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Me encanta escribir. No me refiero a publicar, sino a poner palabras sobre el papel. Es, en mi opinión, la mejor manera de procesar emociones, desenmarañar ideas, capturar momentos fugaces y poner en orden los pendientes. Son pocas las veces en que salgo de mi casa sin una libreta y un bolígrafo. Para mí, son herramientas cruciales para enfrentar este mundo tan loco.

Hay una clase de escritura que ocupa un lugar especial en mi corazón. Se distingue porque no involucra mis palabras, sino las palabras de Dios. Es la escritura de la Escritura. Es transcribir la Biblia.

Nada complicado: tomo un cuaderno, abro la Palabra de Dios y comienzo a copiar las palabras de Dios. Una por una. Me enfoco en el libro que estoy estudiando en ese momento. A veces transcribo pasajes extensos y a veces me enfoco en unos cuantos versículos. No añado subrayados ni reflexiones personales; la mayoría del tiempo ni siquiera incluyo los números de los versículos. Simplemente leo despacio y escribo, leo despacio y escribo, leo despacio y escribo.

Esta práctica se ha vuelto esencial para mis tiempos devocionales. La recomiendo todo el tiempo por dos razones sencillas: transcribir la Biblia —palabra por palabra— me lleva a (1) escuchar atentamente el corazón de Dios y (2) dar a conocer mi turbado corazón a Él.

Escuchar a Dios

Todos hemos tenido —o más bien, intentado tener— una conversación con alguien que no parece capaz de dejar su teléfono. Miramos con incomodidad como nos responde a medias mientras sus pulgares se mueven a toda velocidad, escribiendo un mensaje para alguien más. Cuando finalmente pone el móvil en el bolsillo, todavía no parece estar con nosotros del todo. «¿Qué dijiste?», pregunta, como si el problema fuera nuestro hablar y no su escuchar.

Es incómodo interactuar con alguien que quiere estar en dos lugares a la vez. Es más incómodo todavía reconocer que, con frecuencia, nosotros actuamos así delante del Dios del universo.

Abrimos nuestra Biblia y sin pensarlo demasiado desbloqueamos el teléfono, solo para asegurarnos de que no nos hemos perdido de algo «importante». Encontramos el pasaje, leemos dos oraciones y, de repente, nos encontramos pensando en la lista de tareas del día. Tras diez minutos de soñar despiertos, recordamos súbitamente qué era lo que estábamos haciendo. Empezamos otra vez. Encontramos un versículo sobre la pereza. «Wow, esto es palabra de Dios para Ariel», decimos. Le tomamos una foto y se la mandamos, esperando que capte la indirecta sobre lo inaceptable que es llegar tarde a la reunión dominical tres semanas seguidas. Vemos el reloj y nos espantamos al darnos cuenta de que llegaremos tarde al trabajo. Leemos el resto del capítulo en dos minutos, pasando nuestra mirada por la página a toda velocidad. «¡Genial!», pensamos. «Logré marcar como completada la lectura del día».

Observar la Escritura con detenimiento y copiarla palabra por palabra nos obliga a bajar la marcha y pensar detenidamente en lo que estamos leyendo

¿De verdad nos sorprende que Dios hable y nosotros no entendamos nada? Nuestra atención salta de un lugar a otro en lugar de enfocarse en Aquel que nos ama y que nos llama a conocerlo a través de la Escritura. ¿Cómo nos deleitaremos en la dulzura de la Palabra del Señor cuando la tragamos de golpe, como si fuera la vitamina de la mañana?

Transcribir la Biblia no será la solución mágica a todos nuestros problemas de distracción, pero sí puede ayudarnos a enfrentarlos. Observar la Escritura con detenimiento y copiarla palabra por palabra nos obliga a bajar la marcha y pensar detenidamente en lo que estamos leyendo. Al transcribir podremos ver en el texto cosas que, por la prisa, no habíamos visto antes. Estaremos en una mejor posición para contemplar la belleza del corazón de nuestro Señor a través de las palabras reveladas en la Escritura. Seremos capaces de hacer preguntas más profundas y encontrar respuestas más reveladoras que antes, cuando simplemente dábamos un vistazo rápido al pasaje.

Hablar con Dios

No sé si alguna vez has estado tan afligido que no tienes absolutamente nada que decir. A mí me ha sucedido un par de veces. Los días pasaban conmigo en cama, mirando fijamente la pared frente a mí. Apenas hacía lo básico para sobrevivir. En esos momentos de oscuridad profunda, parece imposible formar un pensamiento coherente. Elevar oraciones no se siente como una opción. No hay palabras.

La buena noticia es que Dios no nos ha dejado desamparados. Puede que nos sintamos abandonados y sin esperanza, pero no lo estamos. La Biblia nos enseña que, cuando no sabemos cómo orar, el Espíritu de Dios intercede por nosotros en nuestra debilidad (Ro 8:26). Pero eso no es todo. Cuando no tenemos palabras, podemos recordar que Dios nos ha regalado Sus palabras para hacerlas nuestras y entregárselas de vuelta a Él.

Por un lado, podemos utilizar las muchas oraciones que encontramos en la Escritura como punto de partida para nuestras propias oraciones. Por ejemplo, podemos tomar las palabras de Ana en 1 Samuel 1:11 y orar así: «Dios, mira mi dolor. Acuérdate de mí. No me olvides. Tú conoces mi corazón y sabes qué es lo que más anhelo, Señor. Te ruego que me lo concedas. ¡Confío en ti!». Por otro lado, también podemos hacer uso de las oraciones que encontramos en la Biblia cuando no tenemos palabras propias para expresarlas. Podemos simplemente tomar un pedazo de papel y un bolígrafo, y transcribir el clamor que Dios mismo inspiró.

Cuando no tenemos palabras, podemos recordar que Dios nos ha regalado Sus palabras para hacerlas nuestras y entregárselas de vuelta a Él

Cuando no tengas palabras, toma prestadas las palabras de la Biblia y escríbelas una a una. El Señor conoce tu corazón y ve cómo haces tuyo ese pasaje. Escribe: «¿Hasta cuándo, oh Señor?» (Sal 13:1) o «Ten piedad de mí, oh Dios, porque el hombre me ha pisoteado; me oprime combatiéndome todo el día» (Sal 56:1). Transcribe con fe los versos en los que la Biblia te recuerda del poder y la salvación del Señor: «Pues Tú has librado mi alma de la muerte, y mis pies de tropiezo, para que yo pueda andar delante de Dios en la luz de la vida» (Sal 56:13). Que tu corazón se conforte al recordar la misericordia del Padre revelada en Jesucristo. Recuerda también que, al transcribir las oraciones de la Biblia en medio del dolor, puedes gozarte en que estás orando conforme a la voluntad de Dios porque estás orando Su Palabra.

Una de mis oraciones favoritas se encuentra en el Salmo 119:18: «Abre mis ojos, para que vea las maravillas de Tu ley». Necesito levantar ese clamor continuamente, pues a veces me asusta la falta de asombro de mi corazón ante la Palabra de Dios. Me preocupa lo pronto que me distraigo, lo rápido que leo, lo fácil que se me hace dejar mi tiempo en la Biblia y en oración para después. Necesitamos que nuestros ojos sean abiertos.

Tener la Escritura es un privilegio. Es un regalo conocer al Señor y poseer las palabras que Él inspiró para expresar lo que hay en nuestro interior cuando no sabemos qué decir. No lo despreciemos. En Jesús, podemos acercarnos con confianza al Señor y disfrutar de la belleza de Su verdad. Hagámoslo, imprimiendo Sus palabras en nuestro corazón y —a veces— en el papel.

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