestra confianza e identidad fuera de la persona y obra de Cristo.

Volviendo al evangelio

Solemos olvidar estas verdades fundamentales con facilidad, así que una de las disciplinas más importantes que podemos desarrollar es predicar el evangelio a nosotros mismos. Tim Keller mencionó en una ocasión que los cristianos comúnmente tendemos a ver el evangelio como la entrada a la fe cristiana y nada más. Sin embargo, en las palabras de Keller, “el evangelio no es el ABC de la fe: es el A-Z de la fe”.

Nosotros no solamente entramos a la fe a través del evangelio, sino que también crecemos y maduramos en nuestra fe por medio del mismo. Al contemplar, meditar, y reflexionar en el evangelio continuamente, poco a poco podemos ir anclando nuestra identidad en él; poco a poco vamos descansando más en la obra de Cristo y menos en nosotros mismos o en algo más.

Mientras más conocemos a Cristo y su obra a nuestro favor, más encontraremos nuestro gozo y esperanza de vida en el evangelio. Así tendremos nuestros pies sobre la roca firme del evangelio en vez de en la arena movediza de cualquier otra identidad.


Imagen: Lightstock
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